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Fernando Fitz-James Stuart sobre los salones privados del palacio de Liria: “Mi abuela Cayetana quiso que fuese una casa”

Las estancias de la Casa de Alba custodian un ingente legado artístico, pero también decorativo. Entramos en uno de los secretos mejor guardados del patrimonio madrileño para contar una historia inédita

Fernando Fitz-James Stuart Palacio de Liria
Carlos Primo

En el jardín del Palacio de Liria hay diez esfinges. Nadie sabe con exactitud desde cuándo están ahí. Puede que en 1785, cuando se inauguró este palacio, decorasen el friso de la fachada principal de este edificio concebido por el francés Guilbert y concluido por Ventura Rodríguez. Los historiadores creen que su ubicación actual, custodiando senderos o flanqueando escalinatas, pudo decidirla Jean-Claude Nicolas Forestier, el arquitecto paisajista más importante de la belle époque, autor de buena parte de las promenades de París, pero también del Parque María Luisa de Sevilla o los jardines de Pedralbes de Barcelona. De hecho, una de esas esfinges aparece en una fotografía que el propio Forestier tomó en 1916, cuando rediseñó el jardín, distribuyó fuentes y esculturas y creó un intrincado parterre que hoy conserva su forma original. Es una excepción: durante la Guerra Civil, un avión del bando sublevado destruyó los interiores del palacio, del que solo quedaron las cuatro fachadas. Por eso, con las esfinges sucede como con todos los demás elementos del palacio: su historia exige ser contada con varias voces, en distintos tiempos, a partir de visiones no siempre coincidentes. Y aun así, una vez unidas todas las piezas, el puzle sigue guardando más de un secreto.

Hasta que Carlos Fitz-James Stuart, el actual duque de Alba, abrió su casa al público en 2019 esta fue, a su vez, uno de los secretos mejor guardados del patrimonio madrileño: un enorme jardín con un caserón a un paso de la Plaza de España cuya puerta solo había traspasado una élite. Liria es uno de los escasos palacios europeos que siguen habitados por la familia que lo construyó, pero los tiempos cambian: ahora los visitantes recorren a diario las opulentas salas que albergan el grueso de la colección artística de la casa, las mismas que, este verano, acogieron las esculturas pop de la portuguesa Joana Vasconcelos. Pero la cosa cambia cuando subes al segundo piso, desaparece la pompa de las estancias abiertas al público y entras en una escala más privada. Son las estancias que aparecen en este reportaje: una colección de salones con molduras y frisos neoclásicos, salas con paredes de vivos colores y sofás estampados que se abren al salir de un ascensor profusamente decorado.

“No es una casa minimalista”, concede con una sonrisa Fernando Fitz-James Stuart (Madrid, 35 años), duque de Huéscar, hijo del duque de Alba y nieto de la célebre Cayetana. El aristócrata continúa: “Esta es una casa francesa llena de muebles ingleses, franceses y holandeses, con mucha información, y también un reflejo de la personalidad de mi abuela, que vivió en España y también fuera, que hablaba cinco idiomas y se crio viendo cómo su padre recibía aquí a todo tipo de personalidades, intelectuales de dentro y fuera de España”. Las habitaciones de este reportaje son un retrato de ese gusto y eran prácticamente un secreto hasta ahora. En la geografía de un palacio cuyo ingente peso artístico y arquitectónico ha sido documentado y catalogado hasta la extenuación, que ha protagonizado libros y cuya historia está profusamente narrada en todo tipo de publicaciones, desde gacetas académicas hasta revistas del corazón, los salones de la segunda planta apenas han recibido atención. Tal vez porque en ellos prima lo decorativo. Hablar de Liria es hablar de las pinturas de Zurbarán, Rubens o Goya, pero la suerte de que un palacio tenga 26 salones es que su historia también se puede contar, como mínimo, desde el papel pintado de cada uno de ellos.

La densidad narrativa del palacio de Liria articula el último proyecto de la casa de Alba, la firma de perfumería de autor Fitz-James Stuart, ideada por Fernando y su mujer, Sofía Palazuelo (Palma, 33 años). No era una iniciativa previsible: él se dedica a las finanzas y ella es una experta en promoción de arte contemporáneo. Pero, entre la cantidad de ideas que una casa aristocrática podía llevar a cabo para expandir su nombre, esta resultaba particularmente adecuada para contar una historia de siglos. “La divulgación es fundamental”, afirma Fernando Fitz-James. Los duques de Huéscar se casaron en Liria en 2018 y desde entonces han aportado ideas propias a la Fundación Casa de Alba, que agrupa el patrimonio artístico de la familia. También el mecenazgo y el diálogo cara a cara con los genios de su tiempo: si sus antepasados acudieron a los artistas más destacados del momento para encargar obras de arte y piezas decorativas, ellos han introducido el arte contemporáneo en la ecuación. “Para preservar hay que valorar el pasado, pero también siempre tener un ojo en el futuro”, afirma Palazuelo, que ha sido una de las artífices del exitoso proyecto con Joana Vasconcelos. Ahora, le han encargado a Alberto Morillas, uno de los perfumistas más influyentes y prestigiosos del mundo, la creación de cuatro fragancias que rescatan otros tantos ángulos en sombra de la historia de la familia. El nombre de la primera entrega, The Unseen —lo nunca visto—, subraya este particular momento revelador. Y su logo, por cierto, es una esfinge.

Estilo internacional

Lo primero, el nombre: Fitz-James Stuart es el apellido inglés de la saga iniciada en el siglo XVII por el duque de Berwick. Deslindar la genealogía daría para varios reportajes como este, pero Fernando Fitz-James Stuart se encarga de cortar el nudo gordiano. “Queremos que el público entienda que hablamos de una familia completamente española, pero con ascendencia británica y herencia francesa. Unos señores ingleses que se instalan en Madrid en el siglo XVIII, construyen esta casa, se casan con familias españolas y en algún momento hacen esa unión con la casa de Alba. Así que es una familia española muy cosmopolita, muy internacional. La suerte que tenemos es la trazabilidad. Desde el primer duque de Alba o de Berwick, conocemos muy bien a todos los personajes y tenemos su documentación en el archivo, sus retratos o los tapices que compraron. Aquí están los manuscritos de nuestro antepasado Cristóbal Colón, el último testamento de Fernando el Católico, miles de documentos, cartas de artistas y filósofos, obras de arte y hasta la herencia de la emperatriz Eugenia. Todo eso se conoce, pero hay mucho más. Y nosotros nos hemos propuesto contar toda esa historia”, explica. En cierto modo, este proyecto es la constatación del interés que suscita el palacio desde su apertura al público, tal y como señala Palazuelo: “Desde que la casa está abierta se han hecho proyectos que son muy enriquecedores desde el punto de vista personal, y lo disfrutamos mucho”, apunta. “El director de la fundación hace un trabajo magnífico, y me parece muy positivo que la casa siga viva y no se quede en una cosa puramente del pasado”.

Mil vidas

El palacio de Liria nació dos veces. La primera, a finales del siglo XVIII, cuando el duque de Berwick decidió instalarse en un edificio de nueva planta alejado del Paseo del Prado, la zona más popular para la aristocracia. Eligió un solar apartado, cerca del cuartel del Conde Duque y no lejos de los conventos que circundaban el nuevo Palacio Real, y decidió también darle una configuración inédita: un palacio de estilo francés, rodeado de jardín por sus cuatro costados, con una fachada neoclásica que recuerda a la del Palacio Real de Madrid. Durante el siglo XIX, se convirtió en una referencia habitual para la nobleza.

La segunda vez que se construyó el Palacio de Liria fue después de la Guerra Civil. Cuando fue destruido, en 1936, las obras de arte estaban a buen recaudo desde el inicio de la guerra y la familia estaba ausente, pero los interiores habían desaparecido. La costosísima reconstrucción mermó para siempre las arcas de la familia, pero fue el proyecto de vida del XVII duque de Alba, que murió en 1953, tres años antes de su reinauguración oficial. Su heredera, Cayetana de Alba, asumió la misión como propia y completó una ambiciosa reconstrucción que incluyó no solo volver a erigir las estancias y amueblarlas —sus hijos solían comentar, no sin cierta amargura, que prefería gastarse el dinero en cuadros o muebles que en barcos—, sino también catalogar su patrimonio artístico y restaurarlo de cara a su inclusión en la fundación constituida en 1976.

La figura de Cayetana, la duquesa de Alba, reina de la prensa social e icono pop por derecho propio, es insoslayable en su palacio madrileño. Fue ella quien tejió una intensísima vida social durante los años de la transición, cuando sus salones se convirtieron en punto de encuentro habitual para políticos y artistas, escritores y sindicalistas, pintores y músicos. Y también fue ella quien, una vez concluida la zona más institucional de la casa, emprendió por su propia iniciativa la decoración de unas estancias a medio camino entre la parte privada —los apartamentos donde vivían los distintos miembros de la familia— y la pública. Estos salones cuentan una faceta de la vida de la familia, igual que la capilla decorada con paneles de Sert o la enorme cocina, una de las primeras en preparar platos asiáticos en España.

El ‘goût’ Cayetana

“Cuando Liria se reconstruyó, mi abuela y su padre decidieron que sería una casa. Si la reconstrucción la hubiese hecho una institución en lugar de una familia, todo habría sido más museístico, con paredes blancas. Pero ella quiso que fuera una casa, que viviéramos en ella y que reflejase sus vivencias”, explica Fernando Fitz-James Stuart. La mayoría de los muebles los adquirió la propia Cayetana: en los salones de este reportaje, únicamente las pinturas y una librería inglesa del siglo XIX proceden de la vivienda de la calle Princesa donde residió la familia durante la reconstrucción. La duquesa de Alba compraba en anticuarios de toda Europa, pero principamente en París y Venecia, como la monumental lámpara de Murano que preside el salón amarillo: un espacio abigarrado, colorista (y, paradójicamente, ordenado) que recuerda el gusto personal de Cayetana. La duquesa también era aficionada a los papeles pintados ingleses, que sirven como telón de fondo a una colección de pinturas menos imponente que la que muestran las estancias del piso inferior, pero muy interesante. Hay retratos de familia, pinturas de estilo trovador, bodegones flamencos y vedutas italianas; también porcelanas de distintas épocas y un sinfín de objetos cuidadosamente ordenados.

Aunque se cree que en los interiores del palacio, especialmente en las estancias privadas, intervinieron profesionales como el legendario decorador portugués Duarte Pinto Coelho, en estas estancias la principal huella es la de la duquesa y su batallón de colaboradores. Por ejemplo, el pintor que eligió los colores de las molduras y las paredes, aun hoy sorprendentemente intensos, o su tapicero, que renovó con telas inglesas o venecianas las numerosas piezas de la estancia. De ello da testimonio una pequeña butaca francesa cuya singular tapicería de petit point, cuentan, procedía de unas cortinas desechadas. O las antiguas cortinas, de tejido valioso pero sobrio, que actualizó con unos bandeaux hallados en un anticuario. Desde su reconstrucción, Liria ha dado trabajo a cuatro generaciones de tapiceros, y también a ebanistas, restauradores, doradores y artesanos de distintas especialidades. Quienes trabajaron con la duquesa lo confirman: salvo algunas sillerías elaboradas a medida, todo es de época y todo refleja un perfeccionismo rayano en lo obsesivo. Cayetana de Alba tenía un gusto ecléctico y riguroso. Del mismo modo que se hizo famosa por combinar vestidos de alta costura con coloridas prendas de mercadillo ibicenco y que, durante la reconstrucción del palacio, se preocupó de instalar un tablao flamenco para bailar todas las mañanas con su guitarrista de confianza, su noción de la decoración estaba basada en una coherencia que no le importaba romper.

Del goût Rothschild, el estilo decorativo de esta familia de riquísimos banqueros, se decía que era un compendio de lo máximo. Cayetana sabía salirse por peteneras. Sobre un armazón de mobiliario neoclásico, el más afín a la arquitectura de Liria, ella sabía distribuir rarezas y chinoiseries, grabados antiguos y tesoros de anticuario. Solo tras su fallecimiento en 2014, sus herederos se atrevieron a redecorar un saloncito para exponer dos joyas pocos conocidas de la colección: un conjunto de urnas grecorromanas y una serie de grabados de Goya. Aquí, la atmósfera es sosegada y el mobiliario, de un sofisticado estilo imperio, está tapizado en tela dorada. La alfombra persa es de las más antiguas de la casa.

Oler la historia

Como todas las residencias centenarias, Liria es un palimpsesto. Esa capacidad para contener retazos de personajes e historias acumuladas a través de los siglos es lo que tratan de canalizar también los perfumes Fitz-James Stuart. No Time For Roses —Sin tiempo para rosas—, por ejemplo, habla de Rosario Falcó (1854-1904), la bisabuela del actual duque. Fue una consumada paleógrafa que invirtió su tiempo y esfuerzo en ordenar y estudiar el archivo de la casa, hoy tan valioso como su colección de pinturas. “Su historia es menos conocida que la de otras mujeres de la familia, pero vale la pena contarla”, cuenta Sofía Palazuelo. La fragancia guarda sus propias sorpresas: evoca el aroma de la rosa pero no la incluye entre sus ingredientes. Alberto Morillas, un sevillano educado en Suiza, ha disfrutado de carta blanca para imaginar perfumes para los temas propuestos. Hay más: Unseen 1785 habla del origen del palacio, Quince Días de Abril alude a la época de floración de las glicinias en el jardín. Y La Hora Nocturna pone en primer plano una escultura modernista poco conocida que preside uno de los salones de la casa. “El olfato se queda en el fondo de la mente, nunca lo olvidas. Para nosotros, es una vía de divulgación. Hay casas de perfumes que se inventan historias, pero en nuestro caso no hay que inventarse nada. Hemos rescatado relatos menos obvios pero que pueden ser muy bonitos”, sigue Palazuelo.

En el Liria menos transitado, el ajeno a las visitas turísticas, estos relatos surgen a cada paso. Por ejemplo, para subir al ala privada se puede tomar una escalera presidida por un retrato del XV duque de Híjar o, mucho mejor, tomar un pequeño ascensor primorosamente decorado con papel marmolizado, molduras doradas y miniaturas neoclásicas. Es un capricho, pero también responde a una idea ya extinta de lo que debía ser una morada aristocrática: un lugar donde todo fuese auténtico y todo apuntase a la historia de la familia. Durante la visita, anotamos el título de una curiosa pintura que representa un episodio protagonizado por Luis XIII y Madame de La Fayette. Al indagar sobre ella, no se tarda en descubrir que fue su propia autora, la pintora Eugénie Servières, quien se la vendió al XIV duque de Alba en 1818 por 2.000 francos de la época. La trazabilidad, el argumento esgrimido por el duque de Huéscar, puede ser una eficaz herramienta de mercadotecnia, pero ofrece un arsenal narrativo apabullante. Una casa son historias y, a pesar de todos los goyas y de los intensivos trabajos de tapicería y pintura mural, tal vez ese sea el mayor tesoro de Liria.

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Sobre la firma

Carlos Primo
Redactor de ICON y ICON Design, donde coordina la redacción de moda, belleza y diseño. Escribe sobre cultura y estilo en EL PAÍS. Es Licenciado y Doctor en Periodismo por la UCM
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