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Estar sin estar
Columna
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¡Camina!

El ictus fue la muerte chiquita que transformó todos los recuerdos de mi madre en un abono de olvidos que a su vez le permitieron empezar una nueva vida

JORGE F. HERNANDEZ
Jorge F. Hernández

Con cierta ironía bañada por agua del azar debo al novelista argentino Eduardo Sacheri el recuerdo intacto de que “el río de los griegos se llamaba Leteo”. Ese flujo también se conoció como Potamos, traducido al inglés como river of unmindfulness para coraje de ciertos millenials energizados, pero en la clásica mitología griega era Leteo y rondaba la cueva de Hypnos y “quedaba en el Hades el dichoso río y las almas debían beber de sus aguas antes de regresar a la vida para olvidar todos sus pasados”.

Hace más de 60 años mi madre cayó fulminada por una trombosis cerebral que le provocó una amnesia que se prolongó a lo largo de las infancias de sus hijos. Ese ictus fue la muerte chiquita que transformó todos los recuerdos de mi madre en un abono de olvidos que a su vez le permitieron empezar una nueva vida, al tiempo que mi hermana y yo aprendíamos a hablar español por acompañarla, a pesar de que vivíamos una infancia en un bosque sin eñe. Ese mismo bosque flotaba sobre nosotros como una inmensa nube verde de colores ocres y naranjas en otoños que luego se desnudaban en inviernos de nieve con ramas pelonas como dedos alargados y era el laberinto de la amnesia por donde rondaba mi madre sonriente, pero ausente, al tiempo que fue el paraíso donde mi hermana y yo nos volvimos habitantes de dos lenguas con sus respectivas literaturas interminables.

Hace seis semanas mi madre cerró sus ojos de madrugada para volver al bosque de todos sus pretéritos y para así volverse murmullo de sombra al lado de mi hermana que hace también seis semanas cayó fulminada por un absurdo accidente automovilístico que la durmió en un coma del que apenas ha despertado hace unos días. Con el telón levantado de un solo párpado, mi hermana empezó a ver nuevamente el amanecer del mundo, las caras de sus hijos y los nombres de todos sus afectos. Con solo un oído ha percibido las oraciones y parabienes que le envían tantas buenas personas y en un milagro anticipado, mi hermana volvió a hablar ayer. Pronuncia más palabras y disparates en inglés que en español porque quizá ha vuelto a desandar los senderos de nuestra infancia con las primeras sílabas de la lengua de nuestra niñez y dice mi tía Lola que intercambia vocablos y conceptos como clonación inexplicable del despertar que vivió nuestra madre hace más de medio siglo: ambas dicen zapato por vaso y aseguran trastocamientos convencidos por los absurdos lógicos de la confusión, allí donde sus hijos son nietos y ella vuelve a ser niña; aquí donde empieza a pedir hablar con nuestra madre sin saber que se nos ha ido y allá entre el ensueño, donde cifra las milimétricas y monumentales señales para encarar un sendero larguísimo donde se le concederá -porque lo consolidará- un nuevo tramo de vida.

Es otro Estar sin Estar ( y otra Agua de Azar) donde se me afigura que mi madre y ahora mi hermana confirman haber abrevado de las aguas del Leteo, ese río cristalino que concede a las almas el olvido indispensable para volver a vivir sin malos recuerdos y peores memorias. En el inframundo y a la sombra de un inmenso ciprés, allí donde Orfeo confía en secreto la contraseña para que ciertas almas puedan beber del olvido, mientras otras tantas pueden zambullirse en las aguas de esa represa llamada Mnemósine, pura memoria. A lo largo de los siglos, de Platón a Heidegger o de Parménides a Nietzche han ponderado la hipnótica paradoja o enigmática disyuntiva que se nos presenta en caso de bogar en el lago de Memoria o beber del Leteo para mejor olvidar.

Mi hermana camina los primeros pasos de una nueva vida como quien recuerda las líneas de un párrafo intacto. Sus delicados pies soportan ahora el peso de dolores y cicatrices no memorizadas por ser ahora desandadas a pasitos leves. Así como mi madre levita ahora por un bosque de memoria recuperada habiendo sido de amnesia, mi hermana va tejiendo las palabras con las que camina: pa’atrás ni pa’pensar como canta el grupo musical Zuaraz que cuajó una letanía que resultó premonitoria: la niña hija y hermana se desdobla en la mujer madre y abuela a pasos agigantados de un milagro milimétrico. Paso a pasito parece tatuar huellas en la luna, así como en cada palabra que vuelve a sus labios se suman dos idiomas como dos nombres para cada cosa y cara; los rostros se irán nombrando paulatinamente y los pasos se irán hilando página a página, quizá cumpliendo la merecida bendición de que las aguas del Leteo le concedan a mi hermana el olvido total de la tragedia para que nuestra madre ya pueda descansar en paz. Cenizas flotantes sobre el espejo líquido de la memoria recobrada, tan cerca de la sombra de un ciprés que sombrea las aguas de los olvidos indispensables en el entrañable bosque de nuestras vidas donde parece que se nos hace tarde para caminar por el caminito que nos llevaba al kínder en medio de los aplausos de las hojas de todos los árboles con el viento. Aquí donde la niña se aliña las calcetas, se acomoda las trenzas y se agacha para abrocharse sus zapatitos, mientras su hermano, sus padres, sus hijos, su nieta y el mundo entero le extienden la mano como aliento admirado… diciéndole o cantándole: ¡Camina!

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Sobre la firma

Jorge F. Hernández
Autor de libros de cuentos y de las novelas 'La Emperatriz de Lavapiés', 'Réquiem para un Ángel', 'Un bosque flotante', 'Cochabamba' y 'Alicia nunca miente'. Ha publicado artículos sobre la historia de México y ha sido colaborador de las revistas 'Vuelta' de Octavio Paz y 'Cambio' de Gabriel García Márquez. Es columnista de EL PAÍS desde 2013.
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