Los nuevos mandarines: ‘dinero, patria, dios’, el lema de los más poderosos
¿Cómo es posible que, después de conocer los efectos más brutales del fanatismo del siglo XX, contemplemos impávidos el resurgimiento de autocracias?


Cuando se cumple el primer cuarto de siglo los dictadores, de modo mayoritario, han cambiado. Ya no tienen el aspecto terrible de Hitler, Stalin o Pinochet. Aparecen en las reuniones con traje formal y corbata (incluso chándal); vuelan los meses de enero a Davos, donde se reúnen en el Foro Económico Mundial con los miembros de la plutocracia de cualquier parte y se intercambian abrazos con ellos; contratan encuestadores y politólogos más que sicarios torturadores; participan en programas de radio y televisión en los que se someten al menos teóricamente a las preguntas de los espectadores, etcétera. Pero al tiempo manipulan con constancia a la opinión pública (dictadores de la manipulación), controlan a la ciudadanía distorsionando la información, entorpecen la rebelión de los siervos y, en última instancia, si todo ello no basta, vuelven, como en el pasado, a aplicar la violencia a sus poblaciones (el Putin de la invasión a Ucrania, o el sirio Bachar al Asad).
Son los nuevos mandarines, muy diferentes de los mandarines que describió Simone de Beauvoir a mediados de los años cincuenta, intelectuales que tenían una gran autoridad e influían en la política y en la opinión pública. Aplican en buena parte el tradicional sistema del mandarinato chino, sin contrapoderes, que en muchas ocasiones tiene entre sus principales funciones las tan normales como cobrar impuestos, administrar la justicia, hacer obras públicas, pero siempre, siempre, ejercer un orden social al servicio del emperador (que ahora es, por ejemplo, presidente electo de una república). Este modo de practicar la política suele entusiasmar a muchos empresarios, acostumbrados en Occidente a tener que negociar y a que las decisiones se retrasen en el tiempo por la intervención del poder legislativo.
La historiadora americana de origen polaco Anne Applebaum lleva tiempo estudiando este fenómeno de transformación de las dictaduras en “democracias iliberales” en libros como El ocaso de las democracia o Autocracia SA (ambos, en Debate). A Applebaum se le han unido otros académicos como Sergei Guriev y Daniel Treisman (Los nuevos dictadores, Deusto) en el estudio de estas nuevas tendencias relacionadas con el autoritarismo creciente en el mundo: en una “democracia iliberal” hay elecciones (muchas veces, sin garantías) pero a las sociedades se las vacía de principios como el Estado de derecho, la separación de poderes, los derechos de las minorías, etcétera. Se vota por el poder, pero éste ya no está limitado. Los nuevos mandarines llegan al poder por vía democrática, utilizan el lenguaje de la democracia para fijar políticas autoritarias, capturan las instituciones clave y, lo más importante, acusan de ello mismo a sus oponentes. La dictadura de la manipulación se basa en una ficción: la de que el dictador (Bukele, Erdogan, Orbán, Xi Jinping, Putin…) es un demócrata competente y benévolo. Los demócratas iliberales parecen normales durante algún tiempo y cuando la sociedad se da cuenta del daño, las reglas ya han cambiado.
Un caso aparte pero cercano es el de Trump. De su personalidad y forma de actuar ya se ha escrito casi todo. Sin embargo, igual de significativo es el entorno que lo rodea. En la película Algunos hombres buenos, del recientemente desaparecido Rob Reiner, el abogado que los defiende pregunta a unos fanatizados marines de Guantánamo dirigidos por un espectacular Jack Nicholson cuál es su lema y responden: “¡Unidad, cuerpo, dios, patria!”. Se podría decir que el tema que regula la acción política de los tecnolibertarios que rondan al presidente de EE UU es: “Dinero, patria, dios”. Entienden que EE UU necesita una forma de poder parecida a una dictadura si se quiere vencer a China en la guerra que están librando por la supremacía; reniegan de la idea de democracia, y reivindican la de libertad pero según sus intereses, no los del conjunto de la población.
En este fin de cuarto de siglo el estado de ánimo es bastante sombrío. ¿Cómo es posible que, después de conocer los efectos más brutales del fanatismo del siglo XX, contemplemos impávidos el resurgimiento de autocracias y de esos nuevos mandarines que erosionan la democracia desde dentro?
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