Si la luz no vuelve, siempre nos quedará Logroño
Gasto la poca batería que me queda en redactar este texto. Recuerdo que estoy escribiendo una novela que trata, precisamente, de un apagón

Mediodía.
Estoy enjabonado en la ducha y me quedo a oscuras. Pienso que me he quedado ciego. Se ha ido la luz e internet. Recuerdo la serie de Sorogoyen sobre un apagón catastrófico y me pongo alerta. Me visto y me echo a la calle con el efectivo que tenía guardado para el psicólogo. Frente a mi portal, un letrero de una obra de teatro: Vendrán los alienígenas y tendrán tus ojos. Miro al cielo y siento un escalofrío. Entro en una tienda. Una ventera asiática me sonríe por comprarle tantas cosas, todas ellas de primera necesidad: cuatro garrafas de agua, botes de legumbres, 40 latas de atún y Risketos. Calcula con su calculadora de pilas, se le iluminan los ojos y me regala chuches. La ventera no me juzga; me cae bien.
Veo a lo lejos a dos jóvenes blanquísimas tomar el sol en el parque de Atenas sin enterarse de que, a su alrededor, empieza a cundir el pánico. Sirenas de ambulancias, bomberos, policía… ¡Hasta helicópteros! Recuerdo el viaje efímero de Rajoy en helicóptero. Pobrecico. ¡¿Pero qué está pasando?! Recuerdo la tienda de radios de la calle Mayor. Acudo a ella en bus. Una pareja con calcetines y chanclas pregunta sonriente dónde está el Palacio Real. No se coscan de nada. Llego a la tienda. Hora y media de cola para comprar el transistor. El vendedor nunca se ha visto en otra; mañana se podrá jubilar. Enciendo la radio y suena Ciega, sordomuda; tiene guasa.
Recuerdo el aviso del Gobierno francés de hace dos meses sobre la necesidad de prepararnos ante un posible apagón. Pienso en los frikis que llevan años construyéndose un búnker. Se estarán riendo del resto de mortales mientras ven en VHS la primera temporada de Perdidos y comen pollo caliente.
Paseo por Sol. La gente sonríe y se saluda por la calle. Desconocidos se agolpan alrededor de coches aparcados con las puertas abiertas y las radios encendidas. Dos horas sin redes y ya empezamos a mostrarnos humanos. Me emociono. Veo un súper que regala panes y helados. Consigo a codazos un par de frigo pies y entro en él. Un caballero me presta dinero para pilas. Me peleo con una señora que se lleva 16 pilas triple A; la acuso de ser nada compatriota, ¡de no tener sentimientos! Vuelvo a casa y reúno cinco euros rebuscando en los cajones. Vuelvo de compras. Una frutera se inventa el precio de mi compra porque la balanza ha dejado de funcionar. Siete euros el kilo de naranjas. Tiene mucha imaginación la señora. Podría dedicarse a escribir realismo mágico.
Me paso a saludar a mi farmacéutica, sentada en la puerta de su negocio; la persiana es eléctrica y no puede cerrar. Le pido Sumial a fiar, vaya que esto dure mucho. Semáforos apagados. Cruzo por donde quiero. Una ciudad sin ley. Veo a varios hombres forzar la puerta de un garaje. La logran abrir entre aplausos. Una familia de rasgos eslavos sube la Cuesta de la Vega con varias maletas; estos no vuelven hoy a Rusia. Oigo que en el centro de la Plaza Mayor hay cobertura. Me acerco. ¡Es cierto! Llamo a mi jefa de prensa: “¡Elena! ¿te vas al pueblo? ¡Llevadme con vosotros a Chinchón, por favor!" Me dice que me calme y me acueste. Llamo a mi padre: “¡Papá! No te preocupes, estoy bien. Tengo pilas, comida y una radio". Mi padre, que no se ha enterado de nada, me pregunta si tengo fiebre. Le cuelgo. Tengo asma por los nervios y el polen.
Recuerdo a mi ex francés diciendo que en Madrid había mucho pollen. Sonrío. Me encuentro con mi vecina, que es trabajadora sexual, y me pregunta si quiero un masaje, que estoy hiperventilado y me vendría bien, que me lo da gratis. No está nada preocupada. Dice que en su país los apagones son frecuentes. Rechazo la oferta. ¿Cómo puede pensar en el masaje cuando se está acabando el mundo? Me doy un paseo por Madrid Río. La gente sonríe, pero no es divertido: hay personas atrapadas en los ascensores, en el metro, en los trenes… Respiradores que han dejado de funcionar, hospitales cuyas reservas eléctricas tienen el tiempo contado, citas médicas y operaciones pospuestas, comida echada a perder… ¡Cuántos ataques de ansiedad!
Sánchez dice en la radio que la luz volverá “pronto”. La gente camina con botellas de agua y papel higiénico. Beber y cagar, así de simples somos. Escucho a un hombre gritar que la culpa es de los chinos y de la vacuna de la covid. Otros muchos blasfeman contra Putin. Un adolescente afirma haber leído en TikTok que el apagón es mundial. Consigo hablar con mi novio. “¡No quiero morir solo, gato!“. Me propone que lo espere en mi casa. Me siento en el sofá y me digo: ”David, no te muevas ni te atragantes con nada ni te resbales ni rompas un hueso. Estate quietecico". Tengo hambre, pero debería fraccionar la comida. Me tomo un poloflash de coca-cola mirando a la pared. Solo se escuchan sirenas y a mí sorbiendo el helado. Me siento el ser analógico más ridículo del mundo.
Echo de menos tener 12 años, llevar un colgante de las Spice Girls y ser feliz sin una pantalla negra como apéndice de mi cuerpo. Gasto la poca batería que me queda en redactar este texto. Recuerdo que estoy escribiendo una novela que trata, precisamente, de un apagón. Llega mi chico. Se asusta al ver mi casa llena de cirios rojos. Dice que mi salón parece la buhardilla de Pru, Paiper y Fibi, las tres de Embrujadas. No puedo usar Google para ver cómo se escriben sus nombres. Le transmito a mi enamorado que en los apagones siempre surgen babybooms. Hacemos el amor, por si acaso ayudáramos al índice de natalidad. Le propongo salir de noche con el acordeón al Madrid viejo. Velas y música, ¡hay que animar al pueblo! Ponemos la radio de nuevo. Al parecer, ha vuelto la luz en Logroño. Le pregunto a mi novio si cree que vamos a sobrevivir.
—David, no te preocupes que, si la luz no vuelve, siempre nos quedará Logroño.
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