Un día fatal en Badiraguato: “¡Mamá, mamá, mataron a Alexita!”
EL PAÍS reconstruye, con testimonios de las víctimas, una de las peores tragedias del sexenio: la muerte a balazos en mayo de Alexa y Leidy, de 7 y 11 años, tras una balacera de militares


Un día, en la escuela, Silvia Medina sintió un pinchazo en el glúteo izquierdo, una molestia inesperada que le llevaba de vuelta al infierno de dos semanas atrás, cuando una lluvia de balas casi acaba con su vida. Estaba en el salón de clases e, inquieta, pidió permiso para ir al baño. Cuando estuvo sola, buscó ese plano irritado de su piel y vio de nuevo la herida, la brecha en la carne producto de dos esquirlas de proyectil. La tocó. Sabía que una de las esquirlas seguía dentro, tan profunda que los médicos no habían podido sacarla. Pero el dolor era nuevo, “un pulso, como un piquete”. Por la tarde, ella y sus padres acudieron al hospital. Allá, los médicos le dieron unas pastillas y el dolor se fue, pero el recuerdo había tomado posesión de su cerebro y no había pastillas, ni remedio alguno, que hiciera que todas aquellas imágenes –sus primas cayendo muertas, el ruido infernal de los disparos, la sangre, los soldados gritando– se fueran.
Parece una obviedad, pero hubo un momento, durante los balazos, en que el miedo le dejó inmóvil. El sol de la sierra de Sinaloa, en el tórrido noroeste mexicano, fulminaba la batea de la camioneta, y Medina, a sus 14 años, se había tirado al piso, la mayor cantidad de huesos posible pegados al metal, su cabeza tapada por una mochila. Desde ahí, a centímetros, veía los cuerpos inertes de sus dos primas pequeñas, Alexa Medina, de 7 años, y Leidy Rojas, de 11. Segundos antes, quizá sorprendida, inconsciente del peligro que corría, con las balas bañando el vehículo, Leidy se había levantado de la hielera en que iba sentada junto a Alexa, en la batea de la camioneta, y había gritado, “¡Mamá, mamá, mataron a Alexita!”. Acto seguido, Leidy cayó también, y ya ninguna dijo nada. Sus cuerpos yacían sin vida en la batea y Silvia miraba, todavía ignorante del destino de su hermano pequeño, Gael, que estaba junto a ella.
Luego llegaron los soldados, unos 15, según Silvia Medina, gritando “como enojados”. Mientras unos se dirigían directamente a la batea de la camioneta familiar, otros señalaban las ventanas de la cabina, donde iban los tíos de la menor, Saúl Rojas y Anabel González. Fue entonces cuando la muchacha se dio cuenta de lo que pasaba, al menos en parte: el origen de los balazos habían sido los rifles de los militares. “Y yo me preguntaba, ‘¿por qué a nosotros?’ No nos habían hecho señal de parada, ni nada”, dice, en uno de los relatos rendido a las autoridades estos meses, a los que ha tenido acceso EL PAÍS. A Medina no le dio tiempo de pensar mucho más, porque justo entonces se dio cuenta de que Gael, de 12 años, estaba herido en el pie izquierdo. La escena era un delirio: media docena de militares apuntaba a los niños con sus fusiles, mientras ella ayudaba a su hermano a bajar de la batea. A la vez, otra media docena rompía el vidrio de la ventana del copiloto y chillaba para que su tíos descendieran, al grito de “¡bájense, hijos de su perra madre!”.
El ataque llegó a los medios de Sinaloa ese mismo día, el 6 de mayo, envuelto en una cantidad colosal de medias verdades, que dibujaban una historia distinta de la ocurrida. Los militares no habían atacado a ninguna familia, era la familia la que había quedado bajo el fuego cruzado, producto de un enfrentamiento entre soldados y civiles armados, en una carretera del municipio de Badiraguato. Pocos se extrañaron entonces de aquel relato –cuyo origen todavía hoy no queda claro– dada la situación en la región. Facciones del Cartel de Sinaloa llevaban meses en guerra, batalla que en las últimas semanas había expandido sus fronteras. Si al principio el escenario principal había sido la capital, Culiacán, y sus sindicaturas, en mayo la pelea había llegado a la sierra, a pueblos como Mocorito o Badiraguato. Así, la versión del enfrentamiento era más que creíble y la muerte de dos niñas, un lamentable daño colateral.
Pero la familia no se quedó callada. En una entrevista que concedió a EL PAÍS un par de días más tarde, Reynalda Morales, la prima de Rojas, el conductor, denunciaba que no había habido enfrentamiento alguno, que los soldados habían empezado a disparar sobre la camioneta en que iban el hombre, su esposa y los cuatro niños, versión que confirmarían los sobrevivientes en sucesivas declaraciones, ante la Fiscalía General de la República (FGR) y la Comisión Nacional de Derechos Humanos, documentos que este diario ha podido revisar. Las declaraciones muestran el desconcierto de la familia, sobre todo de los mayores, Saúl Rojas y Anabel González, cuyo único objetivo aquel día era dejar a los niños en sus escuelas y hacer el mandado, tras varios días libres que habían pasado en su comunidad, La Juanilla.
El ataque y la muerte de las niñas zancadillea el relato del Gobierno de Claudia Sheinbaum y del movimiento de la Cuarta Transformación, insistente en que su Ejército, a diferencia de lo que ocurría con el PRI y el PAN, no masacra a la población. En este caso –y no ha sido el único por el estilo en estos 13 meses de mandato– el Ejecutivo ha asumido la culpa, aunque siempre en la lógica del error puntual, sin apuntar a protocolos o estrategias. Esta semana, la Secretaría de la Defensa Nacional informaba a EL PAÍS de que hay 12 militares presos y uno prófugo por el ataque, un número mayor al que había dado el titular de la dependencia, el general Ricardo Trevilla, la semana anterior, cuando mencionó el caso brevemente, para decir que había seis detenidos. Hay dos investigaciones abiertas por el ataque, una comandada por la Fiscalía General de Justicia Militar y otra por la Fiscalía General de la República (FGR). En el caso castrense, la Fiscalía acusa a los militares de un delito de “desobediencia en actos de servicio”, según la dependencia. En el caso civil, el vocero de la FGR ha señalado simplemente que “la investigación sigue en curso”.
Dos tráileres
La camioneta trazó algunas curvas y luego remontó una “subidita”, antes de llegar al llano. Saúl Rojas manejaba despacio, según su cuenta, y la de su mujer, Anabel González. El plan no había resultado como querían, pero qué iban a hacer. Habían salido media hora antes de La Juanilla, a eso de las 14.00, camino de la cabecera municipal de Badiraguato. Llegando a La Cieneguilla, habían visto un par de tráileres detenidos en la carretera. El hombre frenó con cuidado, pendiente de que su hija, Leidy, y sus tres primos, que iban en la batea, no se cayeran. González bajó del vehículo para ver qué pasaba. Uno de los conductores de los tráileres le dijo que no se podía seguir. Ella misma vio que la carretera estaba “trozada”. Alguno de los grupos en pugna del cartel había cavado una zanja en la pista, para dificultar los movimientos de sus enemigos.

La mujer volvió al carro, le explicó a Rojas qué ocurría y decidieron que era mejor volverse. Ni entonces, ni antes, ni después, vieron a civiles armados en la carretera o alrededores. Tampoco escucharon ruidos de disparos, ni ellos ni los niños, de acuerdo a sus declaraciones, detalle que resulta importante, vistas las versiones del enfrentamiento que circularían en los días siguientes. En el llano, el matrimonio vio los vehículos militares de frente, acercándose. González le dijo a Rojas, “mira, hijo, ya vamos a ir más seguros”. El hombre recuerda que González aún no terminaba esa frase, cuando los militares empezaron a disparar. “Yo ahí pierdo el control, pero trato de detener mi camioneta… Quedamos en el carril contrario. Lo que hice para tratar de resguardarme fue agacharme”, explica Rojas. “Mi esposa me gritaba que nos iban a matar, eran tantos los disparos que eso no era una simple disuasión, ellos nos disparaban para matarnos”, añade.
El ataque, según contaría después Rojas, duró más de un minuto. Al menos 13 de los 24 militares que integraban el convoy castrense –tres camionetas en total– reconocieron haber disparado en sus declaraciones posteriores: dos que iban en el primer vehículo, una Chevrolet Cheyenne, siete del segundo y cuatro del tercero, los últimos dos, tipo Humvee. De acuerdo a la cuenta de los proyectiles con que salieron, y luego volvieron al cuartel, los militares accionaron sus armas en 119 ocasiones. Además de los balazos que recibieron los seis integrantes de la familia, la camioneta de Saúl Rojas sufrió 38 impactos, 22 de los 38 en la parte alta de la carrocería y los cristales, y solo uno en las llantas. Según el relato que González dio a la Fiscalía, los militares dispararon antes de llegar a su altura, durante y después. “Llegó un momento en que dos de sus vehículos quedaron atrás del nuestro y seguían disparando”, explica la mujer. “Lo sé porque volteé, porque me preocupaban los niños y los vi. Fue entonces cuando sentí el disparo en la espalda”, añade.
19 años
A más de seis meses de lo ocurrido, todavía no existe una explicación medianamente convincente de por qué ocurrió lo que ocurrió. Pese a las versiones iniciales, no hay prueba alguna de que aquel 6 de mayo se registrara algún enfrentamiento en la zona, que hubiera predispuesto a los integrantes del convoy militar a que una agresión en su contra resultaba inminente. De aquel día, la Fiscalía General del Estado solo señala un evento en la zona, la recogida de tres cadáveres en el poblado de La Lapara, cercano a La Cieneguilla, diligencia a la que agentes de la dependencia acudieron acompañados de militares. Pese a la ambigüedad inicial, el Ejército secunda ahora la versión de la Fiscalía estatal: “Los militares apoyaban a personal de la Fiscalia estatal en el levantamiento de cuerpos tras un enfrentamiento entre grupos criminales”. Ese enfrentamiento había ocurrido el día anterior.
En sus declaraciones ante diferentes autoridades estos meses, los elementos de tropa que integraban el convoy dibujan una posible confusión como origen del ataque. Así, 15 de los 24 militares entrevistados señalan que escucharon detonaciones provenientes del cerro, junto a la carretera, o de una “elevación” situada del lado izquierdo de la pista, momento antes de cruzarse con la camioneta familiar. Uno de los soldados afirmó haber visto, ademas, a tres individuos armados en esa elevación, quienes supuestamente huyeron al percatarse de la presencia militar. Como contraste, ninguno de los cuatro integrantes de la familia que sobrevivieron al ataque vieron gente armada. Tampoco escucharon disparos.

La versión del teniente, el oficial al mando del convoy aquel día, añade algo de incertidumbre al relato de la confusión. En su declaración ante la FGR el 6 de mayo, dijo que no escuchó disparos provenientes del “cerro, la maleza o del lado de la camioneta negra” familiar y que, cuando se percató de que los elementos militares bajo su mando dispararon, dio la orden de que dejaran de hacerlo. De ahí que, ahora, la Fiscalía militar acuse de desobediencia a sus subordinados: nadie les había dado la orden de disparar. En otra declaración ante la FGR, rendida cinco días más tarde, el mismo teniente señala, ambiguamente, que cuando el vehículo familiar pasó el convoy, “a exceso de velocidad”, sí escuchó detonaciones de arma de fuego. No queda claro si se refiere a las de sus elementos o a las de alguien más.
La edad de los soldados implicados dibuja la otra cara de la moneda de esta tragedia, y de la herida que es México, en general, país que cuenta cada día más de 40 asesinatos, donde áreas enteras figuran bajo el control del crimen. De los 13 elementos que dispararon contra la familia, 8 tenían 25 años o menos, según información que obra en las carpetas de investigación. De esos ocho, tres contaban apenas 19. Todos los procesados son elementos de tropa, es decir, soldados y cabos, los elementos de menor rango de la cadena de mando castrense. El teniente al mando del convoy ha quedado fuera del radar de los investigadores, igual que los integrantes de la parte alta de la cadena de mando a la que respondían los implicados, el comandante del 42º Batallón de Infantería y los mandos de la Zona y la Región Militar.
Casquillos en el suelo
Cuando bajaron de la batea, Gael Medina se sentó en la orilla de la carretera. Tenía sueño y le dolía la pierna. Preocupada, su hermana Silvia le tocaba y sentía que estaba frío. Como podía, intentaba taparle el sol y evitarle así una molestia añadida. Anabel González mientras tanto miraba la batea de la camioneta, ya desde fuera, incapaz de atender el dolor que sentia en la columna, por la esquirla que se le había clavado en la parte baja de la espalda. “Yo le gritaba a mi esposo Saúl que nos subiéramos a la batea. Vi las lesiones que traíamos los dos y que Leidy y Alexa ya no tenían vida, y pensé que era mejor subirnos y morir junto a ellas”, narra.
La mujer subió a la batea. Se acercó a las niñas. Aproximó su mano al rostro de Leidy, su hija, le apartó el pelo de la cara y vio la herida que tenía en la cabeza... Su esposo también subió, tomó a la niña en brazos, la sacudió mansamente, como si tuviera miedo a despertarla. Luego se levantó. Se quedó ahí de pie, gritando, “¿qué han hecho, qué han hecho?”, lleno de sangre, la nariz triturada por un balazo. Poco después sintió que se desmayaba y, si no hubiera sido porque varios soldados lo agarraron, se habría estampado contra el suelo. Pero los soldados lo contuvieron y lo dejaron sentado junto a la rueda de la camioneta, donde pasaría las horas siguientes.
Anabel González volvió al asiento del copiloto, acusando ya el dolor en la espalda. Si lloró, no lo dice. Si le gritó algo más a su esposo, a sus sobrinos, tampoco. En ese rato, los soldados ya se habían dado cuenta de la gravedad de la situación y habían llamado a dos ambulancias. El problema era que la zanja que había en la carretera iba a impedir que los vehículos llegaran hasta ellos, así que algunos se pusieron a rellenarla. Mientras tanto, otro grupo de militares, preocupados quizá por su futuro, empezaron a recoger casquillos del suelo. González vio al menos a uno de los soldados hacerlo. Silvia dice que vio a “muchos”.
Cuando llegaron, las ambulancias se quedaron del otro lado de la zanja, rellena a medias. En la siguiente hora y media, agentes de la Fiscalía local, a bordo de camionetas capaces de salvar el agujero en la carretera, llegaron con ellos, les subieron y les dejaron junto a los vehículos médicos, que les llevarían al hospital. El matrimonio subió a una ambulancia y Silvia y Gael a otra. Para estar comunicados, González le dio a Silvia su celular. De camino, una prima, hija de sus tíos, hermana de Leidy, llamó. Silvia intentó contestar, pero tenía tanta sangre en las manos que no pudo hacerlo. A la segunda llamada, lo logró. La prima no sabía nada y Silvia tuvo que explicarle que les habían disparado, que habían herido a sus tíos. “Le dije que Alexita murió y no sabía cómo decirle que también su hermana Leidy había fallecido, pero al final sí le dije. También le dije que no pude hacer nada”.
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