¿Cuándo se jodió la izquierda?
Las fuerzas populistas explotan un malestar ignorado porque las elites, simplemente, no lo ven; no está en su realidad


A media tarde Michael Sandel reflexiona sobre la necesidad de robustecer la igualdad para combatir el desencanto democrático, me he dejado la libretita en casa y durante una hora y media las preguntas orbitan alrededor de ese interrogante fundamental: ¿qué debería hacer la izquierda para recuperar a los ciudadanos que ha perdido durante los últimos años?
El coloquio con Joan Burdeus se celebra en una librería independiente del centro de Barcelona y el motivo es la presentación de un volumen de sabio combate que transcribe las conversaciones que mantuvieron este prestigioso filósofo dedicado a las ciencias políticas y el economista Thomas Piketty. Se ha traducido al catalán y al español. Querría tomar notas, pero no tengo papel y solo puedo ir garabateando palabras en los márgenes de una fresquísima novela a la que he llegado demasiado tarde: Consumir preferentemente de Andrea Genovart. La protagonista se llama Alba, tiene veintipocos años, estudió filosofía, vive compartiendo piso y por supuesto perderá el curro en una empresa de diseño digital en el momento que debían hacerle un contrato fijo. A la vez que Alba desnuda sus mil neurosis emocionales, y espera y espera la llamada de Uri, se revela como sarcásticamente rabiosa con la sociedad a la que en el fondo ansía pertenecer, pero para la que se siente invisible. Mejor no subir con los ejecutivos en el mismo ascensor. De esa dimensión cívica de la existencia habló Sandel el jueves a media tarde.
Lo más revelador de la conversación sobre igualdad es la parte moral que Sandel introduce a la tesis de Piketty. Para el francés las democracias se están desgastando porque se ha enquistado el ensanchamiento de la desigualdad económica, pero Sandel complementa el argumento estrictamente material con otro que es de ética ilustrada 2.0: hay también desigualdad en el reconocimiento del otro y esa injusticia cívica acaba provocando el resentimiento que se manifiesta en el apoyo a fuerzas populistas que explotan un malestar tantas veces ignorado porque las elites, simplemente, no lo ven. Ni en las escuelas públicas ni el transporte público ni en los hospitales públicos. No está en su realidad. No les interpela. Lo ignoran. Lo anoto con mala letra en la primera página de la novela de Genovart, cuando la protagonista está potando el salmón ahumado triturado y de marca blanca que, después de veinte minutos de cola en el súper, había devorado permitiéndose por una vez ese lujo aspiracional. No olvida consignar el precio: 8,75 euros le había costado aquella experiencia adulta. “No sé si tiene gusto a pescado o de vacío plastificado”. Su malestar tiene que ver con el sueldo, pero no únicamente.
“Tenemos luz, agua, móvil: angustiarse es una tontería”, se dice a sí misma la protagonista de la novela con el sabor agrio en la boca. ¿Puede quejarse? Alba no es una hija de la posguerra, lo sabe, se lo han repetido sus padres y lo ha leído en mil libros, pero sí es una hija de la crisis de 2008 que ha configurado la mentalidad de su generación, como acaba de analizar Antoni Gutiérrez-Rubí en el ensayo Polarización, soledad y algoritmos. “Estos jóvenes han desarrollado unos niveles de desconfianza hacia las instituciones mayores a los de las generaciones anteriores”. En 2008 se prometió la activación de un debate ambicioso sobre el modelo de ciudadanía democrática en la globalización liberal y el coste cívico de desregulación de los mercados, como durante la pandemia pareció activarse la atención a los trabajadores tan esenciales como invisibles, pero en ambos casos, constata Sandel, la izquierda malbarató su oportunidad. Sin una política sobre el agravio y la dignidad, dice, el interrogante seguirá sin respuesta.
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