La odisea de Israel Vallarta
Ante la ineficacia de la policía y las fiscalías, el poder determina de antemano su verdad oficial o histórica: la ficción que conviene a sus intereses


Cerca de las 10 de la mañana del 8 de diciembre de 2005, Israel Vallarta terminó de empacar las cosas de Florence Cassez, su exnovia, para llevarlas al departamento que ella había alquilado en la Colonia Juárez. Ambos abordaron una camioneta prestada y tomaron la carretera México-Cuernavaca hacia el centro. Media hora más tarde, fueron interceptados por varios automóviles sin identificar; sus ocupantes, armados y encapuchados, los obligaron a descender y a acompañarlos. A lo largo de esa jornada, Israel fue amedrentado y torturado, mientras Florence permanecía retenida en otro vehículo, hasta que, cerca del amanecer del día 9, fueron arrastrados de vuelta a Las Chinitas, el pequeño rancho de Israel, donde horas más tarde las cámaras de Televisa y TV Azteca los filmaron en un falso operativo —una puesta en escena— montada por la Agencia Federal de Investigaciones, acusándolos de haber secuestrado a tres personas, las cuales debieron ser conducidas poco antes a ese lugar.
Han transcurrido diecinueve años y siete meses desde que Israel Vallarta salió de su casa, casi el mismo tiempo que tardó Ulises en retornar a Ítaca. Igual que el héroe homérico, en ese lapso padeció mil desventuras —maltratos, calumnias e insultos— y, como Odiseo, se perdió de cuanto le ocurrió a su familia: la muerte de sus padres, el crecimiento de sus hijos, el acoso sistemático del Estado a su familia, varios de cuyos miembros fueron acusados de pertenecer a una banda criminal inexistente; e incluso la liberación de Florence. Si no la de Troya, en ese mismo periodo se desató en nuestro país una acaso más cruenta, la guerra contra el narco; cientos de miles de personas han sido asesinadas o desaparecidas sin que sepamos las razones —el índice de impunidad supera el 95%—; y han gobernado el país todas las fuerzas políticas, PAN, PRI y Morena, sin que ninguna haya estado dispuesta a construir un sistema de justicia independiente y eficaz.
Gracias a la sentencia dictada el viernes 1 de agosto por Mariana Vieyra Valdés, titular del Juzgado Tercero de Distrito en Materia Penal —una valiente jueza de carrera—, quien lo absolvió de todos los cargos que se le imputaban, Israel al fin podrá narrar su propia historia y esclarecer sus ángulos oscuros. Pese a las numerosas investigaciones sobre el asunto —desde el reportaje de Yuli García, la periodista colombiana a quien debemos que no haya quedado en el olvido, hasta la reciente serie de Netflix, pasando por las investigaciones pioneras de Anne Vigna, Emmanuelle Steels o José Reveles, a las que sumo la mía—, 20 años después continuamos sin saber exactamente qué ocurrió.
Aún ignoramos qué detonó el intempestivo arresto de Florence e Israel; qué decisiones tomaron Genaro García Luna y Luis Cárdenas Palomino —hoy presos, en un giro de tragedia griega— para crear la banda del Zodiaco y perseguir a toda la familia Vallarta; quiénes secuestraron a Cristina Ríos y a su hijo y en qué momento fueron liberados por la AFI; cuál fue el papel de Ezequiel Elizalde, la supuesta tercera víctima, acaso miembro de otra banda criminal; cuál fue el papel de la familia Rueda Cacho en la serie de secuestros que luego se le adjudicaron a Israel y Florence; cómo operó el contubernio entre el Gobierno y las televisoras —con Carlos Loret como figura clave— para obtener exclusivas a cambio de rating al costo de ser cómplices de una puesta en escena; cuáles fueron las órdenes de Calderón para evitar la liberación de los imputados; y, en fin, cómo el sistema de justicia mexicano se plegó durante este tiempo a distintos intereses políticos a fin de mantener a Vallarta en la cárcel.
Todos los indicios apuntan a una venganza del empresario Eduardo Margolis contra Sébastian Cassez, su antiguo socio y hermano de Florence, pero las líneas se vuelven borrosas una vez que se mezclan distintas bandas criminales en un expediente que fue manipulado una y otra vez por las autoridades: policías, peritos, ministerios públicos, jueces, magistrados, procuradores (hoy fiscales) de la República y secretarios de Estado. Como señaló el ministro Arturo Zaldívar en la época en que se enfrentaba al gobierno en vez de ser su propagandista, el “efecto corruptor”, la ominosa intervención del poder en el proceso, provocó que fuera imposible hallar la verdad.
En eso, el caso Vallarta-Cassez es, a la vez, excepcional y normal: por un lado, la nacionalidad de Florence, que desató la intervención de Sarkozy y la crisis diplomática con Francia, así como las dimensiones del montaje, lo vuelven una rara avis, una suerte de hipérbole de nuestra corrupción; por otro, la forma de operar de sus actores políticos lo convierte más en la regla que en la excepción. No importa qué caso mediático revisemos —de Tlatlaya a Ayotzinapa, pasando por cientos más—, detectamos el mismo patrón: ante la ineficacia de la policía y las fiscalías, el poder determina de antemano su verdad oficial o histórica: la ficción que conviene a sus intereses. A continuación, obliga a las distintas instancias gubernamentales a corroborarlo o construirlo, sin importar el costo. Así, una y otra vez.
Con el affaire Cassez-Vallarta México inauguró, de paso, la posverdad: ¿qué mayor y más descarado ejemplo de fake news que esas largas horas de transmisión “en vivo” de una falsa captura y una falsa liberación? ¿Y qué decir de las siguientes dos décadas de mentiras difundidas por medios al servicio del poder? Por desgracia, las condiciones que permitieron que Vallarta tardase dos décadas en regresar con los suyos continúan allí: policías, peritos y fiscalías dominados por la corrupción o sometidos a las presiones políticas o del crimen organizado; medios de comunicación dispuestos a lo que sea para complacer a los gobernantes en turno; leyes mal diseñadas y procedimientos penales absurdos o interminables; a ello hay que sumar, a partir del próximo mes, jueces, magistrados y ministros aún más inexpertos y vulnerables a la extorsión por culpa de la reciente reforma promovida por Morena; y, por supuesto, la vigencia de la prisión preventiva oficiosa, esa figura violatoria de los derechos humanos que adoraban Calderón y García Luna y que han ampliado López Obrador y Sheinbaum —en otra de las lamentables paradojas de esta historia—, que fue justo lo que permitió que Israel pasara dos decenios en la cárcel sin sentencia. Como tantos otros mexicanos el día hoy, siendo inocente.
La penosa odisea de Vallarta y su familia aún no ha concluido —uno de sus hermanos y otro de sus sobrinos continúan presos, y la Fiscalía todavía podría tener el descaro de apelar la decisión de la jueza Vieyra Valdés—, pero parece cerca de llegar a su fin. Al menos, él ya ha dormido esta noche con su esposa y se ha reunido con su familia. Para el resto de los mexicanos, en cambio, la justicia —la posibilidad de que la investigación de los delitos conduzca a una verdad judicial expedita, transparente y confiable— sigue estando tan lejos como la Ítaca imaginada por el poeta griego Constantinos Cavafis. Arribar a ella algún día dependerá del esfuerzo de nuevas generaciones que no se dejen amedrentar por los Lestrigones y Cíclopes que siempre rodean al poder.
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