Hay una luz que nunca se apaga
Llevamos milenios fabricando luz para alargar las horas del día. Pero esa misma tecnología amenaza con dejarnos a oscuras

Cuenta la leyenda que el pianista de jazz Thelonious Monk en una ocasión dijo: “Siempre es de noche; si no, no necesitaríamos la luz”, impresionante imagen, clarividente en sí misma, que rectifica de un plumazo la ingenua idea de que la luz es algo que desde siempre ha estado entre nosotros. Puede que la luz solar sí que nos haya acompañado desde que somos sapiens, pero no así la luz interior, antorcha que a medida que inventa el mundo ha de iluminar la oscuridad que yace en nuestros cerebros.
Los así llamados humanos primitivos consideraban sobrenatural todo aquello que no era movido por sus propios cuerpos, pongamos por caso la rama de un árbol agitada por el viento, una piedra que de pronto se desprende, o el agua de río que desciende sin mano que la impulse; incluso consideraban sobrenatural la muerte cuando esta era debida a causas naturales, no manifiestamente violentas. La antropología tiene bien estudiado el hecho de que en la mayoría de las culturas prehistóricas los dioses fueran de sexo femenino. Para aquellos humanos, las mujeres eran divinidades debido a que mágicamente producían vida. Antes de que asociáramos una causa-efecto a la copulación-futuro nacimiento, el alumbramiento de un nuevo ser pertenecía a lo mágico, destello de una criatura que, estando apagada, se encendía sin más. La luz siempre ha pertenecido al reino de lo imposible hecho carne.
A veces pensamos que tenemos superadas tales fases evolutivas; en absoluto es así. De hecho, la idea de que todo lo que no es movido por el cuerpo humano tiene que ver con operaciones mágicas, se halla arraigado en nuestro más profundo campo instintivo. La transmisión a distancia de datos en la Red nos parece magia debido a que olvidamos que en realidad son miles y miles de metros de cable que, literalmente, empaquetan el planeta, conducciones instaladas con nuestras propias manos, cualquiera podría cortarlos con una herramienta de común ferretería. Hace pocos meses, en la península Ibérica se produjo un apagón que dejó sin energía eléctrica a millones de personas. Tras dramáticas horas sin semáforos, ascensores, cajas registradoras, trenes ni aeropuertos, sin tan siquiera sistemas primarios que controlasen todas esas operativas, ni asimismo mecanismos de seguridad fundamentales pues estos funcionaban con la misma energía eléctrica de la que se carecía, una de las causas de que todo comenzara a funcionar fue la apertura de compuertas de los embalses de agua, la cual debió hacerse por métodos mecánicos. Toda una legión de hombres y mujeres tuvieron que volver a sistemas dinámicos que ya sólo existían en el recuerdo: grupos electrógenos autónomos, manivelas, palancas, poleas. Sólo entonces la energía eléctrica comenzó a fluir de nuevo, restaurando al mismo tiempo la confianza en el cuerpo como último recurso de nuestra especie. Lo dijo Spinoza, “nadie sabe lo que puede un cuerpo”.
No obstante, el hecho de que la energía eléctrica sea la natural consecuencia de millones de electrones corriendo por el interior de unos cables, continúa en nuestro imaginario como una suerte de magia. Y superando en muchos grados de magicalidad a las redes informáticas y eléctricas, se hallan las así llamadas inteligencias artificiales —que, en realidad, y dicho sea de paso, ni son inteligentes ni son artificiales—, las cuales desempeñan toda clase de trabajos con tanta o mayor precisión que el cuerpo humano, adquiriendo así un poder verdaderamente fantasmal. Pero ¿qué es un fantasma? Fantasma es quien nos observa y nos habla sin que podamos verle, fantasma es aquello cuya voz aparece en cualquier tiempo y lugar para decirnos “yo soy el espíritu de…”, y hemos de creerle, sin prueba alguna nos exige tal acto de fe. Eso es lo que pide un fantasma: sumisión a su falsa luz. Y tal cosa es el poder: aquello que puede vernos, aunque nosotros no podamos verle a él. No en vano, toda forma de sumisión, todo acto de voluntario plegamiento a órdenes que incluso pueden ir en contra de nuestro bienestar —por ejemplo, algunas órdenes tecnológicas—, contiene esa dimensión fantasmal.
O pensemos en esto otro: trate usted de imaginar el espanto que sobrecogió a quienes presenciaron por primera vez la muerte de un semejante. Hasta entonces todos los humanos, como las piedras, la hierba, los animales o los dioses, habían sido inmortales, de modo que el tiempo no existía como tal: el nacimiento del tiempo, todavía cristalizado, aguardaba su hora y una inacabable noche mezclaba muerte y vida en la cabeza de aquellas todavía piedras, hierbas, animales o dioses. Porque hasta que alguien vio morir a otro alguien, ni tan siquiera podía tener formada en su cerebro la idea de mortalidad/inmortalidad. A partir de ese fundacional momento, sentimos que todo cuanto nace y muere, que todo lo que se enciende y se apaga, debe ser digno de conservación por alguna clase de arte o representación simbólica. Y de entre todas esas cosas a conservar, efímeras como un relámpago, la principal es el ser humano. Odiamos morirnos, y tal es el motivo por el cual a través de las artes queremos fijar de una vez y para siempre a nuestra especie, inmortalizarla, hacer que una luz nuestra y sólo nuestra jamás se extinga. Para ello hemos inventado artefactos tales como la pintura, la fotografía, holografías que parecen hablarnos o avatares que soltamos en la red. Quizá el más primordial intento de permanencia sea la escultura, la cual nació con la pretensión de, utilizando materia inanimada, fabricar una suerte de ser humano “artificial”, fabricar un ser dotado de voluntad propia. En un principio, ese intento es llevado a cabo por los artesanos, hoy llamados artistas —pongamos por caso la historia de Pigmalión o de Pinocho—, pero, a partir del siglo XVIII, y fruto de la ideología del Siglo de las Luces y de la razón científica, el taller del escultor sufre una radical mutación, se convierte en el laboratorio de los científicos. En efecto, el arte de la escultura olvida el sueño del realismo y se vuelve más y más abstracto en su representación del humano, y será a partir de entonces que la ciencia quien, tomándole el relevo, comience a soñar con la creación de un cuerpo cada vez más perfecto: autómatas, Frankenstein, cíborgs, robots, llegando hoy a las inteligencias artificiales y a la luz que prometen. Nadie sabe si serán nuestra última esperanza contra un Gran Apagón, o si, por el contrario, terminarán por apagarnos del todo. Mi posición es antropológicamente optimista. Puede que Monk tuviese razón y siempre sea de noche, pero no menos cierto es que no hay cosa que más nos satisfaga que continuar inventando la luz.
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