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Ivan Krastev, politólogo: “El excesivo pesimismo europeo es una estupidez, una profecía autocumplida”

El pensador búlgaro sostiene que “Europa está comprando tiempo, pero no puede seguir equivocándose, es el vegetariano invitado a una cena de caníbales”

Claudi Pérez

Griegos, romanos, bizantinos, otomanos y eslavos: los hilos con los que se entretejen las calles de Sofía cuentan una historia milenaria. En la capital búlgara, las cicatrices del comunismo aún dialogan con las promesas evanescentes del liberalismo. Recién llegado de Viena, el politólogo Ivan Krastev (Lukovit, 60 años) recibe en la sede del Centro de Estrategias Liberales. El objetivo es hacerle reflexionar en voz alta sobre Europa. La entrevista se demora por una razón de peso: Krastev, uno de los intelectuales más brillantes en estos tiempos de venganza y fundamentalismo, ofrece al periodista una deliciosa comida libanesa junto a su equipo. Su último libro termina citando una novela de Rudyard Kipling que tiene dos desenlaces: había un final trágico, pero su madre le exigió que incluyera también un segundo final feliz. Con Europa sucede lo mismo: puede pasarse la vida de luto por el desplome del orden liberal, o puede tratar de regresar a un escenario plagado de alternativas en medio de una pelea apasionante y feroz. ¿Cuál de los finales de Kiplig prefiere para Europa? Bajo la luz alimonada de su despacho, Krastev se alinea con la estirpe —infrecuente— de los pensadores esperanzados. “Hay que escapar del velo del pesimismo europeo que todo lo envuelve, porque es una estupidez y porque acaba convirtiéndose en una profecía autocumplida. La madre de Kipling tenía razón”.

Pregunta. El aliado histórico de Europa, EE UU, le da la espalda. Hay guerras en el vecindario. El orden liberal se tambalea. En Gaza, Trump fabrica un acuerdo y los europeos pagan la factura. ¿Qué le pasa a Europa?

Respuesta. Europa está comprando tiempo. El mundo para el que estaba preparada ha desaparecido: el epicentro se decanta al Indo-Pacífico por razones demográficas y económicas, y hay una pujanza del poder duro para el que está mal equipada. Europa hizo malas apuestas hace 20 años: el poder blando y los valores liberales retroceden ante una geopolítica durísima. Somos los vegetarianos invitados a una cena de caníbales.

P. ¿A qué precio sale eso de comprar tiempo?

R. Es caro. Hay que pagar capacidades militares. Hay que invertir para desenchufarse de la energía rusa. Hay que gastar contra el cambio climático. Hay que readaptar la economía a la revolución tecnológica. Y sí, nos toca pagar la factura en Gaza, y ya veremos en Ucrania.

P. Europa como cajero automático de Trump.

R. Con Kiev el resultado puede ser peor: el ucranio es el único gran ejército que hay entre Rusia y Europa. Si el plan incluye desmilitarizar Ucrania eso es aún más peligroso para Europa que para la propia Ucrania. Los europeos están culpando a sus líderes por los errores cometidos y por la exasperante lentitud en la adaptación a ese nuevo mundo.

P. ¿Cómo le irá a la UE en esta era posdemocrática?

R. Es una era más posliberal que posdemocrática. La democracia sigue ahí, aunque su versión moderna es básicamente el Gobierno de la mayoría. Las elecciones no van a desaparecer, lo que desaparece son las restricciones al poder ejecutivo. No hay contrapesos. Y eso coincide con una polarización brutal: no hay instituciones independientes porque cada bando cree que si no toma el control lo tomarán sus enemigos.

P. Está describiendo al titán del liberalismo: EE UU.

R. Menuda paradoja: allí estamos viendo la deriva más peligrosa, con niveles de concentración de poder y riqueza nunca vistos. Cuanto más fuertes son un puñado de empresas tecnológicas, menos privadas e independientes son: cuando Musk se expresó abiertamente contra Trump se vio que podía ser aplastado si no se largaba. La línea divisoria entre democracia y autoritarismo es la frontera menos vigilada del mundo. Trump pasará, pero esos magnates no son algo transitorio.

P. ¿Cómo afecta eso a Europa?

R. Europa es una rareza porque está formada por dos docenas de Estados pequeños y medianos. No podemos volver al Estado nación: seríamos irrelevantes. Y ha desaparecido el apetito por más integración, con opiniones públicas cada vez más escépticas. La ultraderecha, que quería abandonar la UE, ha dejado atrás esa idea de romperla: Orbán es el principal aliado de Trump en Europa, pero su verdadera apuesta es China, y eso solo tiene sentido si Hungría forma parte del mercado único. La ultraderecha era antiamericana, pero ahora se alía con Trump: en una revolución, las identidades son sumamente volátiles. Eso tiene unas consecuencias que apenas hemos empezado a ver.

P. ¿Debe Europa cambiar su aproximación hacia China?

R. Esa ilusión de neutralidad con China que tienen algunas almas cándidas se topa con la realidad: Europa sigue dependiendo de la tecnología y la seguridad estadounidense. Desvincularse de Washington es un objetivo loable, pero ilusorio. La UE va a recibir enormes presiones por ambos lados. En la guerra comercial, nuestros instintos son proamericanos, pero la sobreproducción de China puede destruir la industria europea de las renovables o los coches. Somos víctimas de nuestros fracasos, pero también de nuestros éxitos. La desmilitarización es lo que perseguíamos en 1945: ahora es fuente de inseguridad. El poder blando es atractivo: pero llegan los migrantes y los vemos como una amenaza.

P. Fukuyama nos vendió el fin de la historia en 1989.

R. Era más sofisticado de lo que parecía. La democracia, como el capitalismo, es mutante: eso fortalece a los sistemas. La pregunta es cómo nos vamos a reinventar ahora: de las guerras salimos con esa idea genial que es el Estado del bienestar, pero a ver quién que se saca de la manga otra genialidad con el declive demográfico e industrial de Europa, con su retraso tecnológico, con ese velo del pesimismo que todo lo envuelve y que es una estupidez porque termina siendo una profecía autocumplida. EE UU y China nos llevan 10 años de ventaja. ¿Dónde van a invertir su dinero los fondos de pensiones europeos? Esa es la cuestión.

P. ¿Dónde lo haría usted?

R. Una de las respuestas es la defensa. Pero somos clientes del Pentágono. No tenemos compradores. No tenemos un Estado Mayor ni una defensa común. Hemos llegado tarde a los drones: hay que preguntarse qué será lo siguiente. Los europeos están convencidos de que el mundo los ama, pero no es así. Por el peso de la historia: fuimos un imperio. Y por ese acento en los valores y en el poder blando: muchos nos ven como hipócritas o como débiles, porque no pintamos en Gaza ni en Ucrania.

P. ¿Le preocupa la altura que pueda alcanzar ola populista?

R. Me preocupa Alemania. Para tener una Europa de la defensa es imprescindible Alemania, con su industria y su ejército. Ahí topamos con un tabú. Más aún con los ultras de AfD al alza: queremos una Europa fuerte, pero nos rondan los fantasmas del pasado.

P. ¿Y Francia?

R. La Francia de Macron tiene los instintos adecuados para liderar pero no tiene la fuerza política: Macron es brillante diagnosticando, pero ha sido incapaz de forjar coaliciones. Tenemos una crisis política enorme en Francia, con Le Pen a la espera, y una crisis de modelo en Alemania, con la ultraderecha mordiendo.

P. Por detrás está Meloni en Italia, una Polonia que pisa fuerte y una España en la que resiste la socialdemocracia.

R. El caso español es interesante. La socialdemocracia es la gran perdedora de la ampliación al Este, de la Gran Crisis y del covid. Sánchez ha surfeado esa ola apuntándose a los liderazgos fuertes, a lo Obama y a lo Macron, y con posiciones en las grandes agendas internacionales (Gaza, OTAN, migración) más cercanas a las de Latinoamérica que al consenso europeo. Me interesa el auge ultra en su país: hace 10 años todo el mundo decía que España estaba vacunada, pero nadie es inmune a ese virus.

P. ¿Por qué?

R. Después del crash del 29, la gente perdió la confianza en el mercado. Desde los setenta perdió la confianza en el Gobierno. Ahora no hay nada en qué confiar. Y es todo más volátil: las izquierdas quieren desregular y gastar en defensa, las derechas quieren redistribuir. La revolución actual diluye las identidades.

P. Venimos de una sucesión de crisis exasperante. ¿Qué nos espera?

R. Hay tendencias claras, pero no van en una sola dirección. El covid dejó dos lecciones: la principal es que una crisis convierte lo imposible en posible si hay imaginación política. La segunda lección es que la gestión del coronavirus exigía activismo de los Gobiernos y más Europa, y sin embargo en las urnas suben libertarismo y ultranacionalismo. La razón es ese miedo difuso y ese velo del pesimismo: un hogar es algo que uno entiende y en el que es entendido, y las sociedades miedosas y pesimistas han dejado de sentirse cómodas en casa. Desconfían. Esa sensación de que lo mejor ya ha pasado es lo más preocupante.

P. La escritora Arundhathi Roy dice que lo que está pasando lo vio en la India de Modi, pero nunca pensó que sucedería en EE UU y Europa.

R. Miremos hacia atrás: en 1989, los europeos creíamos que todo sucedía aquí, y lo importante ya estaba pasando en China. En 1989, el liberalismo pensó que había triunfado; el etnonacionalismo se frotaba las manos. En 1989 el comunismo se caída a pedazos pero nadie veía venir la nostalgia imperial de Rusia. Y en 1989 Musk estaba abandonando Sudáfrica, frustrado por la percepción que se tenía de la minoría blanca, y empezaba a ver el mundo como una versión más grande de su país. Ahora todos los ojos están puestos en Trump, los autócratas y los tecnomagnates, pero hay puntos ciegos: hay sorpresas esperándonos.

P. ¿Positivas o negativas? ¿Si gana Le Pen puede haber algo positivo?

R. Con Meloni hubo quien vaticinó el final de Europa. No me emociona Le Pen, pero si gana no pienso predecir el final de la historia. Sucede igual con el trumpismo: habrá que concederle a Trump que supo identificar los problemas y está construyendo consensos, aunque no les gusten a los liberales, y a ver si funcionan. Lo más radical de los ultras no es que cambien las respuestas: es que cambian las preguntas. ¿Algunas de las ideas del trumpismo pueden ser parte de la solución? Es probable. ¿Puede Trump destruir el proyecto europeo? También es probable. La versión más optimista es que puede acabar siendo el pegamento que una a Europa. La menos optimista es que puede lograr lo que Putin nunca logrará: dividir Europa, porque alinearse con Trump es una tentación para algunos países.

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Sobre la firma

Claudi Pérez
Director adjunto de EL PAÍS. Excorresponsal político y económico, exredactor jefe de política nacional, excorresponsal en Bruselas durante toda la crisis del euro y anteriormente especialista en asuntos económicos internacionales. Premio Salvador de Madariaga. Madrid, y antes Bruselas, y aún antes Barcelona.
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