Esa gota cabrona
En los días de lluvia pienso en los féretros con goteras y en la paciencia de los muertos, tan aseados, a lo mejor con el traje con el que se casaron o con el que se divorciaron, y con los zapatos relucientes como el charol


Estos días de lluvia pienso en los ataúdes con goteras. No me cuesta imaginar al muerto tan tranquilo, con las manos cruzadas sobre el pecho, en posición supina, recibiendo en su ojo derecho la gota que, como una lágrima inversa, se cuela por la grieta del féretro, toc toc toc, y atraviesa el párpado del difunto y horada el globo ocular, o lo que ha quedado de él, y alcanza la catedral de la caja del cráneo, vacía ya, o con un cerebro deshidratado y ruin, del tamaño de media nuez. ¿Qué hace una gota ahí? ¿Qué haría yo, si fuera una gota de agua, en el interior de esa gran oquedad del pensamiento?
He vivido en casas con goteras. He dormido escuchando el silbido de la gota al atravesar el aire desde las honduras del techo y he sentido su impacto sobre mi sien. Y me he hecho el muerto para hacerle ver a la gota que no me molestaba, para comprobar si de ese modo desistía de caer. Pero tal es el destino de las gotas: el de caer, como el del pobre es recibirlas con paciencia. A veces, me he colocado en la cama de tal forma que cayera justo dentro de mi boca, como si mi boca fuera un cubo o una palangana. También como si mi boca fuera una boca sedienta, una flor del desierto (una flor mi boca, qué delirio). He jugado mucho a eso cuando era pequeño. Y la gota, muy fría, incluso cuando hacía calor, se estrellaba con cierta violencia sobre mi garganta y se deslizaba tubo digestivo abajo. Le perdía la pista en el esófago.
Por eso, en los días de lluvia pienso en los féretros con goteras y en la paciencia de los muertos (y de las muertas, que el genérico no siempre alcanza), tan aseados y aseadas, a lo mejor con el traje con el que se casaron o con el que se divorciaron, y con los zapatos relucientes como el charol. Disimulan, igual que yo de crío, la molestia que les produce esa gota cabrona, que no tiene otra cosa que hacer que despertarlos como despierta a los niños (y a las niñas) de las infraviviendas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
