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Columna
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Depardieu y la risa

La crítica a una sociedad que supuestamente ya no tolera la ironía ni la sátira parte de una nostalgia por el tiempo heroico de los hombres provocadores, cuando buena parte de quienes los sufrían no tenían aún el derecho o la voz para señalar el daño

Ilustración Máriam M.Bascuñán 18.05.25
Máriam Martínez-Bascuñán

“El concepto de monstruo sagrado siempre me ha molestado, porque en primer lugar no es un monstruo, es un hombre que ha sido desacralizado por hechos que han sido llevados ante la justicia”, dijo Juliette Binoche refiriéndose a Gérard Depardieu, condenado por agresión sexual esta semana. Su frase resume la época que atravesamos, una en la que ciertas figuras otrora intocables, reverenciadas por su talento y convertidas en mitos vivientes, son miradas con ojos nuevos, no como genios, sino como hombres, hombres con poder cuyas acciones ―largamente toleradas o silenciadas― empiezan a tener consecuencias. Depardieu no cayó solo por sus actos sino por el sistema que lo sostuvo: la sacralización del varón genial que podía insultar, invadir, tocar y gritar, y al que se le respondía con admiración o silencio. Su juicio no solo abordó lo jurídico, sino que se convirtió en el escenario simbólico del colapso del “viejo mundo” ―como él mismo dijo― uno en el que el poder artístico justificaba el abuso, la vulgaridad y la impunidad.

En su declaración, una joven actriz contó cómo Depardieu metió la mano dentro de sus pantalones en plena sesión de fotos. Ella gritó: “¡Gégé está metiendo su mano dentro de mis pantalones!“. Él respondió: ”Bueno, ¿qué? Pensé que querías triunfar en el cine". Todos se rieron de la “broma”, una más de tantas que, durante décadas, se ampararon en la camaradería, el talento o la supuesta normalidad del abuso. Hoy, esas bromas ya no tienen gracia, y no porque la sociedad haya perdido el sentido del humor, sino porque hemos empezado a escuchar lo que había detrás de la risa. Desde este nuevo lugar cultural también es posible leer el caso de la injusticia cometida contra Anónimo García. Esta misma semana el Tribunal Constitucional anulaba la condena del autor del falso “Tour de la Manada”, acción irónica destinada a denunciar el sensacionalismo mediático. La sentencia, sin duda, repara un abuso miope, pero resulta inquietante que la defensa de su libertad de expresión, necesaria y legítima, se haga desde el marco maniqueo de una supuesta marea de corrección inquisitiva generada por la literalidad, el moralismo y, entre líneas, por el movimiento #MeToo.

La crítica a una sociedad que supuestamente ya no tolera la ironía ni la sátira parte de una nostalgia por el tiempo heroico de los hombres provocadores, cuando buena parte de quienes los sufrían no tenían aún el derecho o la voz para señalar el daño. Lo verdaderamente delirante no es el presente, sino el pasado, cuando campaba a sus anchas una suerte de aristocracia del doble sentido que pretendía situarse por encima del juicio ético, como si el ingenio fuera una patente de corso que los eximiese de toda responsabilidad. La sátira es fundamental en democracia, pero hoy nos hacemos una pregunta incómoda: ¿a costa de quién se construye? No todo aquel que no ríe es un torpe, un mojigato o un moralista. A veces, entendió perfectamente el chiste y justamente por eso le pareció inaceptable. Quienes conocían y reían los abusos del sagrado Depardieu no participaban de ironía alguna sino del sarcasmo de los opresores. Hoy no hay una atmósfera de censura ni castigo al ingenio sino una transformación cultural en la que muchas voces, durante años ignoradas, han comenzado a ser escuchadas. En ese proceso, se pueden cometer graves errores, pero confundir la apertura a la crítica con la histeria social es no querer ver la dimensión histórica del cambio.

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Sobre la firma

Máriam Martínez-Bascuñán
Profesora de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Autora del libro 'Género, emancipación y diferencias' (Plaza & Valdés, 2012) y coautora de 'Populismos' (Alianza Editorial, 2017). Entre junio de 2018 y 2020 fue directora de Opinión de EL PAÍS. Ahora es columnista y colaboradora de ese diario y pertenece a su comité editorial.
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