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El debate | ¿Pueden servir los libros malos para llegar a los buenos?

La literatura de consumo que fomenta la industria del libro busca la rentabilidad económica, pero la cuestión es si sirve de trampolín para otro tipo de lecturas

Librería La Casa del Libro, en Gran Vía, Madrid.

En el Día del Libro, el ciudadano curioso se va a encontrar con decenas de recomendaciones de libros y el consejo general de leer a menudo. Pero, ¿leer por leer? ¿Da igual lo que se lea? ¿Lo importante es el hábito, más que el contenido? Puede ser que la literatura llamada de consumo o ‘best seller’ que impulsa la industria del libro pueda llegar a convertirse en una pasarela para que el lector acceda a otro tipo de creación literaria. Pero también puede ser que el libro de consumo fácil sea un fin en sí mismo y que no provoque a sus lectores ganas de aventurarse en otros estilos.

Para el escritor Alberto Manguel no todos los lectores son iguales y esa evolución no tiene por qué darse, mientras la escritora y periodista Laura Fernández sostiene, basándose entre otras en su experiencia personal, que la lectura es un proceso que, si es habitual, lleva a la exploración de otras formas de literatura.


No todas las lecturas son iguales

Alberto Manguel

No todas las lecturas son iguales; tampoco los lectores. Es claro que toda jerarquía depende de la medida que usamos para establecerla, y si esa medida es el grado de riqueza intelectual y emocional que una lectura puede brindarnos, hay sin duda textos más generosos y más duraderos que otros, libros que nos sorprenden de manera distinta cada vez que volvemos a ellos. A estos textos inagotables solemos llamarlos clásicos, clásicos para un solo lector a veces. Como dijo famosamente Italo Calvino, “un clásico es un libro que nunca acaba de decir lo que tiene que decir”.

Son siete (como los pecados) los significados que el “autoritario” Diccionario de la Lengua Española atribuye al verbo leer, comenzando por el más sencillo: pasar la vista por lo escrito. Luego, en orden de complejidad creciente: comprender el sentido, analizar, exponer, adivinar y descifrar. Nótese que los dos últimos no son sinónimos: adivinar es dejarse guiar por la intuición de un significado, descifrar es usar las pautas que un texto nos brinda para intentar entenderlo. No por nada el erudito Julian Huxley, amigo de Darwin, comparó el método del científico de seguir claves para llegar a una solución teórica con las del detective. El buen lector es un detective con aires de científico.

Toda sociedad de lo escrito exige que sus ciudadanos sepan leer. No todos los consiguen (en España, medio millón de personas no saben leer) pero aun los analfabetos admiten que las reglas e instrucciones que la sociedad les confiere pasan por la palabra escrita: los nombres de las calles, los anuncios publicitarios, los eslóganes políticos, las advertencias y recomendaciones como “SALIDA” o “PROHIBIDO GIRAR A LA DERECHA.” Los dos primeros sentidos del verbo leer se aplican a estos requerimientos. Pero para acceder a las otras funciones, para poder analizar y hacer suyo el sentido de un texto, para poder internarse en la narración y traducir lo narrado en experiencia propia, hace falta una habilidad más rigurosa y sutil.

No todos los textos se prestan a este ejercicio. Sin duda algún surrealista se dedicó a estudiar con atención creativa la guía telefónica (cuando estos útiles volúmenes aún existían) pero la mayor parte de los lectores pide que un texto le ofrezca terrenos de exploración más fértiles. Muchos optarán por cartografías cómodas y sencillas, sin obstáculos por más interesantes que estos sean. Un texto de Paulo Coelho o Dan Brown propone un recorrido con mínimo esfuerzo, donde todo está explicado bien que mal, sin pedir al lector nada más que una inclinación de la cabeza y la aceptación de lugares comunes como si fueran sabios aforismos. Esas lecturas bidimensionales no forman lectores: al contrario, les hacen creer que son tan solo buenos para eso y que textos más complejos, están fuera del alcance de sus capacidades mentales. Jamás les enseñan el valor de un texto que deja secretos resquicios en su tejido para que un lector pueda explorarlos íntimamente, y cuyo recorrido acabará (tal vez) por ofrecerle nuevas preguntas y antiguos dilemas replanteados de manera diferente. Un texto así de rico no es nunca fácil. Y es en la exploración de esa dificultad deliberada y compleja que reside lo que llamamos el placer de la lectura.

Cada tecnología trae consigo nuevos valores, beneficios y riesgos. La electrónica propone los atractivos de lo simple y rápido, y sirve admirablemente para encontrar una fecha o un nombre, o para recuperar una información olvidada. Sin embargo, la lectura como instrumento de análisis, interpretación y, por qué no, descubrimiento y vaticinio, se nutre de lo contrario, de la dificultad y de la lentitud, creando así un espacio en el que un lector exigente, como lo fue por ejemplo Fray Luis de León, pueda poner “el atento oído/ al son dulce, acordado,/ del plectro sabiamente meneado.”

Los comerciantes del libro, ansiosos por crear mercados para sus productos, inundan las librerías físicas y virtuales del equivalente literario del fast food, textos de consumo inmediato que producen un placer pasajero, destinados al olvido. Por supuesto, cada lector tiene su biblioteca ideal que se justifica por el goce emotivo e intelectual que esos libros le han causado. Pero todos esos libros, examinados con detención, tienen algo en común: no denigran, no menoscaban la inteligencia sus lectores. Al contrario, le proponen tareas argonáuticas, prometiéndoles que detrás del horizonte habrá quizás una revelación, pero que, como dijo ese gran lector y viajero, Robert Louis Stevenson, “viajar con esperanza es mejor que llegar.”


Lo importante no es el libro, es el lector

Laura Fernández

El otro día hice un descubrimiento asombroso. ¿Conocen a Thomas Pynchon? Es ese escritor que no existe. Es decir, existe, escribe libros que son pequeñas revoluciones, terremotos digresivos, selvas hechas de frases interminables repletas de tesoros como claros en el bosque. Pero nadie sabe nada de él. Jamás ha concedido una entrevista, ni siquiera hemos visto una fotografía suya. En realidad, hemos visto una. De cuando era muy joven. Lleva un gorro de marinero. Pero eso no es lo que importa. Lo que importa es el descubrimiento. Un descubrimiento que tiene que ver con eso que nos ocupa, la literatura de consumo. El inicio de Contraluz, su última novela, es un homenaje al inicio de La isla misteriosa, de Jules Verne. Hasta en la forma. Un diálogo, un globo aerostático, cinco tripulantes. En uno, el de Pynchon, el globo asciende, en otro, el de Verne, desciende.

¿Que qué trato de decirles con esto? Que todo escritor que puedan imaginarse, incluido el más vanguardista —tan vanguardista que ni siquiera existe como autor, sólo como obra—, aquel que explora los límites de la idea misma de la literatura, proviene de una literatura de consumo. No necesariamente popular, pero sí accesible. ¿O no empieza el matemático sumando pequeñas cifras, y el físico descubriendo dónde se cruzarán dos trenes que, recuerden todos aquellos problemas, salieron de lugares opuestos a una velocidad concreta, y distinta? Para dar cualquier otro paso, debe existir un primer paso. ¿Que hay quien no da ningún otro? Por supuesto, pero ¿saben? Debe darse ese primero para poder dar algún otro. Entonces, ¿es la literatura de consumo, el best seller, aquello que pretende sobre todo entretener, un compartimento estanco?

Háganme un favor, y cambien aquello que contemplan. Olviden el libro, y piensen en el lector. Porque no es responsabilidad del libro que el lector lea. Es decir, yo empecé leyendo literatura de consumo. Leí muchísima. ¿Saben por qué? Porque no había librería en mi ciudad. Tampoco biblioteca. Sólo había un supermercado con libros. Leí muchísimo, y leí de todo. ¿Y qué creen que ocurrió cuando me topé con mi primer libro literario, el primer experimento? Sentí que aquello era un libro pero a la vez no lo era. Era algo superior. Era algo distinto. Pero tenía el mismo aspecto que el resto. ¿Cómo era posible? Esa fascinación, y mi deseo de aventura, de dejarme fascinar, de dejarme penetrar por todo aquello que el escritor —entonces, por fin, visible para mí—, había decidido extraer del mundo, había decidido destilar para mí, empezó a moldearme, y me volví adicta.

Pero, se dirán, ¿qué debe ocurrir para que eso pase? Bien, puede ocurrir lo que ocurrió en mi caso, y en el de Thomas Pynchon, o cualquier escritor que puedan imaginarse —créanme, he entrevistado a miles, y todos empezaron leyendo lo que se tienen por literatura de consumo—, y no sólo escritores, también lectores en busca de ¿qué? ¿Respuestas a eso en lo que consiste ser humano? Exacto. Para que ocurra, el lector debe tomar la iniciativa. Debe querer más. Pero ¿saben? Cuando la iniciativa no proviene del lector, puede hacerlo de la sociedad. ¿De veras? Oh, sí. Les contaré una pequeña historia que demostrará que todos esos lectores que podrían quedarse en ese compartimento estanco, llegan a menudo más lejos sin saber que lo están haciendo. Y cuando lo hacen, notan algo distinto, un peso nuevo, y les asusta, porque ¿no tenían ellos el control?

La razón por la que se lee literatura de consumo, o best seller, no tiene tanto que ver con el libro en cuestión como con la popularidad del libro en cuestión. Cuando La señora Potter no es exactamente Santa Claus se volvió un libro popular —se han vendido alrededor de 20.000 ejemplares, lo cual es demasiado tratándose, como se trata, de un libro complejo, digresivo, multitudinario en ideas y personajes—, se acercaron a mí lectores que protestaron por la forma en que estaba escrito. No era un libro normal, decían. ¿Por qué no lo había escrito normal? Lo habían disfrutado, pero no lo habían disfrutado tanto como podrían haberlo hecho —si ellos hubieran tenido el control—, y sin embargo, lo leyeron. Hasta el final. Así que no es el libro, es el lector. Tiene miedo, porque se ha construido un compartimento estanco del que sólo sale cuando los demás lo hacen.


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