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Tribuna
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¿Puede aún Estados Unidos evitar la quema de libros?

Contra la ofensiva de Trump, el país ha contado hasta ahora con instituciones sólidas y dos siglos de cultura constitucional, pero ni eso podría ser suficiente

Manifestación de profesores de la Universidad de Columbia (Nueva York, EE UU) contra las cesiones a Trump de la dirección de la entidad
Josep Maria Vallès

Es la pregunta provocativa de un amigo ante lo que ocurre en Estados Unidos. ¿Puede repetirse lo sucedido el 10 de mayo de 1933 frente al edificio de la Universidad berlinesa? No creo que los libros llamen mucho la atención de Donald Trump y de sus colaboradores. Pero no es descartable que intenten una quema virtual mediante el control de las redes sociales, la coacción sobre los medios independientes y la asfixia económica de la investigación. Por ejemplo, en las amenazas a la autonomía de Harvard y de otras universidades.

Quizá subestimamos el riesgo que la reelección de Trump podría representar para la democracia estadounidense, aunque su negativa a reconocer el resultado electoral de 2020 y su apoyo a los asaltantes del Capitolio eran señales de mal agüero. En menos de tres meses desde su segunda toma de posesión, hemos asistido a una serie de intervenciones inquietantes. En política internacional, ciertamente. Pero también en política interior. Lo son la selección de los miembros del Gobierno, su acometida contra agencias y personal de la Administración federal, la depuración de la cúpula del Departamento de Justicia, los nombramientos sectarios para dirigir la poderosa policía federal —el sacrosanto FBI—, los indultos a los asaltantes del Capitolio, la sustitución de altos mandos militares, el recorte financiero a la investigación médica y universitaria, las represalias contra bufetes de abogados que defiendan a quienes Trump considera hostiles a su persona y a sus proyectos, los ataques a los medios de comunicación y a sus profesionales o el desdén hacia las resoluciones judiciales sobre deportaciones. Adoptadas al margen del Congreso, tales decisiones perfilan la pauta de un “autogolpe” que recurre a instrumentos institucionales para desvirtuarlos y ponerlos al servicio del poder personal. Su alusión a un eventual tercer mandato presidencial agrava el cuadro.

Solo tres meses bastaron a Adolf Hitler —al frente de un gobierno de coalición— para destruir el sistema democrático de la República de Weimar. Las condiciones de Estados Unidos en 2025 no son las alemanas de 1933. Los principios de la Constitución de Weimar —considerada como la más avanzada del momento— no penetraron en el núcleo del Estado alemán: ni en su alta administración, ni en la judicatura, ni en el ejército, ni en la policía. El movimiento hitleriano creció porque contó con la tolerancia e incluso la connivencia de un “Estado profundo” que suspiraba por restaurar la monarquía autoritaria. Por su parte, la cultura política alemana carecía de tradición liberal y democrática bien asentada. Una profunda crisis económica, la intimidación agresiva del movimiento nazi sobre la ciudadanía y la habilidad retórica de Hitler para explotar el resentimiento generado por la derrota de 1918 facilitaron la construcción del régimen totalitario.

En cambio, Estados Unidos ha contado hasta ahora con una arquitectura institucional cimentada en una cultura constitucional con más de dos siglos de existencia. Componente básico del modelo ha sido un sistema judicial muy celoso de su independencia y muy impuesto de su papel constitucional, aunque en los últimos tiempos haya padecido una bien organizada ofensiva para decantarlo hacia posiciones conservadoras. En todo caso, corresponderá ahora a los jueces validar o anular decisiones controvertidas del Ejecutivo presidencial. Puede que las resoluciones judiciales se conviertan en barrera infranqueable para que la presidencia de Trump no dañe seriamente a la democracia estadounidense. Así lo esperan quienes piensan que las instituciones —y, en buena medida, las judiciales, si están libres de sesgo partidista— aseguran el buen funcionamiento de un sistema democrático y garantizan los derechos políticos y sociales que conlleva.

Pero cabe un análisis alternativo menos tranquilizador. Instituciones bien diseñadas han fracasado por falta de contexto adecuado. Para que las instituciones cumplan con su papel de garantía, es necesario que se sientan respaldadas por una sociedad suficientemente imbuida de valores y actitudes democráticas, a escala local y nacional. Sin embargo, se ha venido detectando la “corrosión” de aquellos valores comunitarios de la sociedad estadounidense que tanto habían maravillado a Alexis de Tocqueville. Destacados sociólogos como Robert D. Putnam o Richard Sennett alertaron hace tiempo sobre la erosión del capital social o sobre el cambio de hábitos y relaciones sociales que ha acompañado a la evolución del capitalismo americano. Más recientemente, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han insistido en la necesidad indispensable de creencias y actitudes compartidas para que las instituciones de una democracia cumplan con su papel.

Sin este respaldo sociocultural, ¿constituirán las instituciones judiciales una salvaguardia efectiva contra las amenazas antidemocráticas? ¿Se verán suficientemente asistidas por la mejor parte de la tradición democrática americana? ¿O tendrán dificultades insuperables para sobreponerse a una dinámica destructiva de la que Trump y sus secuaces han sido y son promotores y beneficiarios? ¿Es evitable todavía la “quema virtual” de un legado social y cultural que —con todos sus claroscuros— ha sustentado una forma estable de convivencia y de gobierno?

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