“Nunca viviré bajo bandera rusa”: el Donbás controlado por Ucrania no quiere ser moneda de cambio para la paz
La indignación aflora en Kramatorsk y Sloviansk, bastiones de la resistencia al asedio ruso, donde la mayoría respalda a Kiev frente a los planes de Trump y Putin

Una manta sobre el banco de madera protege del frío las posaderas de Ludmila, de 60 años, y otras vecinas que echan la tarde bajo un árbol en un barrio residencial de Kramatorsk, en la provincia de Donetsk, al este de Ucrania. Residen a unos 20 kilómetros de posiciones rusas en una ciudad objetivo constante de ataques enemigos, pero no se alteran lo más mínimo por el estruendo de fondo. Tienen callo. Ludmila confía en que las tropas locales consigan frenar al invasor pero reconoce a su vez que, si estrechan el actual asedio, avanzan y toman la ciudad, ella no se irá. “Sí, me quedaría”, responde. “Tengo amigos y conocidos que viven ya bajo los rusos y, de alguna manera, sobreviven. Viven igual que vivimos aquí. Yo, como todos, lo que quiero es la paz”, agrega esta mujer que ha pasado toda su vida en Kramatorsk y considera que sus raíces son ya demasiado profundas.
La forma de pensar de Ludmila (casi nadie da su apellido) es, sin embargo, muy minoritaria, según los testimonios recogidos por EL PAÍS en los últimos días. La idea de que el 30% de Donetsk que sigue en manos de Kiev se convierta en moneda de cambio y se entregue a Moscú para lograr la paz solivianta a casi todos. Esta solución se ha llegado a sugerir en el proceso negociador que impulsa el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Las provincias de Donetsk y Lugansk —esta segunda en manos rusas casi en su totalidad— integran Donbás, un pulmón económico ucranio, caldo de cultivo del separatismo que el presidente Vladímir Putin desea que quede bajo dominio del Kremlin como parte de su Nueva Rusia.
Los vínculos familiares, económicos y culturales entre Rusia y el este de Ucrania, donde la población es mayoritariamente rusófona, se mantuvieron tras la desintegración hace tres décadas de la Unión Soviética. En Kramatorsk todavía se ven anuncios de minibuses de pasajeros que cubrían la ruta entre ciudades ucranias y las rusas de Moscú, Bélgorod o Kursk. Pero son el recuerdo de tiempos prebélicos, cuando Donbás contaba con seis millones de habitantes, aproximadamente el doble que ahora.
Las propias autoridades de Kiev han desplegado una campaña para acabar con la rusificación e imponer la cultura y la lengua ucrania, algo que, estiman, puede llevar no menos de 10 o 15 años. “Es absolutamente necesario” para contrarrestar “la propaganda rusa”, señala durante una entrevista el alcalde de Sloviansk, Vadim Lyakh, de 52 años. Desde 2022 ha dejado de emplear el ruso en público pese a que era su primera lengua, como ocurre con la mayoría de ciudadanos en Donbás. Lyakh considera que el proceso será más sencillo entre los niños y jóvenes que entre las personas ya de 60 o 70 años. “Yo sigo pensando en ruso”, reconoce Svetlana Vyinychenko, de 53 años, asistente del alcalde. Lyakh cree que, en el fondo, el intento de dominar Ucrania por parte de Putin es solo el primer paso para tratar de restaurar la URSS. “[Ese plan de entregar Donetsk] deteriora el espíritu de lucha de nuestros combatientes y la moral de la gente”, agrega el regidor, que califica esa propuesta de “traición”, como si fuera una “venta esclavista” digna de tiempos medievales.
“Nunca viviré bajo bandera rusa. Nunca formaré parte de un Estado terrorista”, afirma sin pensarlo Emil Scar, de 20 años, en Zaboi, la tienda de ropa con diseños que resaltan la identidad de Donetsk en la que trabaja. Vive con sus padres, tiene novia y cuenta que tratará de aguantar en Kramatorsk todo lo posible. El proyecto Zaboi nació en 2013 en la ciudad de Donetsk. Al año siguiente, Rusia lanzó la invasión del este de Ucrania y se lo tuvieron que llevar a la zona bajo dominio de Kiev. Por el local deambulan militares que adquieren camisetas con dibujos y nombres de las distintas localidades de la región sin distinciones entre las que están ocupadas y las que no.
Después de caer el sol, manteniéndose el círculo vicioso de la guerra, un dron ruso alcanza el mercado de Kramatorsk por segunda vez en 24 horas. Hace poco que los comercios han echado el cierre y no hay víctimas. Los bomberos sofocan las llamas de varios locales en un ritual que repiten de manera cotidiana. A los pocos minutos, llega Yuri, de 58 años, uno de los propietarios. Con ayuda de varios hombres salva herramientas y documentos del interior de su empresa de maquinaria abierta desde 2005.
Yuri calcula que ha perdido en torno a 10 millones de grivnas (más de 200.000 de euros) pero se considera “afortunado” porque una hora antes el ataque le habría sorprendido allí. “¿Qué daño le he hecho yo a los putos rusos?”, se pregunta alterado. En medio de los lamentos del empresario, las alarmas saltan ante la posible llegada de un nuevo dron, una técnica que a veces emplean las tropas invasoras para atacar a los equipos de emergencia. Todos los presentes abandonan el lugar a la carrera hasta que, pasados unos minutos, pueden retomar sus tareas. Por la mañana, el mercado reabre con normalidad salvo esos comercios arrasados.
La ciudad, que contaba con casi 200.000 habitantes antes de la gran invasión rusa de 2022, mantiene su ritmo pese a los drones, los misiles, las bombas aéreas… Cada mañana a primera hora, Victor, de 52 años, baja de su casa, escoba en mano, y barre todas las hojas de la calle. “Hay que mantener el orden y la limpieza, haya o no haya guerra”, afirma mientras vuelca la caja de cartón en la que las recoge sobre un contenedor. Delante del Ayuntamiento, el popular restaurante asiático Woka no ha cerrado sus puertas en toda la contienda. La responsable, Olga Levchenko, de 56 años, explica que los militares representan una parte importante de la clientela, lo que permite a la población local seguir trabajando. Así, el conflicto acaba compensando en cierta medida la falta de actividad económica de todos los habitantes que se han ido. “Pagamos impuestos, se limpian las calles, y la ciudad sigue viva aunque estemos cerca del frente y nuestro círculo casi se reduce a ir de casa al trabajo y de nuevo a casa”, explica Levchenko, que tratará de seguir en Kramatorsk todo lo que pueda.
Hay otros locales que no han corrido la misma suerte. Un misil impactó de lleno en el Ria Pizza matando a 13 personas en el verano de 2023, entre ellas la escritora Victoria Amelina. La dimensión del ataque recordó al de la estación de trenes en 2022, cuando cientos de personas estaban siendo evacuadas y otro misil acabó con la vida de unas 60 de ellas, la mayoría mujeres y menores.
Hoy, tres años después, pueden verse algunos grupos de adolescentes tratando de matar el tiempo en la ciudad. La guerra, sin embargo, ha pasado factura por algunos de ellos. Ksenia, de 13 años, resultó herida el pasado 29 de agosto cuando un dron golpeó una oficina de la compañía privada Nova Postha, la principal empresa de correos del país, y mató a un hombre de 49 años. Junto a un grupo de amigas de entre 13 y 15 años comparte una botella de bebida energética mientras conversan sentadas en la cancha deportiva de su colegio, que aparece justo detrás de ellas tras ser bombardeado en 2023. Pese a todo, lo que más echan de menos es la normalidad de poder asistir a clases presenciales, pues la contienda sigue imponiendo la enseñanza online. “Hemos llorado mucho”, reconoce Ksenia.
Capital de la resistencia
Kramatorsk es hoy algo así como la capital del territorio de Donbás que resiste bajo autoridad del Gobierno de Kiev. Junto a la vecina Sloviansk, ambas forman un muro de contención desde 2014 frente al deseo de Moscú de tomar otras regiones ucranias como Dnipropetrovsk. Otras localidades de Donetsk, como Pokrovsk o Konstiantinivka, no han caído, pero sufren un asedio terrible.
Vadim Lyakh es alcalde de Sloviansk desde 2015, con lo que tiene una buena perspectiva de todo el conflicto. Putin, apoyado en que la población es rusohablante, cree que otras regiones como Odesa o Járkov se unirían de forma voluntaria a ese proyecto de Nueva Rusia, algo que no ocurrió. “En Latinoamérica se habla español porque España colonizó estos países. Pero el rey de España no tiene intención de anexionarse de nuevo todos los países solo porque allí la gente habla español”, pone como ejemplo.
En las afueras de Sloviansk, Oleg, de 72 años, da un impulso a su pensión como vendedor ambulante de productos lácteos por los pueblos de la zona. Un grupo de mujeres rodea el maletero de su coche abierto el pasado jueves en Myrne. Halina, de 78 años, se pone al día junto a otras vecinas que no se alteran cuando, de fondo, suena algún que otro zambombazo. La mujer cuenta que su hijo, su nieto y su yerno combaten al invasor ruso en las filas del ejército ucranio. Por eso teme que, si algún día llegaran los rusos, matarían a su familia de las primeras. “Pero creo que no van a llegar”, concluye optimista.
Fuentes próximas a las autoridades reconocen que, una pequeña parte de la población de Myrne es prorrusa y que colaboraría con la nueva autoridad si se produce la invasión o si llegara a entregarse la zona no ocupada de Donetsk. Pero añaden que este grupo no supera el 2% o el 3%. También el alcalde de Sloviansk se refiere a ese “pequeño porcentaje” de personas alineadas con el Kremlin. Sin embargo, en la zonas ocupadas de Donetsk y Lugansk los testimonios recabados por EL PAÍS indican que la mayoría de los que acceden a hablar prefieren estar bajo autoridad rusa. Muchos han escapado o se protegen guardando silencio.
Debajo de donde despacha sus productos Oleg, la curva de la carretera acoge entre otros locales el colmado y cafetería que regenta Kiril, de 31 años, que presenta además un improvisado museo de la guerra con algunas piezas incluso de las dos guerras mundiales. “No tengo esperanzas de que vayamos a liberar la ciudad de Donetsk. No lo necesitamos. Mucha gente ha sido asesinada ¿Para qué? Para mí, como ciudadano de la región de Donetsk ocupado desde 2014, no tengo manera de aceptar a esa gente. Lo que quiero es salvar el territorio que mantiene Ucrania en estos momentos y salvar cuantas más vidas mejor”. En cuanto a la posibilidad de cerrar la contienda entregando Myrne y el resto del Donetsk que controla Kiev, Kiril es concluyente. “No puedo imaginar que se ceda esto a Rusia sin combatir. Todos los militares que conozco nunca lo aceptarían. Habría un gran odio contra [el presidente Volodímir] Zelenski y el Gobierno. Nadie va a entregar gratis este territorio a los rusos”, zanja.
Victor, el vecino que barre su calle cada mañana, afirma que la esperanza es lo último que se pierde. “Pero cuanto más se alargue la guerra, menos esperanza nos queda”, sostiene. “Vemos cómo la línea del frente se acerca. Los civiles no dejan de sufrir. Vimos qué pasó en Bajmut, y lo que sucede ahora en Pokrovsk, en Chasiv Yar…”, enumera recordando localidades arrasadas. “Me quedaré aquí hasta el final, pero si los rusos llegan, sin duda dejaré Kramatorsk. Mientras tanto, seguiremos barriendo. Todo es muy triste, muy triste”, concluye.
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