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Tribuna
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La vacuna contra la insensatez

Los seres humanos tenemos dos grandes herramientas intelectuales: el pensamiento crítico y la bondad, máxima creación de la inteligencia

Ilustración de Quintatinta de la tribuna 'La vacuna contra la insensatez', de José Antonio Marina, 15 de mayo de 2025.
José Antonio Marina

No estoy hablando de forma metafórica. Creo que necesitamos una vacuna que nos proteja contra la insensatez. Ahora tenemos los conocimientos necesarios para elaborarla porque se ha investigado mucho para explicar por qué nuestra inteligencia es tan vulnerable a las falsas noticias, las técnicas de persuasión, la manipulación afectiva, los sesgos cognitivos, las efervescencias políticas, los dogmatismos religiosos. ¿Qué nos pasa? Si somos tan inteligentes, ¿por qué nos cuesta tanto trabajo aprender? ¿Por qué repetimos nuestros errores una y otra vez?

La filosofía platónica culpó de ello al cuerpo, tumba del alma. La teología cristiana al pecado original. La ciencia proporciona una explicación más verosímil. La inteligencia humana no apareció de repente. Es el fruto de una larga evolución que no respondió a un diseño previo, sino a soluciones a salto de mata, parciales, que en muchos casos fueron “chapuzas evolutivas”, para salir del paso. El premio Nobel François Jacob decía que la evolución no funciona como un ingeniero que diseña un proceso, sino como un manitas (un bricoleur) que aprovecha lo que tiene a mano. La evolución del cerebro muestra una superposición de “tecnologías neuronales” diferentes. La “tecnología emocional”, límbica, es muy antigua. La “tecnología reflexiva”, prefrontal, es muy moderna. Ambas “tecnologías” no están bien acopladas. Si el diseño fuera perfecto, las personas que sienten miedo a viajar en avión lo perderían al saber que es un medio de transporte mucho más seguro que el automóvil. Pero esto no sucede. Una persona que no cree en fantasmas ni en almas en pena puede sentir miedo de estar a solas de noche en un cementerio.

Estos fallos de diseño nos vuelven vulnerables porque nos hacen caer en “errores previsibles” y universales. Los sesgos cognitivos estudiados por los psicólogos funcionan tan implacablemente como las ilusiones perceptivas. Sabemos que son falsas, pero aun así nos impresionan. Un manipulador como Donald Trump sabe que el efecto de una mentira, aunque se reconozca su falsedad, no desaparece. Se llama técnicamente sesgo de anclaje. “Calumnia, que algo queda”, decían los antiguos. Por eso el factchecking no es eficaz: no se puede recoger el agua derramada. Los diseñadores de campañas políticas manejan con pericia estos automatismos. Por ejemplo, el poder motivador de la palabra “cambio”. Todo el mundo sabe que es un truco publicitario, pero eso no impide que continúe siendo eficaz y por eso usado. Recordaré algunos ejemplos. Felipe González: “Por el cambio” (1982). Artur Mas:” Comienza el cambio” (2008). Mariano Rajoy: “Súmate al cambio”, (2011). Ciudadanos: “El cambio” (2015). Podemos: “La marcha del cambio” (2015). Pedro Sánchez: “El cambio que une” (2015). ¿No les parece esta insistencia un poco ridícula? ¿Por qué resulta eficaz una palabra que no significa nada concreto? Porque aprovecha un fallo universal de la inteligencia, su vulnerabilidad al “efecto halo”. La asociación con palabras motivadoras —aspiracionales, se dice ahora— convierte en motivadoras expresiones vacías, “significantes sin significado”, que decía Podemos, en un alarde de sinceridad, siguiendo a Ernesto Laclau.

Conocemos bien estas “chapuzas evolutivas” y sabemos cómo aprovecharnos de ellas. Son expertos en hacerlo los ilusionistas, los timadores, los captadores para sectas, los publicitarios, los predicadores, los agitadores sociales, los manipuladores afectivos, los políticos populistas. Conocen muy bien las vías de acceso a la mente de las personas. Desde el comienzo de la historia se han utilizado técnicas de persuasión, para convencer a la gente. Ahora ha aparecido una sofisticada industria de la persuasión. Vivimos en una democracia hipertecnificada, pero crédula.

Comprendemos mejor nuestra vulnerabilidad mental si la comparamos con la inmunología biológica. El organismo es vulnerable a la acción de agentes patógenos externos —virus, bacterias, hongos— y para defenderse ha creado sistemas inmunitarios, que identifican a esos agresores e intentan desactivarlos. La situación en el nivel mental es análoga. Nos rodean muchos agentes que quieren dirigir lo que creemos, pensamos, compramos, votamos, consentimos. Les interesa que nuestro sistema inmunitario mental esté deprimido, que seamos vulnerables a los eslóganes, consignas, memes, anuncios, patógenos que pueden alterar nuestro modo de pensar. He inventariado tres tipos de patógenos mentales: falsas noticias, virus mentales e ideologías.

Este enfoque nos permite analizar bien el problema, estudiar las grietas en nuestro sistema defensivo, identificar los virus, y poner en funcionamiento vacunas que nos protejan, por ejemplo, contra los manipuladores. Tradicionalmente la filosofía ha sido una “fábrica de anticuerpos”, pero en la actualidad yace debilitada por el activo virus posmoderno, que niega la posibilidad de justificar verdades y valores universales. Piensa que es el poder quien decide lo que es verdadero y lo que es falso. Al admitirlo, se ha puesto a los pies del poderoso. ¡Que más quiere un tirano que tener a su lado un filósofo que le diga que no hay realidad, sino relatos sobre la realidad, y que lo importante es hacerse con el relato! Es exactamente lo que dijo Kellyanne Conway, consejera presidencial de Trump, para justificar una mentira: “Son hechos alternativos”. El asunto no es nuevo. En 2004, Karl Rove, asesor del presidente George W. Bush, se blindó contra cualquier crítica diciendo “¡Ahora somos un imperio y cuando actuamos creamos nuestra propia realidad!” Foucault hubiera estado de acuerdo. No me extraña que Daniel Dennett —el filósofo estadounidense más actual— haya escrito: “Lo que hizo la posmodernidad fue verdaderamente malvado. Es responsable de que practicar el cinismo sobre la verdad y los hechos fuese algo respetable”.

Afortunadamente, la inmunología mental nos proporciona soluciones. Nos permite identificar los virus mentales y poner a punto las vacunas contra ellos. Además, ofrece dos supervacunas, que actúan como máxima estructura de protección. Una es el pensamiento crítico. La capacidad de reconocer errores y corregirlos. Otra es el comportamiento ético. La eficacia del pensamiento crítico es fácil de comprender, pero considerar la acción ética como una supervacuna merece una explicación. Lo diré estrepitosamente: la máxima creación de la inteligencia es la bondad, que es nuestro máximo nivel solucionador. Esta afirmación suena disparatada porque hemos convertido la bondad en una meliflua resignación sentimentaloide. ¡Qué miopía! La bondad es la genial constructora de la felicidad pública, la enérgica creatividad que produce la justicia. La teleología de la inteligencia nos lleva en la línea teórica a la ciencia y en la práctica a la ética. Y la práctica está por encima de la teoría. Por ello el test definitivo de inteligencia debería ser el test que midiera la bondad. La bondad es la vacuna definitiva. Ya está dicho y veo a mis colegas psicólogos y filósofos echarse las manos a la cabeza. No tienen razón. Defenderé mi tesis con un argumento muy esquemático. El lector puede contestar afirmativa o negativamente a cada paso: “La función de la inteligencia es resolver problemas” (¿Sí o no?). “Los problemas pueden ser teóricos o prácticos. Los teóricos se resuelven cuando se conoce la solución, mientras que los prácticos se resuelven al ponerla en práctica, que suele ser lo más difícil”. (¿Sí o no?). “Los problemas prácticos más transcendentales afectan a la felicidad y a la dignidad de la convivencia y llamamos ética al conjunto de las mejores soluciones”. (¿Si o no?). “A la puesta en práctica de las soluciones éticas es a lo que llamamos bondad”. Si ha aceptado todos los pasos, tiene que concluir que la bondad es la gran manifestación de la inteligencia. Si ha negado alguno, hágamelo saber. Estaré encantado de rebatir su rechazo.

Si realmente quisiéramos resolver los problemas, si realmente deseásemos ser felices —cosa que dudo— comenzaríamos una campaña masiva de vacunación intelectual a todos los niveles, antes de que nuestro sistema inmunitario mental entre en cero energético.

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