Dormir es despertar
Dormir es despertar todos los días a la pesadilla recurrente de las noticias o al sueño feliz de cada día. Dormir para evadir en flotación los escenarios que creíamos olvidados o territorios instantáneos de nuestros mejores deseos


Mi madre se fue hace un mes, de madrugada y con lluvia. Se fue dormida para así poder despertar en el bosque de su memoria recuperada, allí donde uno vuelve al abrazo de sus afectos y se resucitan intactas las escenas más entrañables de cada biografía: los escenarios imborrables, las carcajadas y los llantos. Mi madre duerme ya para siempre un lejano atardecer en la playa y el beso que se dio con mi padre en una isla en medio del mar; vuelve a andar el camino de sus escuelas y la niñez intacta con sus hermanos y mis abuelos… pero a mí se me afigura que mi madre durmió hace un mes para que sus cenizas se tornaran en nube y así poder darle la dulzura de su mano a mi hermana.
Mi hermana cayó al vacío al amanecer para dormir en un coma que le cerró los ojos hace exactamente el mismo mes que ahora apenas amanece. Abre su párpado izquierdo como quien inaugura un breve párrafo que se llama despertar sin tener que recordar nada. Mueve sus dedos inquieta quizá por la invisible caricia de la mano de nuestra madre que la vuelve a animar, como cuando niña la alzaba de la cama para el kínder con cariños que iban del pelo hasta la manita y el relevo me honraba cuando nos íbamos juntos a una escuelita antigua enclavada en medio de un bosque cuyos senderos recorrí llevándola de la manita.
Hace más de medio siglo mi madre navegó una amnesia por trombosis cerebral que tardó una década en despejarse. Mi infancia se marca por el amoroso acompañamiento a la sombra de su sonrisa intocable y su azoro ante la recuperación de las palabras en español. Eso que se volvía asombro junto con mi hermanita al poder traducir al mundo en dos idiomas: el de la Eñe que nos heredaba la lenta recuperación de mi madre y el inglés con el que habitábamos una bellísima ciudad blanca y luego, el bosque de todos los verdes posibles que se nevaba en días cortos que parecían alargarse por arte de la conversación constantes. Mi madre despertaba del dormir de su amnesia y todos los nombres de las personas y de las cosas quedaban entonces cifradas en números; sumas interminables sin rumbo y restas contundentes, claves de códigos secretos y caras identificadas por número telefónico más que por santorales. Mi madre despertó a una segunda vida sin tres idiomas que hablaba y escribía antes del ictus y sin partituras y solfeos de toda la música que tocaba al piano antes de caer repentinamente dormida. Quizá su muerte es el misterioso recuerdo de su trombosis, aliñada ahora con la incomprobable posibilidad de poder ya recordarlo todo. Dormir ya sin oxígeno para poder despertar a la vida ya sin tiempo ni espacio.
Quizá el coma del que ahora despierta mi hermana sea una irónica y dolorosa versión de la misma muerte. La muerte chiquita como sueño afortunadamente temporal cuyo mes de nubes le ha concedido el milagro de volver a sentir la mano de nuestra madre, sin saber aún que son santas cenizas impalpables del más grande Amor con mayúscula. La niña va despertando con cada milímetro inconmensurable de su esfuerzo por intentar respirar por sí sola, mover las piernas rotas que han de volver a andar por todos los bosques posibles ahora de la mano de sus hijos ejemplares y una nieta que la clona como su hija. La niña va despertando sin su cabellera por ahora trucada en una media luna craneal de cicatriz engrapada y con una mano izquierda enyesada para no quedar expuesta y con una somnolencia aséptica, afortunadamente ausente de tanto ruido, mentira y fango del mundo allende su ventana.
Ambas han dormido el limbo de un jardín inconsciente donde creo se concede el alivio de los dolores. Ambas han dormido una nebulosa intemporal donde un mes es ya la ausencia eterna de mi madre y el mismo mes no más que los pocos segundos que transcurrieron en el absurdo accidente que voló mi hermana hacia el vacío con cinturón de seguridad atado al torso pero sin sentido del sinsentido. Vidrios rotos, estruendo de un golpe, veintidós metros de vértigo y un charco de sangre. Los arcángeles que la salvaron, los seres alados que la atienden, el amor de quienes la visitan para no llorar y solo murmurarle las energías que la ayudan a asirse de esa mano invisible que la trajo al mundo.
Dormir es despertar todos los días a la pesadilla recurrente de las noticias o al sueño feliz de cada día. Dormir para evadir en flotación los escenarios que creíamos olvidados o territorios instantáneos de nuestros mejores deseos. Dormir para deambular con todos los pretéritos posibles y dialogar con personajes de pura ficción que se supone que despiertos sólo podemos leer en tinta y dormir cada nota de las mejores músicas que se han tatuado en nuestra piel; dormir así el largo abrazo aquél, ése beso bajo un aguacero y la mirada medio brumosa de tanta intimidad y sapiencia en medio de una madrugada de sombras. Dormir para viajar sin papeles a todos los paisajes ignotos y revivir la adrenalina a escala de un trenecito serpenteando entre muñecas que le parecían gigantes al niño maquinista que alineaba diminutos soldaditos en un desfile de dulces… y en cámara lenta volver a mirar de lejos (aunque sea de cerquita) que mi madre toma a mi hermana de la mano, alzándola de la almohada para que cada amanecer, cada página como paso y cada párrafo como paisaje sea no más que amanecer.
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