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Cita en una prisión de Ucrania con mercenarios del bando ruso: “Tengo suerte de estar vivo”

Moscú emplea a miles de mercenarios egipcios, nigerianos, chinos, norcoreanos o cubanos para atacar al país vecino. Lanzados en masa a primera línea, muchos acaban capturados. Oluwagbemileke Kehinde es uno de ellos

El mercenario preso de guerra Oluwagbemileke Kehinde posaba el pasado martes en una sala de la cárcel en la que se encuentra.
Óscar Gutiérrez (enviado especial)

Pregunta Kehinde, en voz baja y cauto, si puede dar la mano. Acaba de salir de la celda 403, en el bloque número 13 de la cárcel donde está preso, en algún lugar de la provincia de Kiev que por seguridad no será identificado. La luz es tenue en el pasillo, pero gana intensidad a lo largo del laberinto que conduce a la sala donde está citado. El olor es fuerte. Un soldado desprovisto de su arma, a buen recaudo a la entrada del recinto, le dice que sí, que puede saludar. Sonríe. Su nombre completo es Oluwagbemileke Kehinde y nació hace 29 años en la localidad nigeriana de Ewekoro. Con estudios y experiencia profesional, fue capturado el pasado julio en el sur de Ucrania, en dirección a Zaporiyia, por una unidad de uniformados rusos alzados contra el gobierno de Vladímir Putin. Su vida había dado un giro casi mortal en poco más de cuatro años. “Tengo suerte de estar vivo”, admite. “Pero ahora no sé qué puedo esperar”.

Kehinde no es el único extranjero del penal. Los guardas abren puerta a puerta las ventanas, que sirven de mirilla hacia el interior de la celda. Al otro lado de los barrotes, una habitación con dos hileras de camastros situados en forma de litera. Algunos reos permanecen tumbados, otros se sientan o merodean junto al portón. Es fácil ver, a partir de los rasgos, que algunos son foráneos, muchos de ellos miembros del pelotón de miles de mercenarios de guerra —los servicios de inteligencia ucranios no ofrecen cifras de cuántos son o han apresado— que Moscú ha contratado para apuntalar su gran ofensiva en Ucrania. El pago: un pasaporte ruso y un salario en torno a los 2.000 euros al mes.

Mientras Kehinde, de estatura media y fibroso, se prepara para salir de su celda, en otra contigua se asoma a la ventanilla un interno de origen egipcio. No quiere hablar. En la siguiente, en el mismo pasillo, Hassan, también egipcio, tiene menos reparos, pero prefiere preservar su apellido. Agradece el saludo en árabe, aunque la conversación continúa en ruso. Dobla e inclina el cuello para que se le vea por los barrotes. Tiene 28 años y seis hermanos. Viajó a Rusia para ganar dinero.

“Tenía experiencia con las armas, había trabajado de guarda”, relata Hassan. Así que firmó un contrato con el ejército ruso hace un año a cambio del pasaporte. Con este documento, podría formar parte de un canje de presos y regresar a Rusia. “No quiero volver a Egipto”, afirma Hassan, “allí me podrían caer 10 años de prisión”. Hábitos de la cárcel, pide unos cigarrillos, pero tiene poca fortuna.

En este mismo penal se encuentran encerrados de forma temporal combatientes chinos y norcoreanos capturados por el ejército ucranio en los últimos meses. La Legión Libertad para Rusia, opositores rusos que luchan en defensa de Ucrania, los que capturaron a Kehinde, enumera otras nacionalidades de mercenarios presos: cubanos, tayikos, uzbekos, kirguizos, bielorrusos… y un italiano. Según los servicios de inteligencia ucranios, además de Nigeria, el pelotón africano a sueldo de Moscú cuenta con soldados de Camerún, Ghana, Senegal, Togo, Uganda, Ruanda, Burundi, Congo y Zimbabue.

Para la mayoría de estos foráneos en prisión, la mejor de las salidas es entrar en alguno de los intercambios de presos —las autoridades rusas y ucranias han canjeado desde febrero de 2022 a más de 10.000 militares de cada bando—. Visto que cuentan con pasaporte ruso en el bolsillo, los países de origen no están muy interesados en su porvenir.

Kehinde tiene pavor a hablar. Rechaza la entrevista ante la cámara con reporteros locales; solo conversará con este periódico. Su temor no es al trato en prisión, que admite que es justo, sino a que pueda decir algo inconveniente que entorpezca un posible canje. Cree que podría visitarle alguien de su Embajada y preguntar, algo que no ha ocurrido todavía. Tiene cicatrices por todo el cuerpo —sobre el labio, junto a la nuca, en su brazo derecho— con apariencia de quemaduras. Esquirlas de los bombardeos rusos que casi acaban con su vida el día que fue apresado. Repite una y otra vez que no sabe qué esperar ahora siendo un prisionero de guerra. “No estoy en mis mejores condiciones mentales”, reconoce. Pero al calor de la charla se tranquiliza y abre algunas puertas a su historia.

“Me licencié en mi ciudad y trabajé durante un tiempo”, narra Kehinde. Se mesa el pelo rasurado y, nervioso, balancea sobre la silla. Le cuesta entrar en su vida personal, pero a poco que se siga su rastro digital, está ahí, en la Red, es pública. Al ver una foto de su madre en un teléfono móvil, ríe y cambia el gesto. Fue ella la que le dijo que “qué narices” iba a hacer en Rusia cuando decidió marcharse hace cuatro años. “Quería una vida mejor”, le respondió. Habla de ella porque es con la que tenía una relación más cercana. “Mi plan era acabar los estudios en Rusia y salir de allí o quedarme”, prosigue Kehinde. Viajó e inició un máster en la Escuela Superior de Economía de Moscú en la misma materia en la que tenía experiencia, la planificación urbanística.

Oluwagbemileke Kehinde mercenario Nigeria

El periplo de este joven nigeriano no es único. El patrón se repite: jóvenes y no tan jóvenes extranjeros que viajan a Rusia para estudiar o trabajar y que, ante dificultades económicas o al expirar sus papeles, sienten la tentación de unirse al ejército. Muchos de estos reclutas, sobre todo en el caso de los hombres de nacionalidad africana, dan el salto a la trinchera desde la cárcel. Ese es el caso de Kehinde. No quiere entrar al detalle, pero según la información en poder de la Legión Libertad para Rusia, fue detenido por un problema relacionado con las drogas. “Pasé dos años y medio en prisión”, cuenta, “y fue allí donde aprendí ruso gracias a que veía la televisión, leía la prensa y hablaba con otros presos”. Su curso lo había recibido en inglés.

Aunque el viaje de Kehinde a la guerra suena dramático y desafortunado, él mantiene un relato descreído y, en ocasiones, cínico. Es muy inteligente, usa términos ingleses utilizados frecuentemente por los analistas de lo bélico como “war of attrition” (guerra de desgaste) para referirse al conflicto abierto en Ucrania tras la invasión rusa. No se aviene a complacer a los uniformados que le tienen entre rejas y están presentes; es crítico con Ucrania y con Occidente. “Todo se podría parar si se sentaran en la mesa”, apunta.

“Quería ser libre, y acepté alistarme en el ejército”, prosigue Kehinde en su relato. Le ofrecieron la libertad a cambio de luchar. Primero fue intérprete de otros extranjeros, debido a que el inglés es una de sus lenguas natales y se manejaba en ruso. “Cuando escuché que había norcoreanos supe que estaba en algo más grande de lo que pensaba”, apostilla. La explicación de cómo acabó empuñando un rifle, lanzado hacia el combate, como tantos otros entre los mercenarios, es sencilla: “Es la guerra y es un ejército”, relata, “y si el comandante te dice que cojas un arma, lo haces o acabas tiroteado probablemente”.

A estas alturas de la conversación, la prudencia ha bajado la guardia. Kehinde se muestra algo más crítico con aquellos por los que combatió; se deja llevar por la historia que narra, por contar cómo el día en el que fue emboscado por el bando ucranio fallaron las comunicaciones. “Si mis compañeros hubieran hecho su trabajo, no me hubieran cogido y hubiéramos completado la misión”. No hay, sin embargo, rechazo alguno al país que le llevó a la primera línea de frente. “Rusia ha sido para mí un buen país”, afirma convencido, “y si no me hubieran metido en prisión no habría acabado en la guerra”. Le gustaría regresar allí.

Junto a las celdas, un funcionario coloca un carrito con dos cubos de chapa grandes llenos de potaje y arroz, junto a una cacerola con verdura y pan de molde. Es la hora del almuerzo. Kehinde regresa a su encierro despacio, con las manos en la espalda, a voluntad y sin ataduras, como si estuviera dando un paseo.

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Sobre la firma

Óscar Gutiérrez (enviado especial)
Periodista de la sección Internacional desde 2011. Está especializado en temas relacionados con terrorismo yihadista y conflicto. Coordina la información sobre el continente africano y tiene siempre un ojo en Oriente Próximo. Es licenciado en Periodismo y máster en Relaciones Internacionales
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