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EN PRIMERA PERSONA / APAGÓN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El apagón como deseo

Cuando todo cae, se desvela el deseo de parar, cuidarse y dejarse de prisas y ajetreos. El peligro viene de olvidar también la esperanza y la ilusión

Apagon
Sergio del Molino

Como el abismo que atrae a quien lo mira, el miedo al apagón también se expresa como deseo. Frente al terror a que nada funcione, el anhelo por que todo se pare. ¿Quién no se ha acostado alguna vez con la fantasía, casi esperanza furiosa, de que al abrir los ojos por la mañana ya no existan esas minucias que nos amargan los días? El atasco, las prisas, la competencia cotidiana, la bronca, el jaleo, las expectativas, las reuniones inútiles, la angustia por la cuota hipotecaria o el futuro académico de unos hijos atolondrados, la ansiedad por destacar, por ganar, por no descalabrarse en esa carrera de obstáculos, por no caer a la pista en esos malabarismos cotidianos. Muchos dicen que pedalean para no caerse. ¿No fantasea el ciclista afectado por la pájara con sacar los pies de los pedales y estamparse feliz contra el guardarraíl?

Ya Lope de Vega exploró el placer de la ausencia en el poema que empieza con “Ir y quedarse”: “Arder como la vela y consumirse, / haciendo torres sobre tierna arena”. No es —o no siempre— una tentación suicida. Tiene que ver con lo invisible, con el gesto infantil de taparse la cara con las mantas con la esperanza de que, si uno no ve a los monstruos, los monstruos no le verán a él. El anhelo es universal y eterno, pero nunca como ahora se había expresado con tanta fuerza y unanimidad. Parar, cuidarse, hacerse a un lado y dejar de competir son incluso marcas generacionales para los jóvenes que han protagonizado lo que en Estados Unidos llamaron la gran dimisión y que podría leerse como el gran apagón.

Si el éxito se expresa con símiles de luz y brillo (quien triunfa es una estrella), su antónimo tiene que ver con la oscuridad. Las estrellas se apagaban (El crepúsculo de los dioses), pero su pérdida de brillo respondía a causas ajenas a ellas. O bien colapsaban en la catástrofe del paso del cine mudo al sonoro o se hacían viejas. En ambos casos, se resistían a perder su condición luminosa y nunca aceptaban la pérdida de la fama. La diferencia con estos tiempos es que abunda el deseo de apagamiento voluntario. Hay quien empieza a brillar como estrella y se siente mejor apagado, y hay quien, ante el dilema de brillar o vivir en las sombras, elige lo segundo con placer, convencido de que la luz propia abrasa.

Todo esto tiene que ver con el desprestigio del trabajo y el mérito como motores de un ascensor social tan estropeado que ya casi nadie lo usa. El apagón afecta también a las metáforas de desclasamiento. La vida sencilla se impone como alternativa sabia a los delirios de grandeza de las generaciones precedentes y como remedio a la fatiga crónica que diagnostican los filósofos frívolos del presente, como Byung-Chul Han, que predican paz mientras no paran de dar guerra.

Descontando los casos genuinos de coherencia y responsabilidad, que los hay, en este deseo de apagón se conciertan un poco de coquetería, otro poco de consuelo resignado y una pizca de ideología milenarista. Son coquetos quienes presumen de retiro por distinción esnob; son resignados que se consuelan quienes se convencen de que el apagamiento es una decisión libre, y no una imposición de las circunstancias atroces que les ha tocado vivir, y son milenaristas esos pocos que persiguen la utopía de volver a las cavernas y culpan al Neolítico y a la revolución industrial de los males del mundo.

Entre todos han creado un estado de ánimo, un spleen radicalmente opuesto a la agitación que denunciaba el filósofo Jorge Freire en su ensayo homónimo, y con efectos tan nocivos como las consignas filofascistas de los criptobros y los hombres hechos a sí mismos. Tanto la glorificación del esfuerzo como la de la astenia pueden abrir la puerta de infiernos indeseados.

La militancia en el apagón induce un desprestigio franciscano de la ambición, que no es mala en sí misma, como tampoco lo son la competencia y el genio. Personas con talento se verían inhibidas de expresarlo en un ambiente hostil al sacrificio y empeñadas en aplaudir solo los testimonios que acentúan su lado corrosivo y perverso. La viralidad de la entrevista que hace unas semanas le hizo Jordi Évole a Ricky Rubio, en la que hablaba como un Saulo de Tarso caído del caballo del éxito, es un buen ejemplo. ¿Cuántos chavales locos por el baloncesto se habrán replanteado sus ambiciones después de oír a su ídolo expresarse en términos tan siniestros y desengañados? ¿No estará alimentando este discurso una ola de conformismo y mediocridad?

Tan nocivo puede ser alentar expectativas imposibles que destruyen a la gente con vocación como colocarles desde chiquititos el letrero del infierno de Dante: Lasciate ogni speranza. Abandonad toda esperanza. Sin ilusión, sin ejemplos de éxito, sin un poco de fe irracional en uno mismo, no hay talento que explote. Habrá que decidir si es más habitable una sociedad poblada por ingenuos que no miden sus capacidades y se plantean metas fantásticas, o una llena de resabiados Bartleby que preferirían no hacerlo. ¿No nos lleva este deseo de apagón a un mundo sin sorpresas, sin genios, como una dieta sin sal, que no te mata de un infarto, pero sí de aburrimiento?

Cabría pensar qué llevaría a una niña prodigio como María Dueñas a entregarse al violín y convertirse en el genio que es hoy si sus padres solo le hubiesen hablado de la vacuidad del éxito, de la soledad del virtuoso, de la angustia del triunfo y de la falsedad de los aplausos. ¿Por qué iba nadie a entregarse a una pasión, dejando la vida entera en ella, si sabe que al final del camino de baldosas amarillas el Mago de Oz solo es un señor gordo escondido en una cortina? Por tontas e increíbles que suenen, necesitamos el acicate de las ilusiones. Aunque nos guste repetirnos que el viaje es el camino, nadie viaja a ninguna parte, todos necesitamos un destino. Si nos tomáramos al pie de la letra que el viaje es el camino, la industria del turismo se derrumbaría al instante: todos nos quedaríamos en casa.

Y a lo mejor eso es lo que buscan muchos de los que desean el apagón, sobre todo los más ideologizados: que se apague todo para siempre. Pero hay que tener cuidado con los deseos y medirlos bien antes de abandonarse a ellos. Porque lo peor de algunos viajes no es descubrir que el viaje es el camino, sino que no hay billete de vuelta.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).
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