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Columna
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‘Ladrones de bicicletas’ inmigrantes

La película francesa ‘La historia de Souleymane’ se adscribe a la incómoda humanización de los inmigrantes, sin entrar en la clave de raíz del problema

Abou Sangare, en una escena de ‘La historia de Souleymane’ (2024)
David Trueba

Ha llegado a las salas una película francesa que cuenta las jornadas extenuantes de Souleymane, un inmigrante de Guinea Conakry en París. Ha subalquilado el puesto de repartidor a un conocido camerunés que a su vez lo explota, y así logra rascar algunos euros mientras prepara las mentiras que soltar en su entrevista con los funcionarios que gestionan los permisos de asilo. El mundo occidental ha construido barreras físicas, pero también barreras de falsedades, imposturas y contradicciones para sostener a los inmigrantes en una especie de limbo que permite explotarlos al tiempo que rechazarlos. Ese conveniente mercado de carne no es nunca rebatido públicamente, pero sí es una fuente inagotable de votos gracias al malestar social por recibir tal cantidad de personas que consideramos distintas. El rechazo aumenta según las razas y sobre todo la religión que profesa el recién llegado. Así podemos escuchar a partidos ultranacionalistas decir abiertamente que prefieren la emigración cristiana latina a la musulmana de África, pero que no dicen una palabra en contra de que su estadio de fútbol pase a llamarse Riyadh ni contra la invasión de compradores turbios de pisos de lujo ni las inversiones locales de fondos soberanos de petrodictaduras islámicas. Todo esto demuestra que la mayor exclusión que se practica es la de los pobres, pues los ricos encuentran la cortina del dinero para difuminar sus orígenes.

La película francesa sobre Souleymane, sin entrar en la clave de raíz del problema, se adscribe a la incómoda humanización de los emigrantes. Incómoda porque en el momento en que les pones cara e historia personal deja de ser tan razonable detestarlos y humillarlos. Cinematográficamente podría ser una película bisnieta de aquel clásico italiano, Ladrón de bicicletas, en la que la mano melodiosa de Vittorio de Sica tras la cámara ha sido rebajada por la sublimación del ritmo. Más percusiones y menos violines. El personaje secundario del hijo ha sido sustituido por el teléfono móvil, lo que es toda una metáfora del mundo moderno. Perdido el refugio del amor familiar, lo que queda es el desamparo absoluto de las sopas calientes en vaso de cartón que ofrecen las asistencias sociales y los dormitorios compartidos por extraños en albergues de acogida.

Desde el Gobierno de Estados Unidos se ha tratado de imponer a la ciudadanía el dictado ultranacionalista que tan buenos resultados ha cosechado en Europa y el Reino Unido y que consiste en identificar al inmigrante con el delincuente. Si las deportaciones a cárceles externas no fueran suficiente congoja, en uno de sus radiados ataques militares en Yemen confundieron el objetivo. Las bombas estadounidenses golpearon un refugio de emigrantes y mataron a casi un centenar de personas mayoritariamente africanas que habían superado una travesía demoledora durante meses y aguardaban la oportunidad de cruzar hacia países con demanda de mano de obra barata. Este incidente militar fue tratado con pinzas y añade crueldad al sadismo ya intrínseco en el mercadeo de emigrantes. Sin nombres ni caras ni historias personales conocidas, sus muertes se adscriben al balance de víctimas que nos resultan indiferentes. Esta delegación de la crueldad nos mantiene conformes hasta que llegue el momento en que nuestra generación tenga que enfrentarse al escrutinio de las generaciones futuras y nos echen en cara que no sabíamos reconocer un derecho humano ni aunque nos lo cruzáramos por la calle.

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