Chistorra o muerte
Todo país tiene que aprender a descifrar su código de convivencia sin hacerlo depender de los estados de ánimo


Mi querida España es el himno oficioso y cabal que Cecilia acuñó para nuestro país. Quien no admite que el lugar en el que vive es de contrastes es que no lo conoce. Por supuesto que se dan situaciones preocupantes. Los jueces han enviado a la cárcel a un rapero radical por comentarios ofensivos y canciones que nadie ha oído. Y un juez verborreico ha afirmado que los epidemiólogos son médicos de cabecera con un cursillito formativo y por tanto no tienen derecho a recomendar el cierre de la hostelería durante los picos de la pandemia. Es una interesante controversia, porque la superioridad de un juez sobre un médico es relativa. Si tienes un pleito, un juez te va bien, pero si tienes una infección de orina, todos preferimos un médico. A una canción se la valora por su calidad melódica, no parece tan importante su riqueza pedagógica. Este es el problema de judicializar nuestra vida cotidiana. Si a cada acción pública se le requiere un peritaje judicial, ya están tardando los niños en demandar a los colegios por la crueldad de sus menús.
Seamos serios. Hace unos meses, un destarifado practicaba tiro con las fotos de los políticos que detesta. El escándalo no tenía demasiado recorrido, por más que provocara estupor. En esas mismas corrientes hiperoxigenadas, unos policías insultaban en su chat privado a la alcaldesa Carmena y los jueces archivaron el supuesto delito. Todos coincidimos en que lo que convenía era preguntarse si las pruebas psicotécnicas en los cuerpos de seguridad se realizan con el rigor que se debería. Pues al mismo cubo de basura tendrían que haber ido a parar las acciones fiscalizadoras sobre un rapero o un blasfemo. Judicializar nuestras rutinas es mala higiene, pues obliga a legislar sobre conceptos etéreos como la mala educación, el desdén y el grado de separación entre un patoso y un energúmeno.
En este comienzo de año hemos visto cómo la democracia estadounidense hacía equilibrios para no recortar los derechos civiles, pese a los excesos de una militancia exacerbada y ofensiva. Sin embargo, en Rusia, la ineficacia para garantizar las libertades lleva a un opositor a padecer envenenamiento y cárcel. Me quedo con el primer escenario, sin duda. Y si te paras a analizar cualquier país cercano, descubres lagunas y destrozos. Los padres de una joven española que murió en la avalancha del Love Parade de Duisburg, Alemania, en 2010, han denunciado el caso. Clara y su amiga Marta murieron entre los 21 jóvenes y más de 600 heridos víctimas aquel día infausto.
La justicia alemana, 10 años después, no ha señalado ni culpables ni responsables. Seis supervivientes del suceso se han suicidado mientras las autoridades oficiales se protegen entre ellas gracias a la ineficacia y el bloqueo. No digo que España no tenga muchas cosas que envidiarle a Alemania, pero tampoco correría a cortarme las venas por haber nacido 2.300 kilómetros al sur de Berlín. Todo país tiene que aprender a descifrar su código de convivencia sin hacerlo depender de los estados de ánimo. Ya sabemos que según nuestra sensibilidad percibimos los diversos incidentes públicos que presenciamos. Pero la ley tiene que estar un punto por encima de esas emociones. Tolerar la protesta es admitir un grado enorme de crítica sobre las instituciones. Y respetar a la ciudadanía es informarla con rigor científico y no empujarla a elegir entre chistorra o muerte.
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