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EN PRIMERA PERSONA / APAGÓN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Noticias de casa: del apagón de abril a la nueva oscuridad del mundo

El día de la caída eléctrica, mi madre se accidentó en la calle. Tres meses después, sigue recuperándose y, mientras tanto, el mundo se ha hecho un poco más sombrío

Marcos Giralt Torrente

Los apagones más frecuentes de mi infancia, cuando se iban los plomos por una repentina subida de tensión, eran una rácana invitación a la excitación y el jolgorio, pues lamentablemente duraban poco, lo que tardábamos en llegar a tientas al cuadro eléctrico. Más prometedores eran los que no podíamos solucionar solos: un fusible roto o una avería mayor en el barrio. En ese caso, sacábamos velas, linternas, lo que fuera, y se abría un tiempo de subversión en el que desaparecían las obligaciones, hasta que los técnicos solucionaban la avería. A veces, si la cosa se prolongaba, el trasiego de vecinos en los pasillos del edificio favorecía que los niños nos coláramos en las casas de los otros. Uno de los mayores placeres, cuando la luz aún no había llegado a la hora de ir a la cama, era arrebujarme bajo las sábanas con un libro y una linterna.

El pasado 28 de abril, a las 12.30, mientras todas las líneas telefónicas y las cajas registradoras y los semáforos y los trenes y metros se caían, mi madre se accidentó en la calle. La socorrieron un médico argentino y dos parejas que se mantuvieron con ella hasta que, una larga hora después, entró milagrosamente una llamada a mi móvil y pude acudir a la plaza donde se encontraba. Llegué antes que la ambulancia y pasamos las siguientes dos semanas en el hospital. Para mí no era la primera vez. Soy hijo único y he tenido que ocuparme del declive de más personas de las que estrictamente me correspondían. Conozco bien las distintas etapas por las que los enfermos y sus acompañantes pasan desde el ingreso hasta el alta: conozco la rutina adormecedora y a veces irritante que se instaura de golpe; el roce con otras vidas de las que acabas sabiendo más de lo debido; las conversaciones con enfermeras, auxiliares y médicos; los paseos desnortados mientras los pasillos se vacían y solo quedan en ellos náufragos como tú; los augurios, las ensoñaciones, la imposibilidad de leer o de hacer algo de provecho; los bares donde vuelves a beber por desesperación y aburrimiento; conozco el asombro agradecido ante el hecho de que el gigantesco organismo del hospital funcione, pese a todo, coordinado, y puedo asegurar que aquella jornada en urgencias, no obstante la inquietud adicional debida al apagón (yo mismo tardé horas en localizar a mi hijo), no fue distinta de otras. Sí lo fue por el hecho de que quien estaba ahí era mi madre, lo cual incrementaba mi desasosiego tiñéndolo con temores de orfandad anticipada. Sí lo fue porque no pude no recordar Gaza, donde los hospitales son objetivo militar. En Gaza, si tardas en localizar a tu hijo, lo peor que puede pasarle no es que nadie lo recoja del colegio ­—ya no hay colegios—. Es una bala o una bomba israelíes en la cola de la comida.

Los hospitales te reblandecen, te agotan y quitan horas de sueño, te sensibilizan a veces hasta las lágrimas, y yo no fui menos la última vez. Cumplí todos los rituales. Tres meses después sigo recuperándome, igual que mi madre. En este tiempo he hecho otras cosas además de atenderla. He publicado un libro, he viajado para promocionarlo, he posado para fotógrafos y dado entrevistas, me he dejado ver en cenas y cócteles literarios, he esperado con ansia las reseñas que han ido saliendo y me he ido de vacaciones. Mientras tanto, el mundo ha ido haciéndose un poquito más sombrío.

Una vez me quedé atascado en un teleférico chino con un monitor norteamericano de rugby, que comenzó, nervioso, a agitarse mientras su familia, desde la cabina que nos precedía, le gritaba: “Calm down, dad”. En otra ocasión me quedé encerrado en un ascensor de cristal con un piloto que, cuando el calor empezó a notarse, se quitó toda la ropa salvo los calzoncillos y la dobló cuidadosamente (la gorra, arriba) sobre el maletín que llevaba consigo. Lo gracioso es que la luz regresó casi enseguida y, apenas hubo terminado, tuvo que volver a vestirse. Lo del norteamericano fue menos simpático. Pasé miedo. El tipo era inmenso. Los balanceos de la cabina —casi un telesilla—, intimidantes, y, los gritos de la familia, inútiles.

No recuerdo ahora otras anécdotas ligadas a un apagón; aunque he estado en lugares remotos donde la electricidad se va a diario y debería tenerlas más jugosas. En lo que se refiere a apagones personales, he perdido amigos, me han dejado novias y hay mucha gente a la que quise que ya no está. En lo profesional, pese a mi condición de autónomo, como cualquiera he sufrido abusos. Algunos más ridículos que dañinos: el ghosting de un redactor jefe a quien reproché tímidamente haber metido mano en un artículo mío y la prolongada vendetta de un crítico a quien, cuando coincidimos, no caí reiteradamente en la cuenta de saludar ni de agradecer su única reseña positiva de un libro mío. La sospecha de no ser ya percibido como un escritor prometedor sino como un señoro hetero aburrido por una parte de las lectoras y programadores culturales y periodistas es otra forma de invisibilidad que últimamente me desconcierta. Igual que mi cuerpo, al que empiezo a tener que atender.

Como espectador de mi tiempo, he contemplado apagones históricos (el final del franquismo, la caída del Muro, la derrota de ETA…), pero también he asistido al triunfo rampante del neoliberalismo, a la mercantilización de todo, al asedio de la antipolítica en espacios muy próximos que creíamos a salvo, a la agonía de la UE y de los valores que dice defender y su sometimiento a los intereses de EE UU e Israel. He visto arrastradas por el suelo gran parte de las esperanzas que alimentaron mi juventud, y, lo que es peor, he visto desmontarse, una a una, convicciones que creía ganadas. Hay focos de resistencia, escaramuzas, pero admitámoslo: el asunto pinta muy negro.

Cuando en secundaria empecé a calibrar la barbaridad del nazismo, no podía comprender el silencio cómplice de la sociedad alemana. Hoy, el espectáculo que damos en Occidente respecto del genocidio palestino no es más edificante. Y no me refiero sólo a los gobiernos, una vergüenza. Me refiero a la sociedad. Las embajadas de Israel en todo el mundo deberían tener a las puertas una manifestación permanente de protesta.

¿Llegará un tiempo en que tampoco nosotros tengamos hospitales, en que los Trump y Milei, los Bezos y Zuckerberg, hayan rapiñado todo? Tal vez entonces despeguemos los ojos de las pantallas y espabilemos. Lo malo es que, lo que se pierde en un día, se recupera en más de uno.

(Mi madre está bien. Confío en que a la vuelta del verano sea la misma que antes del accidente).

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