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MARCHA GENERACIÓN Z
Tribuna
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La generación Z: entre retrovisores y ventanas

Las personas nacidas entre 1997 y 2012 habitan realidades distintas, pero no caben en disfraces ni consignas importadas. Sus exigencias ameritan incomodar a las élites

Hay marchas que hacen ruido, otras se vuelven históricas y algunas —las menos afortunadas— revelan grietas del sistema. Algo así ocurrió el 15 de noviembre en México con la llamada protesta de la generación Z. El saldo oficial: 17.000 asistentes, cien heridos y un conjunto de fallas estructurales que expusieron más el diseño de la convocatoria que a la generación que decía representar.

La movilización se convocó el 3 de octubre, pero tomó fuerza tras el asesinato del presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, ocurrido un mes antes. La indignación por la inseguridad se incorporó enseguida a las causas, aunque el pliego petitorio se mantuvo ambiguo proponiendo desde un “golpe de Estado” a la presidenta Claudia Sheinbaum, prohibiendo las banderas palestinas, la ausencia de movimientos feministas y LGBT+, además de una mezcla de símbolos incompatibles: banderas de One Piece, pancartas de “Help Trump” en el Ángel de la Independencia, esvásticas nazis, consignas misóginas, referencias a la “dictadura” y el “narcogobierno” y el temor a “ser Venezuela”, además de mensajes antisemitas y sionistas. En ese ruido, los llamados legítimos a hacer justicia por el homicidio de Manzo quedaron opacados por una narrativa caótica que decía más sobre los organizadores que sobre las causas.

El mosaico coincidió con otra tendencia: análisis mediáticos por señores que intentaban exhaustivamente explicar quién es “la Gen Z”. Voces que hace poco la llamaban “generación de cristal” buscaron definirla desde la nostalgia de un mundo que ya no existe y el futuro parecía más lineal. Pero entender a una generación desde el pasado es mirar el horizonte por el retrovisor: ofrece reflejos, no ventanas. Abrir ventanas exige escuchar, algo poco habitual.

La pregunta central no es qué ocurrió en la marcha, sino por qué se organizó y qué revela sobre la generación Z en la geopolítica digital. En un escenario donde algoritmos administran emociones y las imágenes circulan más rápido que las ideas, la juventud se ha convertido en un significante estratégico que múltiples fuerzas políticas buscan capturar.

Conviene precisar lo evidente: la generación Z no es homogénea. Quienes nacimos entre 1997 y 2012 habitamos realidades distintas. A los 28 años, las preocupaciones son: vivienda, movilidad, seguridad y estabilidad laboral; a los 13, la agenda política apenas empieza. Homogeneizar a 2.000 millones de jóvenes en el mundo —30% de la población global— y a 31 millones en México, de los cuales 26.5 millones pueden votar, es un error metodológico y político.

De ahí surgen las seis fallas expuestas por la movilización:

Primera: la premisa generacional. Suponer que la Gen Z es un bloque único, ignora su diversidad social, económica, territorial y cultural, y anula su rasgo principal: la interseccionalidad.

Segunda: el concepto mismo de “generación”. Importado del marketing del siglo XX, trasladado a la política reduce causas a productos y juventudes a nichos de mercado.

Tercera: la procedencia. La marcha no surgió de calles ni universidades, en paro desde hace meses, sino de estrategas digitales —ni de jóvenes, ni de mexicanos—vinculados a Javier Milei, Jair Bolsonaro y La Derecha Diario, medio presente ahora en conferencias de prensa de la Casa Blanca. La receta requirió ocho millones de bots que amplificaron la convocatoria con un vocabulario ajeno al habla mexicana —como “plata” para referirse al dinero— evidenciando su manufactura.

Cuarta: la geopolítica. Pretender replicar dinámicas de Argentina o Estados Unidos —país desde el que Donald Trump comentó la manifestación— desconoce que América Latina opera bajo condiciones no trasladables: violencia alimentada por armas estadounidenses, mercados inmobiliarios expulsivos y redes criminales transnacionales.

Quinta: la técnica. La estrategia se basó en X, plataforma usada por solo el 12% de la población, concentrada en la Ciudad de México. El discurso adquirió un sesgo centralizado que invisibilizó estados como Michoacán, tierra de Manzo y donde surgieron las primeras manifestaciones. Así las voces locales quedaron relegadas tras el ruido algorítmico.

Sexta: el extractivismo emocional. México conoce el extractivismo territorial, energético y laboral; hoy enfrenta el de las causas. El dolor colectivo legítimo —desapariciones, violencia, injusticia— se convirtió en combustible político. La instrumentalización del caso Manzo, las contradicciones de una marcha “contra la violencia” envuelta en violencia, que se decía apartidista con organizadores vinculados a partidos políticos y el uso del término “juventud” para un movimiento mayoritariamente adulto, lo evidenciaron.

Lo relevante no es desmontar la escenografía, sino en lo que revela sobre la generación que se quiso representar. La Gen Z llega a la adultez sin garantías de movilidad social; con ciudades gentrificadas; con precariedad estructural; con guerras y genocidios transmitidos en tiempo real —Palestina, el Congo, Sudán—; y con una caída histórica de la fertilidad porque criar se volvió económicamente inviable.

Es una generación globalizada, pero atravesada por brechas de acceso: puede ver el mundo desde un teléfono, pero no puede costearlo. Como apuntó el sociólogo francés Pierre Bourdieu, el poder no se ejerce solo por la fuerza, sino por la capacidad de imponer una visión legítima del mundo. Hoy esa disputa ocurre en el algoritmo.

La derecha global entiende ese terreno. Pero la juventud no se fabrica: se vive. Y la Gen Z —diversa, crítica, incómoda— no cabe en disfraces ni consignas importadas, y sus exigencias, para convertirse en realidad, ameritan incomodar a las élites. Por eso, la segunda convocatoria del 20 de noviembre, con apenas un puñado de asistentes y voceros deslindándose, no fracasó: simplemente reveló sus propias fallas.

La Gen Z no aspira a parecer joven. Aspira a vivir con dignidad.

La pregunta ya no es quién pretende representarnos, sino quién está dispuesto —por fin— a dejar de ver por el retrovisor y abrir la ventana.

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