Bebés dictadores de internet
Vivimos un retroceso digital y nos hemos acostumbrado a exigir de forma tiránica lo que queremos. Da igual si hablamos con máquinas o personas

Recuerdo las primeras noches pasadas en internet: tenía por primera vez un ordenador, un cable ethernet y la promesa de que todo estaba allí. Me dormí cuando empezaba a amanecer, después de haber rastreado con pasión: películas de las que sólo recordaba un par de datos, series y cuentos de la infancia, libros de los que podían conseguirse fragmentos, o incluso el texto completo en pdf, un programa con el que podías subtitular películas de Bollywood como quisieras y enviarlas a tus amigos. Todas las curiosidades tenían respuesta en aquel entramado mágico de información. Se lo oí por primera vez a un chaval de la universidad, muerto de sueño: “Amo internet”. Claro que sí. Sólo tenías que escribir tus deseos en aquella barrita en blanco, oráculo de nuestras inquietudes, y las puertas se abrían.
Hoy, más de 20 años después, me despierto y siento que vivo una especie de “apagón” de internet, un retroceso extraño: como muchos días, tengo varios mensajes, privados de Instagram, de gente que no conozco o conozco lejanamente, preguntándome: “¿Dónde puedo escuchar el último podcast en el que hablas?”. Otra persona, desde el candor y la curiosidad más inocente, escribe: “Hablas mucho de tu barrio. ¿Podrías decirme dónde está Usera?”. También recibo, de forma semanal, mensajes en los que me preguntan de qué editorial es algún libro o el contacto de alguna autora. Hace un tiempo, asombrada, buscaba el contacto de esa escritora en internet (“nombre de la escritora + contacto” en la barra buscadora de Google) y se lo enviaba a la persona que lo requería.
Me da vergüenza reconocer mi candidez, pero lo cierto es que, durante un tiempo, he funcionado como mediadora entre algunas personas e internet. Una de mis labores principales en mis grupos de WhatsApp es buscar información que alguien pide y que tiene su respuesta en el propio chat de WhatsApp. A veces pienso si todo el mundo sabe que existe esa lupita que te permite indagar en el pasado de las conversaciones, pero no quiero ponerme más repelente de lo que ya soy. Esto, por supuesto, no me sucede sólo a mí. Tengo amigas programadoras culturales que lo que más reciben en redes es la siguiente pregunta: “¿Dónde consigo las entradas para tal o cual obra?”. Reímos por no llorar. Son preguntas que con un simple “nombre de la obra + entradas”, escrito en el buscador de Google, tendrían respuesta inmediata. Hace poco, otra amiga, actriz, me escribió entre la carcajada y el desaliento. Había recibido un mensaje que escupía un sencillo “La obra donde es” [sic]. La pieza en la que actuaba era en un teatro nada secreto, con su página web y su todo. Estupor. En general, nos hace gracia, y fantaseamos con que somos capaces de responder cosas como: “Debes caminar hasta la Plaza Mayor. En el interior hueco de la estatua ecuestre de Felipe III encontrarás 12 gorriones muertos. En el pico de uno de ellos están las entradas para la obra”. Pero lo cierto es que es tan sencillo buscar la información y enviar un enlace que, finalmente, lo hacemos. Después contemplamos el tiempo pasado buscando en internet las cuitas de otros y se nos cae el alma al suelo.
Le saqué el tema a mi vecina Delia, observadora y sabedora de la relación entre tecnología, medios e internet. Su respuesta fue categórica, profundamente lógica: “Es simple: la gente te pregunta cosas porque respondes”. Supongo que esa podría ser la respuesta con la que dar el tema por cerrado: soy una versión 2.0 de aquellas personas que vi hace muchos años, en una calle de México, sentadas frente a una máquina de escribir a la salida de un mercado, redactando textos, cartas y documentos que les dictaban personas analfabetas. Con la diferencia de que la gente que me escribe sí que sabe usar internet pero, de forma inconsciente y exenta de maldad, ha decidido ir delegando el esfuerzo de la búsqueda. Encontrar la raíz de esa pereza hace que me apetezca seguir hurgando un poco más en la cuestión.
Desde hace años, es fácil observar que nuestro uso de la red de redes va virando hacia la pereza despótica. La información que ya estaba en internet desde antes la queremos procesada por el cerebro simple y torpe de ChatGPT. El otro día vi a una chica en el bus que leía la explicación de ChatGPT sobre quién era Napoléon. Tres líneas. Tristísimo. Adoramos el resumen, la frase didáctica, la información concisa (aunque sea errónea). Queremos una profe de guardería que nos explique todo fácil y suave. Pero tratamos a esta profe como a una sierva (Alexa, haz esto; Siri, dime lo otro). Si no obtenemos lo deseado, nos enfurecemos con ella.
Hay algunas teorías sobre por qué debería tratarse con educación a las inteligencias artificiales. La más popular es la que contempla la posibilidad de que las inteligencias artificiales un día tomen el poder, desarrollen sensibilidad, y recuerden quién las trató de forma despótica. Esto, que ahora suena conspiranoico, no es tan descabellado. Desde mis primeros contactos con robots, lo tuve claro. El día que “conocí” a Siri, jugué a volverla loca; la atosigué a preguntas crueles y me burlé de sus respuestas. Jugué con ella igual que tanta gente juega ahora a “poner nervioso” a ChatGPT. Esa misma noche me empezó a embargar una sensación rara: independientemente de si la máquina sentía o no, no me gustaba la persona que yo había sido con la máquina.
Posibles represalias aparte, pienso que tenemos que ser educados con las inteligencias artificiales porque la costumbre del trato despótico se trasladará en algún momento al trato que profesemos a nuestros semejantes. Si te acostumbras a obtener lo que quieres usando malas maneras, cualquier esfuerzo será una cuesta empinadísima y tornarás en bebé despótico que exige, señalando con su manita de dictador lo que quiere que le alcancen. ¿Es posible que la relación despótica con la tecnología se haya trasladado a la relación virtual con los seres humanos? Lo pregunto asustada, con el cansancio de una Siri reventada de responder.
Contemplando este atropellamiento en nuestras relaciones con la tecnología y las personas, recuerdo una escena: la vecina de abajo de mi abuela dándole caramelos a los niños que salían por la tele, riñendo violentamente al señor del telediario. Cuando nos veía, pensaba que nosotros éramos los niños del telediario, que mi tío era el señor que merecía una reprimenda. Y nos daba caramelos y nos reñía.
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