El ‘caso Alves’ como síntoma en la izquierda
La irrupción del populismo partidista en el discurso feminista provoca grietas en el progresismo


La izquierda acusa el pendulazo en el campo del feminismo. Poco tardaron muchas voces autorizadas en echarse encima de la vicepresidenta María Jesús Montero por sus declaraciones sobre la presunción de inocencia a raíz de la sentencia de Dani Alves, o en cargar contra los planteamientos de Irene Montero. Y es que creer que nada ha cambiado entre 2025 y 2018 —cuando estalló el caso de la Manada— solo generará aún más frustración entre las filas progresistas o un mayor daño a la causa de la libertad de las mujeres.
Basta apreciar la evolución en este tiempo. En 2021, quien osara decir que la Ley del solo sí es sí no iba a inventar el consentimiento era prácticamente cancelado, pese a que este siempre ha sido un requisito a la hora de calificar delitos de índole sexual: negar lo contrario supondría asumir que las agresiones quedaban impunes hasta la llegada de Podemos al Gobierno. Eran, asimismo, aquellos tiempos en los que Ministerio de Igualdad afirmaba que se trataba de “propaganda machista” creer que la citada ley acabaría rebajando condenas. Muchas voces discrepantes entonces probablemente callaron fruto del miedo: resultaba menos costoso seguir la corriente de los dogmas imperantes que acudir a las fuentes jurídicas. Sin embargo, poco tardaron en producirse los peores augurios: mientras que el PSOE se apresuró a reformar dicha legislación ante la rebaja de penas, el ala morada del Ejecutivo insistía que el problema era de los jueces.
El caso Alves ha revivido aquellos tiempos donde la política tiró de populismo ante la lucha feminista y silenciar al discrepante solo logró hacer un flaco favor a la causa. A saber, que consignas como el “hermana, yo sí te creo” siempre debieron ser vistas como un clamor legítimo orientado a la sensibilización social. El error sería creer igualmente extensible esa máxima al ámbito de la Justicia: en democracia, un juicio penal no va de creer o no creer —como si fuera algo subjetivo— a quien se considera víctima, sino que consiste en un proceso probatorio, que pivota sobre tener pruebas que avalen la condena al acusado. Decirle lo contrario a la ciudadanía solo puede provocar más desazón colectiva.
Precisamente, la mayor diferencia entre la sentencia de la Audiencia de Barcelona para condenar a Alves y la que le absolvió posteriormente, del TSJC, está en la valoración de la prueba: el segundo tribunal considera que, si el testimonio de la víctima no es fiable allí donde hay cámaras, ello le resta fiabilidad en la parte de los hechos, ocurridos en el baño, los que nadie vio. En cambio, el primer tribunal, pese a que el testimonio de la denunciante presentaba dudas en el primer escenario, decidió dar credibilidad a la víctima por esa idea de que una mujer puede cambiar legítimamente de opinión en el momento del acto sexual.
Sin embargo, la absolución del exfutbolista no va de obviar que una mujer pueda parar cuando quiera, sino de la dificultad para probar un hecho privado o clandestino de esas características. Y aun así, los partidos de izquierdas no han señalado directamente ese problema, que es estructural y clave. Más fácil les resulta volver a los relatos incriminando a la Justicia.
Pese a todo, la diferencia en estos siete años es que, al menos ahora, muchas voces progresistas se han atrevido a alzar su voz en contra del populismo de los partidos. Es ahí donde el caso Alves se ha vuelto un síntoma: hace un tiempo, cualquier discurso del estilo del de las Montero —la del PSOE o la de Podemos— habría funcionado. Hoy no ocurre eso. La ultraderecha es fuerte entre los jóvenes. Muchos progresistas están molestos y más contestatarios, tras apreciar cómo se les expulsa ideológicamente cuando discrepan de sus propias formaciones. Los partidos que dicen defender al feminismo también han sufrido varapalos: ahí están el caso Ábalos o la denuncia a Íñigo Errejón. A la izquierda se le exige hoy mucho más en la lucha feminista, de lo contrario, solo logrará seguir dando argumentos para que al autoritarismo logre colar el antiwokismo como la justificación del retroceso en derechos y libertades. Quizás ello explique la recogida de cable de la vicepresidenta Montero.
A la postre, es hipócrita que en este debate se fomenten discursos públicos que nadie querría para sí mismo. Las víctimas tienen derecho a denunciar, a buscar Justicia hasta el final y que se les ofrezca todo el apoyo posible; incluso, a protestar si no se sienten escuchadas. No obstante, si cualquier ciudadano fuera encausado mañana, es de esperar que exija un juicio con presunción de inocencia y pruebas suficientes. Cabría preguntarse, pues, si la forma en que se ha orientado el caso Alves desde la política sirve para cambiar algo o si en algo se ayuda a la actual denunciante, y a las que vengan luego. Es la delgada línea entre el populismo partidista o la búsqueda de soluciones desde las instituciones.
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