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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Mujica, la política como ejemplo

La muerte del expresidente uruguayo en un contexto de desconfianza hacia quienes ejercen el poder da un valor especial a su figura

El expresidente de Uruguay, José Mujica, en un evento en ese país en 2019.
El País

La muerte de José Mujica a los 89 años cierra una vida que fue, en sí misma, una lección de política. Política no entendida como cálculo, estrategia o mero ejercicio de poder, sino como compromiso y coherencia. En unos tiempos marcados por la desconfianza ciudadana hacia los liderazgos políticos, Mujica representó hasta el final una rara forma de autoridad: la que no se impone, sino que se gana. La que no necesita alzar la voz para ser escuchada. La que se construye sobre el ejemplo personal, y no sobre el espectáculo partidista.

Pocas figuras políticas han irradiado tanta autenticidad como el expresidente uruguayo. No fueron los discursos, aunque tenía una facilidad natural para decir mucho con muy poco. No fueron los cargos, aunque presidió su país entre 2010 y 2015. Mujica demostró que se podía dirigir un Estado sin instalarse en la ostentación, sin caer en el cinismo, sin perder la humanidad. Su vida fue un alegato contra la pompa. Vivió en su chacra, renunció al palacio presidencial, donó buena parte de su sueldo y se movió en su viejo escarabajo. No era una pose: era su forma de estar en el mundo.

Su austeridad material sería solo una anécdota si no hubiera estado acompañada de una ética política firme. Mujica no solo vivió con sencillez, también gobernó con valentía. Su presidencia dejó reformas históricas: la legalización del aborto, el matrimonio igualitario, la regulación del mercado de la marihuana. Avanzó allí donde otros dudaron o recularon. Y lo hizo sin estridencias, con una serenidad que contrastaba con la radicalidad de muchas de sus ideas. Fue el revolucionario tranquilo. La calma de quien había conocido la cárcel, la tortura y la clandestinidad, pero no cultivaba el odio. Su pasado de guerrillero no lo convirtió en un fanático, sino en alguien capaz de mirar al adversario con respeto. Mujica entendía que la democracia no se defiende destruyendo al otro, sino escuchándolo.

A lo largo de su vida, cultivó una relación poco común con las palabras. Su estilo era sencillo pero hondo. Sabía decir verdades incómodas sin prepotencia, invitar a la reflexión sin caer en la grandilocuencia. En foros internacionales, ante líderes mundiales, defendía una visión del desarrollo centrada en la vida digna, no en el consumo desmedido, una ética profundamente arraigada en su forma de ver el mundo y de actuar en él.

Mujica se va en un momento en que América Latina y el mundo vuelven a debatirse entre promesas de redención y decepciones recurrentes. Su figura trasciende a su país, Uruguay: interpela a todo el mundo. Y honra una forma de liderazgo, de hacer política sin vanidad, sin traición a los principios. Mujica no solo creyó en ello, lo practicó. Y por eso su legado es más poderoso que nunca en tiempos de amenazas trumpistas, bulos y demagogia fácil. Porque encarnó una idea que parecía extraviada en muchos lugares del mundo: que el poder puede ser una herramienta para servir y no para servirse de él.

Con la muerte de Mujica no solo se despide a un expresidente. Se despide una forma de estar en la política. Un tipo de liderazgo que no se mide solo por los votos —primera e irrenunciable herramienta de la democracia— sino por la coherencia entre el decir y el hacer. Ojalá su ejemplo no sea solo recordado, sino también imitado.

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