Desescalada entre China y EE UU
La tregua comercial temporal evita la perspectiva de un daño profundo en la economía, pero no desactiva la incertidumbre


La tregua comercial de 90 días acordada entre Washington y Pekín en la guerra comercial desencadenada unilateralmente por el presidente de EE UU, Donald Trump, es una buena noticia en sí misma por cuanto viene a dar un atisbo de estabilidad, aunque sea temporal, a la economía mundial. Sin embargo, esto no debe ocultar el profundo daño que está causando el comportamiento temerario del actual ocupante de la Casa Blanca. No se trata solo del desprecio al complicado sistema de equilibrios e intereses que sostiene las relaciones internacionales, sino también del perjuicio a ciudadanos y empresas de todo el mundo que, a consecuencia de la incertidumbre económica desatada por la insensatez de Trump, no saben a qué atenerse en el futuro inmediato en materia de precios, balances y empleo.
Según la declaración de los equipos negociadores reunidos en Ginebra el lunes, EE UU reducirá los aranceles sobre los productos chinos del 145% al 30%, mientras que China lo hará sobre las importaciones de productos estadounidenses del 125% al 10%. Se trata de una moratoria parcial parecida a la anunciada el pasado 9 de abril para el resto de los países, a los que una semana antes había impuesto un arancel universal del 10%, que era aún mayor para sus principales socios. El acuerdo no resuelve el enfrentamiento, pero al menos devuelve la escalada arancelaria a la senda de la negociación durante tres meses.
Es decir, después de poco más de un mes de convulsión, prácticamente se ha vuelto a la casilla de salida. Pero por el camino, la irresponsabilidad de Trump ha dejado ya víctimas colaterales. El que la contracción de una décima del PIB de Estados Unidos se haya debido a la subida arancelaria, según la Reserva Federal, o que el dólar estadounidense sufriera la mayor caída respecto al euro de los últimos años no son datos que puedan quedar en meros apuntes económicos. Fuera de EE UU, la amenaza de subida de la inflación mundial o los cientos de miles de puestos de trabajo puestos en riesgo, según institutos internacionales, constituyen también una factura que debería serle pasada al mandatario estadounidense.
Trump actúa en materia comercial como un bombero pirómano. Primero genera el caos, el desconcierto y la preocupación con estrambóticas medidas anunciadas de forma teatral para, a continuación, desdecirse, anunciar un acuerdo que en realidad es una retirada y presentarse como un experimentado y audaz negociador. En este caso, Trump recula ante un adversario que no se amedranta ante sus amenazas, sino que juega a su mismo juego. Pekín ha respondido a Washington con una escalada instantánea de subidas arancelarias en una estrategia de doble o nada que ha creado el desconcierto y el temor a un verdadero disparo en el pie económico entre el coro triunfalista que rodea al presidente de EE UU en la Casa Blanca.
Como no es realista aguardar a que Trump abandone esta forma de negociar, solo cabe esperar que se minimicen los daños y que, en la medida de lo posible, las aguas del comercio internacional vuelvan a cauces razonables. Querer renegociar y reequilibrar relaciones comerciales es un objetivo legítimo de cualquier Gobierno, hacerlo desde el insulto y el matonismo es una invitación a conflictos que pueden llevarse por delante mucho más que la credibilidad de Trump entre sus fieles. El cese temporal de hostilidades comerciales entre EE UU y China, celebrado por las Bolsas, es un alivio para el mundo. Hasta la próxima gran iniciativa.
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