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TRIBUNA
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Francisco y la ‘auctoritas’ global

El fallecido Papa dio la batalla de restaurar una fuerza espiritual enfrentada al poder inhumano de los nuevos autoritarismos populistas

francisco y la auctoritas global. José María Lassalle
José María Lassalle

Roma vuelve a ser la capital de Occidente y la sede de una nueva auctoritas global. Se lo debemos al papa Francisco, que restauró este concepto heredado de Roma al convertir al papado en el poder espiritual más influyente del mundo. Decía Hannah Arendt cuando hablaba de su traducción política en el ensayo que dedicó a la autoridad que uno de los problemas del siglo XX era que había desaparecido del mundo moderno. El desarrollo de este había puesto en crisis la autoridad al impulsar una despolitización de la sabiduría reconocida socialmente a través de ella. Con ello se erradicó la legitimidad espiritual que, desde la fundación de Roma, abrazó lo político para exigir que fuese virtuoso y ejemplar. Un hecho que explicaba, según Arendt, el triunfo de los automatismos totalitarios al hacer que el poder fuese obedecido per se al tener detrás el peso de la fuerza material de una soberanía irresistible, en manos de uno o del mayor número.

Cuando Arendt dio forma a estas reflexiones, el mundo vivía atrapado por la apoteosis de la modernidad bélica que fue la Guerra Fría. Entonces, el conflicto ideológico era solo de poder, pues la autoridad no importaba. La derecha y la izquierda libraban una lucha alrededor de conceptos codificados desde la Revolución francesa. Norberto Bobbio lo resumiría años después al reflexionar sobre la polémica entre la libertad y la igualdad que, según él, las democracias liberales habían neutralizado con su complementariedad. Como teórico moderno, el filósofo italiano no introdujo en el debate democrático el balance relacional que Roma fraguó dos milenios atrás al equilibrar auctoritas y potestas. Un justo medio de legitimidad que atribuyó a la primera el contrapeso virtuoso de una sabiduría que controlaba el peso de la fuerza desnuda de la segunda. Al menos si quería esta, además de obedecida, ser respetada por el pueblo.

Juan Pablo II nunca pensó en la autoridad al movilizar a la iglesia como parte beligerante de la Guerra Fría. Su pontificado fue el producto político de una personalidad moderna forjada en las trincheras del telón de acero. La vivencia de persecución y represión que experimentó en su piel a manos del comunismo hizo que transformara el catolicismo en una fuerza de combate. Al hacerlo, contribuyó a derribar el muro de Berlín, pero ayudó también a que venciera el capitalismo neoliberal. Ganó la Guerra Fría y perdió en el camino los restos de autoridad espiritual que le quedaban a la iglesia después del Concilio Vaticano II. Entre otras cosas, porque otorgó al papado un poder de masas que, asentado con firmeza sobre la europeidad de su victoria, no dudó en incrementar globalmente con sus viajes de evangelización por América Latina, Asia y, sobre todo, el África subsahariana.

Benedicto XVI vio los problemas que acarreaba la orientación estratégica que dio a la iglesia su predecesor. Discípulo de Hans Urs von Balthasar y de Karl Barth, fue un teólogo brillante que carecía de la energía para impulsar lo que su inteligencia advirtió. Vislumbró, como André Malraux, que, a diferencia del siglo anterior, el XXI sería espiritual, o no sería. Un dilema moral que interpelaba al catolicismo. Le exigía algo más que el poder de sumar fieles. Demandaba autoridad cuando el mundo moderno que la había destruido entraba en crisis. Benedicto comprendió que la victoria del catolicismo sobre el comunismo fue de la mano de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Occidente venció, pero no convenció. El egoísmo individual y materialista que propagaba el neoliberalismo era un nihilismo tan poderoso como el comunismo. Su empeño teológico por enderezar las cosas del espíritu lo convirtió en un Sísifo de la fe debido a una iglesia incapaz de ganarse el respeto de casi nadie fuera de sus fieles.

La renuncia de Benedicto XVI constató la impotencia de restaurar la autoridad papal en un mundo que, tras el 11-S y la crisis financiera de 2008, reclamaba respuestas distintas a los nuevos problemas de la humanidad. Ya no se podía apelar a las ideas de la modernidad porque las crisis del siglo XXI eran consecuencia de aquella. Por un lado, porque nacían materialmente del triunfo extractivo de un activismo capitalista que arrasaba el planeta. Y, por otro, porque eran el desenlace moral de la hegemonía de un individualismo hedonista fundado en una Ilustración descentrada de sus ejes más humanistas. Benedicto XVI lo denunció, pero asumió que tenía que dar paso a otro papa que enfrentara el reto de dotar a la iglesia de una auctoritas para el siglo XXI. Eso explica que dos papas convivieran durante una década. Un hecho excepcional que hizo que Francisco llegase a Roma arropado por el convencimiento teológico de que la humanidad necesitaba respuestas para los problemas de nuestro tiempo.

Para conseguirlo, la iglesia tuvo que restaurar su plena espiritualidad. Francisco lo intentó durante su pontificado desprendiéndose de la impronta militante de Juan Pablo II que aún perduraba. Redujo el peso de la tradición vaticanista de la Curia y limitó el papel de las congregaciones ultraortodoxas que habían resignificado ideológicamente el milenarismo de las Cruzadas. También afrontó la tentación de perpetuar al Vaticano como banquero de Dios a la sombra del nuevo orden mundial, así como la causa más grave del descrédito del catolicismo: la cobardía moral de mirar a otro lado tras constatar los abusos sexuales vividos en su seno. Protagonizó una agenda de cambios estructurales con los que quiso revisar la imagen de la iglesia. La hizo más crítica, marginal, sinodal y femenina. Y recubrió de espiritualidad el poder material que adquirió tras la Guerra Fría, especialmente después de que el choque de civilizaciones que trajo el 11-S hiciera que la fuerza numérica de las creencias tuviera relevancia geopolítica. Recordemos que el catolicismo es la mayor de ellas al tener 1.400 millones de fieles, tantos como el islam y más del doble de los que suma el resto de la cristiandad. Casi la mitad, por cierto, habla español, y África es donde más crece. Hasta tres veces por encima de la media de bautizados.

La apuesta de Francisco por la ejemplaridad simbólica de la iglesia ha dado el fruto de una nueva autoridad global. El Papa la vinculó a la sencillez de un magisterio que evitó el dogma para abrirse a la escucha, la duda y el perdón. Dejó atrás las ideologías del siglo XX y dio la batalla de restaurar la fuerza espiritual de una autoridad enfrentada al poder inhumano de los nuevos autoritarismos, empezando por el que promueve la domesticación técnica de la psique humana. Su crítica a la crueldad que irradian los populismos fue constante. Le llevó a desautorizar la polarización invocando la centralidad moral de la persona frente al protagonismo libertario del individuo. Gracias a la serenidad profunda de sus reflexiones sobre la inteligencia artificial, el compromiso climático o la apertura a los márgenes del mundo y a la dignidad que encierra tanto la fragilidad como la diversidad constitutivas del ser humano, Francisco logró que la iglesia sea escuchada y respetada. También cuando habla en nombre de la humanidad. En fin, ha activado un poderoso capital simbólico de autoridad que puede dar sentido a un mundo necesitado de sabiduría. Especialmente ahora, cuando la condición humana debe preservarse ante la inteligencia artificial o la emergencia climática. Esperemos que su sucesor conserve el legado de Francisco, lo amplifique y mejore. Si lo hiciera estoy seguro de que tendría la ayuda de un nuevo partido güelfo dispuesto a afrontar bajo su influencia los retos globales del siglo XXI. Entre otros, frenar la desmesura del nuevo poder gibelino que habita en la Casa Blanca.

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