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Poder Judicial México
Columna
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Estampas del Poder Judicial que agoniza

Los últimos tres años el expediente de Juana Hilda González durmió en el escritorio del ministro Gutiérrez Ortiz Mena. Nadie, en todo ese tiempo, lo llamó a apuro o a rendir cuentas

El pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el 2 de septiembre de 2024.
Vanessa Romero Rocha

Doce años atrás, la primera sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación concedió la libertad a Florence Cassez: la francesa atrapada en un montaje mediático orquestado por Genaro García Luna y transmitido por Carlos Loret.

El espectáculo televisivo articulado por la Agencia Federal de Investigación, sumado a otras violaciones al debido proceso, terminó por contaminar el juicio por entero: el famoso efecto corruptor.

Pese a la contundencia de aquel falló, Israel Vallarta —compañero de Cassez, detenido a partir del mismo teatro, golpeado y torturado—, no corrió con idéntica suerte. Porque en este país hay una justicia para french poodles y otra para perros callejeros. La cita es de José Ramón Cossío.

Diecinueve años y seis meses. Eso ha esperado Vallarta por una resolución con su nombre y apellido.

Estampas del poder judicial que agoniza.

Y eso que el propio Fiscal General de la República —mientras exigía 329 años de prisión para el inmortal Israel Vallarta— admitía, hace algunas mañaneras, que el caso Cassez fue un montaje.

Estampas de una Fiscalía que se queda.

Una semana atrás, la historia —memoriosa y con gusto por el remedo— volvió a escupir a la arena pública un caso idéntico: igual de mediático, igual de falso, igual de obsceno.

Poco menos de dos décadas hicieron falta para que el caso que durante años cargó el apellido de un hombre que nunca fue hijo, nunca fue secuestrado, nunca fue asesinado —Hugo Alberto Miranda—, mereciera, al fin, un gesto de justicia.

Fueron diecinueve años —desde aquellos remotos días en que López Obrador acampaba en Reforma pidiendo voto por voto, casilla por casilla—, los que Juana Hilda González Lomelí pasó en injusto encierro.

Estampas del poder judicial que agoniza.

Los últimos tres de esos diecinueve años, el expediente de Juana Hilda durmió —y hasta roncó— en el escritorio del ministro Gutiérrez Ortiz Mena. Nadie, en todo ese tiempo, lo llamó a apuro o a rendir cuentas.

¿No que protestaban desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación? ¿No que guardarían y harían guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos? ¿No que mirarían en todo por el bien y la prosperidad de la Unión?

Estampas del poder judicial que agoniza.

A pesar de Ortiz Mena, y gracias a algunos ministros y abogados tercos, a la muerte de Isabel Miranda y a la obstinación periodística de Ricardo Raphael, la Primera Sala de la Suprema Corte —en una de sus últimas sesiones— listó a resolución el amparo de Juana Hilda y, finalmente, resolvió.

¿Causa de la liberación? Confesión arrancada bajo tortura.

¿Resolución? Libertad inmediata.

Y perseguir a los responsables.

Misiones para la fiscalía que se queda. Y para el poder judicial que aterriza.

La resolución entraña la esperanza —esa hueca palabrita— de que los procesos de las cinco víctimas que siguen presas por obra de la señora Wallace, al fin, se resuelvan. Se espera, en primera instancia —repito, primera—, una resolución para Brenda Quevedo y Jacobo Tagle. Quince años la llevan esperando. También se aguarda que avance el amparo de los hermanos Castillo y de César Freyre. Su espera ha durado un lustro.

Estampas del poder judicial que agoniza.

El fallo emitido la semana pasada en favor de Juana Hilda es —al pan pan; al vino vino— una inesperada herencia. La Suprema Corte que se despide, sabiendo que buena parte del desastre judicial duerme plácido en las fiscalías, deja al menos un gesto valioso: un abrazo a la presunción de inocencia.

El proyecto de Ortiz Mena deja un antídoto contra nuestras falsarias fiscalías que todavía consiguen confesiones —la reina de la prueba— a punta de tortura. El dolor como origen de la evidencia.

En la resolución del caso de Juana Hilda, la Corte fue clara: una confesión arrancada bajo tortura exige liberación inmediata. Y en esos casos la Fiscalía no merece —esas son las palabras de la Corte— una nueva oportunidad para volver a iniciar el proceso. Repetirlo sería revictimizar.

La Fiscalía ha perdido el derecho de considerarse autoridad competente.

Estampas de una Fiscalía que se queda.

Con ello, la SCJN y Ricardo Raphael han transformado el caso Wallace. Ya no debería recordarse por Hugo Alberto —el hijo que no era hijo—, ni por la crueldad de su madre, sino por el precedente que deja: la obligación de liberar a quienes confesaron bajo tortura.

Brenda Quevedo incluida.

Misiones para el poder judicial que aterriza.

Que tiemble la Fiscalía. Si no quiere ver a sus acusados en libertad, tendrá que controlar a sus agentes, vigilar a sus policías. Respetar derechos humanos. Desincentivar la tortura y las pruebas ilícitas. Asumir, de una vez por todas, que la carga de la prueba le corresponde al Estado.

Misiones para una Fiscalía que se queda.

Las herencias que recibirá el poder judicial que aterriza —y la Fiscalía, que quedará intacta—, deberían inquietar a Morena y a quienes sueñan con gobernar por mil años.

Las fallas del aparato de justicia serán suyas. A lo que hoy apuntan, mañana los señalará. Las estampas del mañana les pertenecerán: estampas del Poder Judicial Transformado.

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Sobre la firma

Vanessa Romero Rocha
Es abogada y escritora. Colaboradora en EL PAÍS y otros medios en México y el extranjero. Se especializa en análisis de temas políticos, legales y relacionados con la justicia. Es abogada y máster por la Escuela Libre de Derecho y por la University College London.
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