Guía de puestos callejeros famosos y mañaneros en la Ciudad de México
La comida callejera por la mañana le pertenece a las guajolotas, los jugos frescos, las quesadillas y una que otra fritanga

El amanecer marca el comienzo de una jornada más. Una mesa, un mantel de colores, ollas llenas de tamales sobre estufas de gas y una bolsa de bolillos. En esta esquina hace décadas se instala una señora para vender atole, tamales y guajolotas o tortas de tamal. Este mismo puesto se repite por miles en la ciudad.
Las tortas de tamal son un delicatessen chilango con fanáticos y detractores. Los detractores repiten su descontento al probar “masa dentro de masa”; los fanáticos ven en la guajolota un tamal suave cubierto por un pan crujiente, un bocado contundente con distintas texturas. Una buena guajolota obligatoriamente necesita un tamal rico, uno de los más populares en la capital son los del Mercado de La Postal. Su especialidad son los de costilla con todo y hueso, además en este puesto los fríen, entonces la torta ya no es masa dentro de masa, es masa frita dentro de masa.
Eso sí, se apegan a la tradición tamalera porque se instala a las 6 de la mañana y a medio día desaparecen. Las guajolotas son el alimento más tempranero en el restaurante itinerante de la Ciudad de México; son lo justo para no volver a sentir hambre en varias horas.
La comida callejera es tan importante y rica como la de los restaurantes. De una manera formal, los expertos llaman a esta diversidad gastronómica, seguridad alimentaria: alimento accesible —de preferencia de calidad— para todos en cualquier sitio. Según un estudio del profesor José Benito Rosales Chavez, de la Universidad Estatal de Arizona, en Estados Unidos, la mayoría de estos puestos están ubicados en zonas de ingreso medio, cerca de hogares y oficinas, también se concentran en estaciones de transporte o en lugares concurridos. Y contrario a la creencia de que a nivel de calle la oferta consiste en fritanga o platillos poco sanos, hay tantas opciones que es complicado encasillar a los puestos. En definitiva, la comida chatarra no está envuelta en hoja de maíz, sino en plástico y suele estar a la venta en tiendas de autoservicio.
Una gran prueba de que los capitalinos comemos balanceado —o lo intentamos— son las juguerías itinerantes. Las pequeñas son carros arrastrados por bicicletas con opciones limitadas como el jugo de toronja y naranja. En la mayoría ofrecen vasitos llenos de mango, papaya, piña, plátano, melón o la fruta que uno elija en cuadritos. Según el puestero es la oferta, algunos ofrecen granola, yogurt, miel, o limón y chile en polvo. Las juguerías un poco más grandes, establecidas en puestos de hojalata con acceso a la electricidad, no solo extraen jugos, venden soluciones para curar la gripe, los problemas cardíacos o hasta para el empacho.

Entre corredores, yogis, oficinistas y turistas no deja de llegar gente a la Juguería Caro. La familia Cárdenas la fundó en 1973. Esta parada, ubicada casi en la esquina entre Insurgentes y Sonora, es un clásico reconvertido en expendio de bebidas con shots de jengibre, licuados de proteína y lo que los clientes pidan en inglés o español. Caro, una mujer joven y la jefa, dice que “después de mis abuelos, mis tíos se hicieron cargo; luego mi papá me dijo si quería ayudarlo. Tenemos dos lugares, este siempre fue de jugos y fruta picada, luego metimos los licuados”.
Los oficinistas o empleados de la zona pasaban apurados por una ensalada de frutas o un jugo de naranja con zanahoria y seguían su camino, después comenzaron a llegar los deportistas enfundados en licras apretadas a pedir que les agregaran a su bebida una cucharada de la proteína que traían consigo. Caro asegura que, “la Condesa se ha convertido en una zona fitness, por eso pensé que mejor yo les vendía los suplementos”. Tomó las riendas de la juguería a los 18 años y leyó el cambio del barrio. No esperó a que esos corredores escogieran en las tiendas de smoothies con mobiliario de madera pálida y wifi gratis, donde los jugos triplican el precio de los suyos.
Sobre la barra tiene dos botes con varios kilos de proteína de distintos sabores, cuesta 32 pesos la porción; también ofrece alga espirulina, creatina y crema de cacahuate natural, que ahí mismo procesan. Caro se enfoca en ofrecer vegetales frescos traídos a diario desde la Central de Abastos, afina su oído y está atenta a la siguiente moda sana.
Las tendencias las marcan la gente, pero en este mundo hiperconectado también lo hacen las redes sociales. Los puestos callejeros míticos basan su éxito en los clientes fieles, aquellos que se pararon a comer un día mientras pasaban por ahí y vuelven enganchados por la sazón. Ahora otra forma de atraer comensales es por medio de un influencer con celular en mano. Cuando los dueños juegan bien el juego digital, la fama explota. Eso sucedió con La Flauta, ubicada en la avenida de los maestros Manuel Carpio esquina con Plutarco Elías Calles, en el Casco de Santo Tomás.
Fundadas hace más de 30 años, estas flautas eran conocidas entre los estudiantes de la Escuela Superior de Comercio y Administración (ESCA) hasta que alguien notó el ritual detallado con el cual ponen una porción de col sobre las flautas, luego salsa roja y verde, crema y queso rallado. Flautas de frijol, de papa, de sirloin. Las acomodan en montones y con cuidado las dejan caer en una alberca de aceite. Lo hacen igual en el Casco de Santo Tomás y en muchos otros puestos de la ciudad con cazos donde también preparan quesadillas o tacos dorados. Estas fritangas son irresistibles, quizás sea que crujen, porque la papa sabe mejor frita o la salsa que va aguadando la tortilla. Las flautas no son un platillo para todos los días, aunque sean un placer irresistible.
Para quienes buscan menos grasa, otro puesto multiplicado en la capital mexicana es el de quesadillas, sin queso o con queso (discusión solo chilanga). Las mujeres, casi siempre, son las que regentean estos lugares protagonizados por un comal y productos hechos con masa de maíz: tlacoyos, gorditas y quesadillas con tortillas recién hechas. Uno con muchísimos seguidores es Quesadillas Elenita en la Roma Norte.

A medio día, en la esquina de Mérida con Colima se forma una fila variopinta con turistas en short y gorra, señores con traje sastre, jóvenes con mochila o trabajadores de la construcción. Nadie es indiferente a Elenita, sus guisados y su masa de maíz morado que trae diariamente desde Xalatlaco, Estado de México, desde hace 50 años.
Su historia comenzó en una ciudad distinta y, sin embargo, igual, caótica y con hambre, con personas que van todo el día de un lado a otro, paran a echar una quesadilla con huitlacoche y se lamen los dedos de lo rico. Algo sencillo y nutritivo, muy nuestro, y ahora muy internacional, por lo menos en esta esquina gentrificada en la cual Elenita ya era tan famosa, que fue imposible moverla de la acera cuando le instalaron enfrente un café de especialidad.
Sin Elenita, sin la Jenny —su vendedora joven a cargo del whatsapp— y sin este comal, la Roma perdería uno de los pocos puntos democráticos para alimentarse. Donde todavía puedes desembolsar menos de 100 pesos y quedar satisfecho.
También sin este o los miles de puestos nos quedaríamos huérfanos del olor a la tortilla frita, al cilantro y la cebolla recién picada o al del vapor dulzón que desprenden las ollas de tamales. Las mañanas huelen y saben a las guajolotas, los jugos antigripales, la quesadilla de flor de calabaza y las flautas. La tarde y la noche tienen su propio aroma y sabores. La única regla sin importar la hora es: acércate a donde haya filas, los chilangos son de buen diente y solo se forman por la buena comida.
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