Viejos vicios en la nueva Suprema Corte
Luego de una elección judicial que generó expectativas en la población sobre una justicia más cercana y progresista, la nueva Corte se parece peligrosamente a la anterior


Luego de una elección judicial que costó 7.000 millones de pesos y que generó amplias expectativas en la población sobre una justicia más cercana y progresista, la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación se parece peligrosamente demasiado a la anterior. Sus similitudes ocurren en fondo y forma.
En cuanto a la forma, la Corte sigue usando un lenguaje incomprensible y obscuro. Esto a pesar de que varios ministros tuvieron como su principal propuesta de campaña tener resoluciones “sencillas y precisas” (María Estela Ríos) que utilizaran lenguaje “claro y accesible” (Sara Irene Herrerías) y que “eliminara formalismos” (Irving Espinosa).
Nada de eso se ha cumplido. Las discusiones del pleno están repletas de frases intrincadas e innecesariamente elaboradas como “no hay un conflicto entre partes que fije una litis a dilucidar” (Giovanni Figueroa), “la expresión no tiene un conjunto definido de propiedades designativas” (Irving Espinosa), o “la invalidez de la norma no implica por sí un vacío en el ordenamiento” (Loretta Ortiz). Este lenguaje obscurece el debate, aliena al público y convierte a la justicia en lo que juraron combatir: un espectáculo al que solo las élites están invitadas.
Tal parece que los nuevos ministros –sintiéndose juzgados y acosados por su gremio– están queriendo utilizar el mismo lenguaje de sus antecesores para demostrar que tienen conocimiento. La estrategia es profundamente equivocada. La realidad es que aun usando el lenguaje más barroco, el gremio nunca dejará de juzgarlos. Más que apelar a ser aceptados por los abogados anteriores, la nueva Corte debería aspirar a ser acogida por quienes votaron por ella, y eso requiere que la gente la entienda.
La nueva Corte sufre también de un severo problema de acartonamiento. Salvo contadas excepciones (María Estela Ríos y Arístides Guerrero), la mayoría de los ministros llegan preparados con argumentaciones previamente redactadas que no adaptan a la discusión que se está teniendo en el pleno. Esto genera un vicio de repetición.
Considero que la argumentación inicial de los ministros pudiera centrarse en decir solo aquellas cosas que no se han dicho antes. Sé que a los formalistas mi propuesta les parece un sacrilegio, pero la Corte mexicana, a diferencia de otras, aspira a ser evaluada por los ciudadanos. Sin un lenguaje concreto, las sesiones se vuelven somníferas.
Para cambiar de raíz las formas de la Suprema Corte, no debe descartarse que los secretarios y funcionarios del poder judicial tomen cursos de lenguaje y escritura. Hasta ahora, su trabajo había consistido en utilizar un lenguaje técnico, formalista y enrevesado que adquirían, de forma endogámica, tomando múltiples cursos de especialización.
Hoy su trabajo ha cambiado. Ya no se trata de parecer ser un abogado muy inteligente, sino de ser comprensible y claro. Los funcionarios del Poder Judicial deben dejar sus viejos vicios barrocos y rehabilitarse en el uso del lenguaje común.
Debe reconocerse que, hasta ahora, las intervenciones de Hugo Aguilar y Arístides Guerrero han sido las más inteligibles y concretas. Es de celebrarse que, a diferencia de algunos de sus compañeros que se toman hasta 20 palabras para asentir, ellos lo hagan usando una frase corta. Decir lo más posible, con la menor cantidad de palabras, debería ser una meta de todos los ministros.
Más grave que todo lo anterior es que, de fondo, la nueva Suprema Corte puede estar cayendo en interpretaciones ideológicamente similares a las de la Corte anterior. Aquí deben prenderse las alertas.
Hace unos días, la Corte debatió las condiciones que deben darse para que el Gobierno cobre impuestos, en particular para que cobre derechos por la emisión de copias certificadas. El debate transparentó la visión ortodoxa que todavía permea en algunos ministros.
Algunas de las argumentaciones eran de carácter abiertamente neoliberal, refrendando criterios que debilitan al Estado y lo pauperizan. Por ejemplo, la ministra Yasmín Esquivel se declaró en contra de los impuestos “puramente recaudatorios” como si el Estado pudiera recaudar para su beneficio privado y no, como en realidad lo hace, para el beneficio público de los ciudadanos más vulnerables. Este es el tipo de argumentos que satanizan la recaudación, la identifican como perversa y en el extremo, llevan a rechazar impuestos progresivos o a la riqueza.
Por su parte, el ministro Giovanni Figueroa llevó el argumento de Esquivel al extremo, argumentando que, aun si no existe una queja explícita sobre la proporcionalidad de algún impuesto, la Corte puede soplarle a los quejosos e incluirla como parte del caso. Su argumento pareció descansar en la idea de que el pago de derechos con frecuencia es excesivo cuando, en realidad, en México el problema es el contrario. Proporcionalmente, a otros países y a las necesidades públicas, México cobra menos impuestos de lo que el país necesita para tener los servicios públicos que requerimos.
De fondo, algunas de las argumentaciones hicieron parecer que los ministros quieren un Estado que provea de servicios, pero no están dispuestos a permitir que el Estado se haga de los recursos necesarios para proveerlos.
Esta contradicción es una característica ideológica clásica del liberalismo económico ortodoxo y es la semilla de muchas de las decisiones erradas que tomó la Corte anterior y que terminaron favoreciendo a entes privados en favor de lo público.
El mal entendimiento del Estado, sus capacidades y necesidad de recursos proviene de raíz, desde el entrenamiento profesional de los abogados mexicanos. En México, los abogados con frecuencia se conciben a sí mismos como opositores al Estado, como defensores de lo privado en contra de los abusos públicos. Ello les crea una visión caricaturesca del gobierno, sus objetivos y herramientas.
Sin un cambio estructural en el entrenamiento de los abogados, no tardará mucho en que la nueva Corte tome decisiones en favor de la evasión fiscal y la limitación de derechos laborales, como lo hizo la Corte anterior.
Debe reconocerse que, en esta discusión sobre el pago de derechos, la ministra Lenia Batres mostró, a mi parecer, el entendimiento más sofisticado sobre el papel del Estado y las implicaciones a largo plazo de los precedentes de la Corte. Su argumentación, en favor de permitir que los congresos locales fijen los derechos sin intervención central es, a mi juicio, correcta.
Hacer que la Suprema Corte le revise la plana a todos los municipios respecto a cuánto debe costar una fotocopia no solo es inviable, es una forma de paralizar al Estado, impedir la recaudación y de facto limitar la capacidad del gobierno para darles servicios a los más vulnerables.
El contexto importa. Los gobiernos estatales no tienen dinero para crear estudios de costos directos e indirectos para determinar cuánto debe costar una fotocopia, como la mayoría de la Suprema Corte quiere que se haga. Los municipios son el orden de gobierno más cercano a la población y al mismo tiempo el que menos recursos recibe. Según el Censo Municipal del INEGI, el 67% de los municipios de México tiene tan pocos recursos que no pueden proveer ni de servicios públicos más básicos. Limitar sus fuentes recaudatorias, dado que tienen tan pocas, es acotar el derecho de los mexicanos a tener servicios.
Quizá lo más grave es que con esta discusión, la nueva Corte fortaleció el precedente de que se puede declarar inconstitucional un impuesto si, a juicio de ellos, no está “motivado”. Es decir, se está abriendo la puerta a que la Corte pueda debilitar el actuar del Estado a base de decisiones discrecionales. En el extremo, me temo que con este criterio el poder judicial podría llevar al Estado a un colapso financiero a placer.
La Corte va comenzando y tomando vuelo. Espero que pronto las formas sean más asequibles y los debates más progresistas. De lo contrario, Morena habrá cambiado todo para dejar todo igual.
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