Bajo los adoquines está Le Pen
Macron encadena su octavo primer ministro en ocho años y deja una sensación de fin de siglo


El Napoleón del siglo XXI, Emmanuel Jean-Michel Frédéric Macron, llegó a la presidencia de la República con solo 39 años, sin más experiencia política que unos meses en un ministerio de segunda fila. Le sobraban inteligencia, ambición, carácter, audacia y hasta suerte. Llegó como un vendaval: no dejaba de ser un inspector de Hacienda del montón, pero supo dotarse de un aura romántica; era pianista (luego supimos que mediocre), poeta (mejor pasar de puntillas por aquí), filósofo (de tercera), seductor (ahí sí, de división de honor) y daba los mejores discursos del Atlántico Norte. No tenía ideología, sino estrategia. No tenía un partido, sino un movimiento. No tenía enemigos, sino simples obstáculos. Iba a aprobar la reforma de pensiones que nadie había podido aprobar e iba a enfrentarse a los sindicatos: había sido un banquero de los Rothschild, aquellos del “compra cuando la sangre corra por las calles”. Y destrozó los viejos partidos de centroizquierda y centroderecha, esas reliquias del pasado que estaban provocando la ruina de Francia.
¿Qué queda de aquel Napoleón sin uniforme ocho años después? Una sensación de fin de siècle: es un líder completamente aislado, detestado por una parte de su propia formación, metido en una espiral delirante de decadencia, con su popularidad hundida en el 14% y con Le Pen rayando en los sondeos a una altura cercana al 40%.
Macron convocó a los partidos de madrugada, casi a la desesperada, para tratar de salvar la pelota de partido. El presidente necesitaba imperiosamente nombrar a un primer ministro, el octavo en ocho años (luego hablamos de inestabilidad política en España) y sacar adelante un proyecto de presupuestos (de nuevo ecos de España por aquí). Tiene que aprobar un ajuste fiscal modesto para tratar de dejar el déficit en un 5% del PIB en 2026 (España acabará este año alrededor del 3%, y su economía crece el triple que la francesa). La deuda pública está en el 114% del PIB (por encima de la española), y la prima de riesgo francesa ha ido escalando a medida que la política se adentraba en el ruido y la furia: la poderosa Francia paga más intereses, fin de la comparación, que España. A Macron le queda un estrecho camino entre la espada y la pared: como única baza para salir del impasse y conseguir una tregua temporal puede usar el escaso apetito en los partidos de la Asamblea Nacional, salvo los extremos izquierdo y derecho, por adelantar elecciones.
Tiene que hacer equilibrismos para forjar una frágil mayoría. Es muy posible que los socialistas le exijan suspender la reforma de pensiones al menos hasta 2027, lo que reduciría a escombros su legado. Quedarán para la historia un buen puñado de discursos sobresalientes, en un francés majestuoso, y en un inglés con reminiscencias shakespearianas. Y al paso que va, nada más. Los discursos, las buenas razones, son fundamentales en política, pero sin hechos y sin eficacia no hay Maquiavelo que arregle el desaguisado. El establishment francés empieza a reclamar que saque adelante los presupuestos con un Gobierno técnico y adelante las elecciones cuanto antes. El brillante tecnócrata, el reformista sin partido, el filósofo y banquero reconvertido en presidente de la V República ha perdido pie. Resiste, se agarra al poder. Nada más.
Franz Reichelt, el sastre volador, saltó fatídicamente desde la torre Eiffel en 1912, con un traje paracaídas holgado, convencido de que su invento salvaría a miles de aviadores. Antes del salto hizo una pausa de 40 segundos. Cuando por fin se lanzó al vacío, la corriente del aire le enrolló la tela al cuerpo: cayó a plomo. Los 40 segundos de vacilación de Reichelt antes de saltar son una enmienda a la totalidad de la acción impetuosa; el hecho de que finalmente se lanzara abrió el camino hacia los paracaídas modernos. Macron está ante sus particulares 40 segundos. Debería aprovecharlos para remendar su paracaídas y lograr que su país salga del laberinto en el que lo ha metido. Si no lo consigue podría terminar —políticamente— como Reichelt, rompiéndose la crisma contra el frío pavimento de París. Y ojo, porque bajo los adoquines ya no está la playa, eso era en el 68. Ahora espera el fantasma de Le Pen.
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