Ozempic, bótox, implantes: ¿qué perdemos, como humanos, en esa búsqueda del cuerpo perfecto?
Cada vez es más fácil modificar nuestra morfología para adaptarla a los cánones de belleza del momento. En un futuro no muy lejano, la ingeniería genética permitirá corregir y moldear aún más. ¿Acaso nos encaminamos a un mundo de ‘mejorados’ y excluidos?


La resignación está dando sus últimos coletazos en el primer cuarto del siglo XXI. Especialmente, aquella que nos invita a consolarnos con la lotería genética que nos ha tocado, o a aceptar las huellas del paso del tiempo que hasta hace poco se consideraba “inexorable” y ahora, a saber…
El filósofo Zygmunt Bauman definía el cuerpo del consumidor del nuevo siglo como una materia “en estado de perpetuo escrutinio” para conseguir “estar en forma”. Una condición aspiracional que consideraba “líquida y subjetiva”. Escribía el filósofo en su libro Modernidad líquida (Fondo de Cultura Económica, 2003): “Todos los que buscan estar en forma solo tienen una certeza: que no están suficientemente en forma y deben seguir esforzándose”.
La ambición de esos cuerpos es adecuarse a unos ciclos estéticos que son cada vez más cortos y extremos. Una ola que en 2022 cogió como nadie la empresaria y figura pública Kim Kardashian cuando en la Gala del Met apareció sin las curvas que había globalizado en internet y las cambió por un torso anguloso y delgado que entraba como un guante en el vestido vintage que llevó Marilyn Monroe la noche del célebre “happy birthday, Mr. President”. Un volantazo estético contabilizado en ocho kilos menos, gracias a Ozempic —el fármaco para tratar la diabetes tipo 2 que ha cambiado el paradigma del tratamiento de la obesidad—y a la retirada de sus implantes de glúteos.
Con una tecnología cada vez más precisa, el cuerpo en perpetuo escrutinio que describía Bauman se somete en el segundo cuarto del siglo XXI a un reajuste continuo. Se puede añadir una capa de grasa al pómulo, quitar una costilla para afinar la cintura o escoger el tono de los dientes entre varias gamas de blancos. Algunos cirujanos y médicos estéticos con los que hemos hablado explican que cerca de un 30% de su trabajo consiste en disolver sustancias y materiales que dan un aspecto “sobreproducido” que ya no se lleva. Hemos entrado en la época del menos es más, pero no sabemos por cuánto tiempo. Y cuando llegue otro giro de timón habrá una píldora, un aparato o una cirugía para ejecutar el ajuste pertinente.
El cuerpo es ahora un campo de juego. Ni más ni menos. “Por un lado es liberador, no estamos atrapados en nuestras limitaciones naturales. Por otro, puede ser deprimente”, reflexiona vía correo electrónico Julian Savulescu, experto en Ética de la Universidad de Oxford. “Antes, según escribió Thomas Hobbes en Leviatán (1651), nuestro destino era vivir una vida ‘desagradable, brutal y breve’. Ahora, al menos potencialmente, podemos conseguir algo más, eso hace mucho más difícil la aceptación y genera culpa y arrepentimiento”.
La idea de configurarnos más allá de nuestras limitaciones biológicas se ha convertido en una industria valorada en 125.000 millones de dólares que crece a un ritmo anual superior al 10%, según The Economist. En 2025 aceptar el destino escrito en nuestros genes —ya sea quedarse calvo en la treintena, engordar en la menopausia, ser más bajo que la media o morirse a los 80— es percibido por algunos como algo de perdedores. En cambio, intervenir el sistema endocrino, hackear el cerebro, borrar las arrugas y, en resumen, pagar para seguir siendo “adultos jóvenes de edad imprecisa” otorga estatus y valor social.
“Bajo el cristianismo los humanos teníamos cuerpo y alma, y el alma era lo que había que proteger y salvar”, recuerda por correo electrónico Santiago Alba Rico, filósofo y autor de Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral, 2017). “Ahora, en el tecnocapitalismo tenemos cuerpo e imagen, y es la imagen la que hay que moldear y proteger, pues de ella depende nuestra salvación individual. El cuerpo es ya solo un residuo o un obstáculo cuya fragilidad y deterioro hay que ocultar lo más posible”.
La industria de la mejora humana (human enhancement en inglés) promete acabar con la predestinación biológica y escalar nuestra condición a un estado superior, con un cerebro alerta, más agudo e inteligente, y una memoria de trabajo más eficiente; con un cuerpo resistente, capaz de construir masa muscular más allá de la edad en que la testosterona inicia su caída libre; una piel tersa que nunca revele la edad, y una esperanza de vida saludable más allá de los 120 años. Algunos como Bryan Johnson, líder del movimiento Don’t Die (no mueras), consideran nuestra condición mortal solo “un desafío técnico” y aspiran incluso a no morir jamás.

El camino más rápido para que la extravagancia de los millonarios se vuelva mainstream es, por un lado, el abaratamiento de la tecnología, las mejoras para hacer los procedimientos más cortos y seguros; por otro, la aceptación en la conciencia colectiva de lo que una vez pudo parecer peligroso o inútil, y, por último, la popularidad. Es decir, cuando una masa crítica ya no acepta por las buenas que la musculatura de su cara caiga atraída por la fuerza de gravedad y la ausencia de colágeno y está dispuesta a pagar cada seis meses para anclarla con ácido hialurónico al hueso mandibular. O cuando empieza a dar menos grima reinyectarse el plasma propio centrifugado o se pide permiso en el trabajo para un injerto capilar.
Cualquiera puede ser un humano mejorado. De hecho, muchos lo somos. Desde el que lleva gafas para la miopía, ortodoncia invisible o un marcapasos. A veces se trata de restaurar una función perdida en un accidente o deteriorada por la (de momento) inevitable degeneración del organismo. Pero las redes sociales han acelerado la popularización de liftings, rinoplastias y liposucciones, que en Instagram parecen intervenciones sencillas e inocuas, aunque no siempre lo sean. De este modo se aumenta la presión de las personas normales —entiéndase las que no son famosas— y las expectativas de mejora e intervención sobre su cuerpo. Para Alba Rico somos más vulnerables desde que nuestra imagen viaja por las redes: “El cuerpo es más o menos mío, pero mi imagen, liberada y multiplicada en las redes, es propiedad común o de las corporaciones digitales, y en cualquier momento nos la pueden devolver en vídeos manipulados con inteligencia artificial haciendo cosas que nuestro cuerpo nunca hubiera hecho”.
Las plataformas de internet han exacerbado la cultura de la comparación social y nos medimos sin pudor con desconocidos de medio mundo. En 2024 el estudio Body Perceptions and Psychological Well-Being (percepciones corporales y bienestar psicológico), de la Universidad Europea de Madrid, observó que este hábito produce “sentimientos de insuficiencia y una percepción corporal distorsionada”. Qué bien ha venido al cuerpo “en perpetuo escrutinio” que describía Bauman en los dos mil ese gesto tan irritante de ampliar una foto con los dedos para ver en detalle los dientes o el pelo del otro (o de uno mismo).
Otras alteraciones del cuerpo humano se construyen con más ambición: trascender los límites impuestos por la biología. Según la definición del investigador Sean R. Jensen, publicada en un informe del proyecto europeo de bioética Sienna en 2018, el human enhancement es “una modificación destinada a mejorar el rendimiento humano, que se logra mediante intervenciones en el organismo basadas en la ciencia o la tecnología”.
Los suplementos saludables, uno de los pilares de esta mejora humana, son en sí mismos otro sector que, según The Economist, genera ventas anuales de 485.000 millones de dólares. Los principios activos estrella son el ginseng, el ginkgo y la melena de león, suplemento natural muy popular al que se le adjudican propiedades de neuroproteccion y de equilibrio de la microbiota. En esta categoría también estaría la prescripción de fármacos fuera de indicación para conseguir un efecto diferente para el que fueron estudiados y aprobados. Por ejemplo, el metilfenidato, más conocido por su marca comercial Ritalin, se diseñó originalmente para tratar el trastorno de déficit de atención e hiperactividad, pero es muy popular entre los directivos y los estudiantes de las universidades de élite para optimizar el rendimiento cognitivo. “No te hace más inteligente”, reflexiona Bruno Ribeiro, profesor de la Universidad de Murcia y responsable de la unidad de Estimulación Cognitiva de SHA, una clínica privada de Alicante. “Las personas con un buen rendimiento tienen un margen menor de mejora”, dice al teléfono. “Es un psicoestimulante que se usó durante las guerras mundiales para mantener despiertos a los soldados. En dosis controladas y por cortos periodos de tiempo, ayuda a mantener la atención sostenida y el estado de vigilancia mientras se realizan tareas repetitivas y aburridas”.
La metformina, un fármaco clásico para tratar la diabetes, es hoy el único autorizado por la FDA —el órgano regulador estadounidense— para evaluar sus propiedades antienvejecimiento en el ensayo clínico Tame (Targeting Ageing with Metformin [Combatir el envejecimiento con metformina]). El doctor Vicente Mera, considerado el mejor experto europeo de medicina antienvejecimiento en 2021, y a cargo de la unidad Antienvejecimiento de SHA, nos cuenta que algunas personas han empezado a tomar metformina por los resultados obtenidos en modelos animales. “El fármaco ha demostrado prolongar la vida en gusanos, moscas y ratones, y también en personas con diabetes, pero no hay datos concluyentes en sujetos sanos, así que su uso clínico presenta muchos interrogantes”.
La edición genética es otro método usado para mejorar el rendimiento en personas sanas. George Church, un genetista de la Universidad de Harvard, afirma en entrevistas y artículos que los humanos estamos alcanzando los límites de mejora que se pueden conseguir a través de la dieta y el ejercicio. Según Church, ya habría que recurrir a “tecnologías avanzadas” para estimular la producción de glóbulos rojos y la creación de masa muscular. Dos obsesiones de los enhancers [militantes de la mejora humana]. Más invasivo y drástico es el uso de las interfaces cerebro-computadora (BCI por sus siglas en inglés), diseñadas para intercambiar señales entre el cerebro y los chips de silicio. Es la base de Neuralink, la compañía de Musk, que ha expresado más de una vez su deseo de conseguir “una simbiosis” entre la inteligencia artificial y el cerebro humano “para que podamos seguir siendo relevantes en un mundo de máquinas inteligentes”.

¿Un mundo de sujetos mejorados y aumentados será mejor que el mundo que conocemos, o todo lo contrario? Un grupo de investigación de las universidades de Oxford y Ginebra ha puesto la lupa de la ética sobre algunos experimentos y se ha preguntado, por ejemplo, qué sucedería si todos fuéramos altos gracias a una operación de enhancement que implica, por cierto, romper ambas piernas con un procedimiento llamado osteotomía cuyo precio empieza en 50.000 euros. La estatura, sobre todo en los hombres, se asocia a mayores niveles de ingresos anuales. Pero, apuntan los investigadores, ser alto no es un beneficio per se, porque estos sujetos consumen más alimentos, ocupan más espacio y son más propensos a sufrir algunas enfermedades como la osteoartritis. “Si todos fuéramos altos dejaría de ser una ventaja porque todo el mundo tendría acceso a esa circunstancia”, indican en el estudio. Lo mismo sucedería si todos fuésemos delgados o nos agenciáramos unas caras perfectas —la simetría facial se asocia en varios estudios a la autoconfianza y al éxito laboral—.
Mucho peor sería que unos tuvieran acceso a esas mejoras y otros no. Savulescu recuerda la película Gattaca (1997), que describe una sociedad de dos niveles, el de los que tienen mejoras genéticas y los que no. “En casos extremos a las personas normales se les podría otorgar un estatus moral inferior, como se hace con algunos animales, y tendrían sus derechos limitados”. Muchos expertos se preguntan cómo podrán competir los individuos normales con los mejorados. La profesora Daphné Bavelier de la Universidad de Ginebra escribe en las conclusiones del grupo de investigación que “si un piloto militar aumenta su visión nocturna es posible que esa mejora artificial se convierta en una condición obligatoria para ejercer la profesión. Entonces, alguien que quiera ser piloto pero se niegue a ser intervenido quedaría eliminado del mercado”.
Un estudio publicado en la revista Scientific American, liderado por la profesora Debra Whitman, exploró la aceptación de los estadounidenses de estas tecnologías de mejora. Casi un 95% de los encuestados estaba a favor de su aplicación restaurativa, pero la aprobación caía a un 35% si se trataba de intervenciones para mejorar una habilidad física o cognitiva en personas sanas con el único objetivo de disparar su rendimiento por encima de la media.
Los expertos de las universidades de Oxford y Ginebra piden a los gobiernos que tomen cartas en el asunto antes de que sea demasiado tarde y las mejoras individuales tengan consecuencias colectivas y sociales. Antes, por ejemplo, de que la alteración de un rasgo concreto acabe siendo un requisito indispensable para ser competitivo en el mercado laboral. En cuestiones éticas estas intervenciones viajan entre los extremos: de un lado están los que por razones religiosas piden su prohibición absoluta por veneración hacia “la creación” y respeto a “lo natural”; por otro, los más prácticos, como Julian Savulescu, que están a favor de que algunos procedimientos, si son eficaces y seguros, sean financiados por los Estados para que no se conviertan en una fuente de desigualdad social, y evitar que sea el mercado quien tenga la última palabra. En medio, hay mucha gente observando y esperando.
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