Andy: tan lejos de Andrés
El heredero del apellido no heredó la virtud. El sucesor sanguíneo de quien recorrió todos los municipios del país en más de una ocasión prefiere caminar Japón: ser cosmopolita


¿Para qué sirve un padre? —se pregunta Gastón García Marinozzi.
—Para traicionarlo—se responde.
Esa traición pasa por matarlo.
Matar al padre —metafóricamente, claro— implica destruir a quien nos precedió para poder realizarnos. Ser uno mismo. Un yo autónomo. Significa interrumpir la influencia paterna para evitar ser devorado por Saturno.
Así, los hijos de Andrés Manuel López Obrador —los que llevó en brazos y los que subieron por su escalera— han comenzado el torpe parricidio: emanciparse del padre que aún respira. Despreciar el libreto infalible que los trajo hasta aquí. Quedarse anticipadamente con el movimiento fundado por quien desde Palenque los mira.
Olvidan que el testamento ya fue otorgado: fue genuino y fue natural. Tras la sucesión perfectamente servida en la terraza de El Mayor —con vista a las ruinas nacionales y su esperanzador porvenir— Claudia Sheinbaum heredó el derecho de hablar en nombre de quien solo engendró varones. La hija elegida. Quien no lleva el apellido del padre, pero está dispuesta a cuidarlo: quien ve a Obrador no como escudo sino como prototipo.
El resto de los aspirantes, cual naipes, han caído.
Fallidos obradoristas —a quienes solo les queda el consuelo de llamarse morenistas— llevan tiempo guareciéndose en la sombra del padre: en sus kilómetros, en su legitimidad marabunta, en su creíble verbo. Buscan heredar sin esfuerzo. Beneficiarse de rebote del milagro ajeno.
De Ricardo Monreal —el hijo pródigo tantas veces ido, tantas veces vuelto— quizás ni deberíamos seguir hablando. Pero volvió a hacerlo: se ausentó del Consejo de Morena para celebrar el cumpleaños de Pedro Haces en una finca taurina en las afueras de Madrid.
Su postura avala la falsedad, la hipocresía y la politiquería del conservadurismo —dijo alguna vez López Obrador sobre el zacatecano. La sentencia que lo describió entonces, lo define hoy y lo seguirá constriñendo.
Un arlequín cosido a su pedestal.
Y no se trata —como banaliza Fernández Noroña— de confeccionar un catálogo de hoteles permitidos para los políticos en tiempos de descanso: es que venimos de un tiempo en que los hombres públicos eran de estatura más grande.
Luego está Adán —apenas más alto que el resto—, quien tampoco ha rehuido el parricidio. Con devoción de discípulo, repitió las palabras del padre para sacudirse las traiciones de su personal García Luna.
—Y como dijo el mejor presidente de los tiempos modernos, en lugar de estar atendiendo chismes y especulaciones, mejor esperemos que nos juzgue la historia —soltó López Hernández a la Comisión Permanente.
Obrador como escudo. El desgastado truco de esconderse tras el discurso del desafuero.
Adán Augusto anuncia que no se irá: que echará el pecho a la tierra y quemará el proyecto del padre a flama lenta. Por el bien de todos, primero él.
Tras él llega el presidente de la Cámara de Diputados —Sergio Gutiérrez Luna, un abogado que no ha dudado en accionar cañones, ballestas y tribunales para blindar a su nepotista esposa. Dato Protegido, le llaman. Un paradójico disfraz que la ha exhibido.
Ambos diputados —él por Morena, ella por el PT— han sido expuestos inmisericordemente en los últimos días en su ostentosa obscenidad —esa es la palabra. Su estilo de vida, su guardarropa y la prepotencia con que se conducen son la negación arquetípica del ideario que pregonan. Una traición. La voluntad popular vistiendo Prada.
Vestidos, tenis, lentes oscuros, arte, joyería. Un agujero negro de vanidad que bien podría calzar unos tenis naranja fosforescente, habitar en San Pedro Garza García y grabar Get Ready With Me frente a lujosos espejos.
Para colmo —o para nuestra lisa y llana confirmación—Gutiérrez Luna ha revirado que detrás de la campaña contra su —meritoria, dice— esposa, se encuentra Claudio X. González.
Claudio X. González —por deleznable— no será atajo ni corrupta protección.
Voy terminando con el actor que al movimiento más duele: el que lleva el apellido del padre y estaba llamado a ser guardián. Andrés Manuel López Beltrán. Sangre de su sangre.
El hijo de quién destituyó a su colaborador más cercano y al titular de la UIF por celebrar bodas ostentosas, se fue de vacaciones a Japón. Y aquí no interesa si fue con su propio peculio, si el desayuno estaba incluido o si creyó haber trabajado de más.
Andrés Manuel López Beltrán no nació siendo mortal. Pero lo ignora.
El heredero del apellido no heredó la virtud. El sucesor sanguíneo de quien recorrió todos los municipios del país en más de una ocasión prefiere caminar Japón: ser cosmopolita.
El hijo de quién nunca descansó reposa en patria ajena.
La convicción del padre no se tradujo en el hijo en un mínimo y vulgar sacrificio.
Quien se ha parado sobre hombros de gigantes decidió gatear: comportarse como un chiquillo. Volar. Ser Peter Pan.
Y es que, quien nació de Obrador está autorizado —que no legitimado— para vacacionar: su apellido le impone una responsabilidad política que excede, por mucho, su libertad individual.
Que alguien le cuente al heredero nato del popular movimiento: si pretende dejar de ser nombrado Andy, que empiece a comportarse como Andrés.
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