¿Cómo combatir el síndrome de Weimar?
Rumanía se ha convertido en un ejemplo de libro de uno de los dilemas más acuciantes de todos los sistemas democráticos


Rumanía puede elegir en las elecciones presidenciales de hoy a un representante de la ultraderecha. Después de la primera vuelta celebrada el pasado 4 de mayo, el candidato de este signo político, George Simion, obtuvo el 41 % de los votos, duplicando casi el resultado del segundo mejor colocado, Nicusor Dan, centrista. Ambos se enfrentan ahora para decidir quién acabará gobernando un país bajo régimen presidencialista. Todavía no hay certeza sobre el resultado final, pero Simion va de claro favorito. Lo interesante del caso, y por eso tiene a Bruselas temblando, es que se adscribe explícitamente al programa trumpista y ha amenazado ya con vetar en la UE la ayuda militar a Ucrania y se opone, entre otras cosas, a la política de defensa europea. O sea, que estamos ante una especie de Orban bis, el perfecto aliado para los pro-putinistas europeos. En un país, además, fronterizo de Ucrania y clave para el tránsito de las exportaciones de esta nación y para vehicular la ayuda occidental en la guerra.
El motivo por el que traigo a colación este asunto no es, sin embargo, por consideraciones geopolíticas, sino porque Rumanía se ha convertido en un ejemplo de libro de uno de los dilemas más acuciantes de todos los sistemas democráticos; a saber, las fuertes tensiones entre principio mayoritario y Estado de derecho. Como se recordará, estas elecciones son prolongación de las del pasado noviembre, anuladas por el Tribunal Constitucional de este país debido a una supuesta interferencia rusa a favor del candidato ultraderechista Calin Georgescu, vencedor de la primera vuelta y a quien se prohibió volver a presentarse. Simion ha tomado el relevo para enmendar lo que considera un “golpe de Estado” y lo peor de todo es que, salvo sorpresa, los ciudadanos pueden acabar dándole la razón.
Vayamos a otro caso similar que nos pilla más cerca. En un reciente informe de la Oficina para la Protección de la Constitución alemana, se declara a la AfD como “extremista de derecha confirmada”. En un país de Constitución militante esto podría significar el primer paso para declarar inconstitucional a este partido de ultraderecha y ya empiezan a oírse voces favorables a presentar ante el Tribunal Constitucional la solicitud de su prohibición. En los medios alemanes no dejan de debatirse los pros y contras de ilegalizar a un partido que cuenta con el apoyo de más de un 20% de los votantes, elevándose a más del 30% en Alemania Oriental. (Aunque, todo sea dicho, ilegalizar a cualquier partido siempre es delicado, salvo los que apelan a la lucha armada).
La cuestión merece un análisis más detenido, pero, como nos enseña el caso rumano, no parece sensato contribuir a la fortaleza de un grupo que encuentra su éxito precisamente en su supuesta victimización por el establishment. Excepto cuando se producen claras vulneraciones de las normas, lo imperativo es no imponer límites a la libre constitución de la voluntad popular. Otra cosa ya es si cualquiera de estos grupos accede al poder y, como en el precedente nazi, empiezan a desmantelar la democracia. Como estamos viendo por las embestidas de Trump, la tarea de afirmar los principios del Estado de derecho no está garantizada, pero no hay alternativa. O sí, un cambio de actitud de los partidos sistémicos para recuperar la credibilidad en la política o gobiernos que sean capaces de atajar las causas que conducen a muchos votantes a votar por los ultras. El desastre de Weimar fue posible por la polarización extrema, la desaparición del centro político y, no lo olvidemos, porque muchos sectores del pueblo y no pocos grupos políticos no eran verdaderos demócratas. Toda sociedad que se asoma a este abismo acaba siendo devorada por él.
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