Antonio Machado, el filósofo de la compasión y la esperanza
La faceta de pensador de Machado no es tan conocida como la de poeta, pero nos dejó ideas y reflexiones que forman una propuesta antidogmática, heterogénea y escéptica, que parte de un humanismo basado en la responsabilidad mutua


Georgia Holt, la madre de Cher, decía: “Si no importa en cinco años, no importa”. Y hay cosas que 150 años después siguen siendo importantes, como el nacimiento de Antonio Machado el 26 de julio de 1875 en el paraíso del palacio de las Dueñas, en Sevilla, en una casita alquilada por su familia.
Machado es conocido como poeta, republicano y exiliado. Se conoce menos su faceta de pensador, pero desde la disidencia, nada académico. Como Nietzsche, creía que ante el misterio de la vida, la ambición sistémica y el esquematismo filosófico eran, en verdad, una falta de honradez.
Su huella filosófica se plasma en sus versos y en las identidades ficticias de Abel Martín y de su “alumno y biógrafo” Juan de Mairena, compiladas en Abel Martín. Cancionero de Juan de Mairena. Prosas varias y en Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo. Su formato es rabiosamente popular, lleno de aforismos, reflexiones y anécdotas, muchos de los cuales aparecieron primero en artículos de prensa.
Era un hombre que cada día anduvo pensando: por Sevilla, Madrid, París, por calles y campos de Soria, Baeza, Segovia, Rocafort (Valencia) o Barcelona y después, casi rendido, en Els Límits —un pueblecito de Girona, cerca de la frontera francesa— y definitivamente en Colliure, hasta el 22 de febrero de 1939, cuando murió, exiliado y huyendo de las tropas franquistas (en 1912 había fallecido Leonor Izquierdo, con quien se casó cuando ella tenía 15 años, una edad entonces legal para contraer matrimonio).
Machado no caminaba con las manos vacías. Le interesaron los griegos, Descartes, Leibnitz, Kant, Schopenhauer y Henri Bergson. Pero no se refugiaba en los libros y daba mucha importancia al pensamiento que surgía de vivencias, conversaciones o deseos.
Era un filósofo para todos los públicos. Su pensamiento era “el hijo luminoso de la admiración y el asombro de vivir y el hijo sombrío del absurdo, el terror y el espanto de vivir”, como reflexiona el filósofo José Martínez Hernández en su libro Antonio Machado, un pensador poético (Almuzara, 2019).
Fue un humanista igualitario que oyó decir a un pastor soriano que “nadie es más que nadie” y que aborreció del esfuerzo de tantos por oscurecer lo que se sabe. “Sentía desdén por lo excesivamente intelectualoide” —explica al teléfono Ana de Haro, doctora en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas—. “Lo que hizo fue quitar todos los andamios para exponer la filosofía con una claridad total”.
En realidad, fue la búsqueda filosófica la que le impulsó a escribir sus primeros versos, según el filósofo Pedro Cerezo Galán, autor de Palabra en el tiempo. Poesía y filosofía en Antonio Machado (Gredos, 1975). Y su labor trascendió: el poeta y crítico José M. Valverde dijo que la importancia del pensamiento de Machado es equiparable a la de Unamuno.
Para Valentín Galván, autor de Así habló Juan de Mairena: cantares de un filósofo (Comares, 2024), Machado merece ocupar un espacio en la tradición filosófica hispánica como pensador antidogmático y desenmascarador de presuntas verdades —que invita a dudar de la propia duda—. El escritor nos descubre que el verdadero motor filosófico del ser humano es la condición de buscar al otro y, también, de querer ser otro.
Creía que si las personas son heterogéneas y múltiples, también lo ha de ser el pensar. Pero, como escribe Martínez, “al contrario que Kierkegaard, Heidegger o la filosofía existencialista, que sienten y piensan lo posible desde la angustia, vincula lo posible a la esperanza diciendo: hoy es siempre todavía”. Así, frente al principio de razón suficiente, Machado opone el principio de posibilidad permanente. Pero sin ningún tipo de candor. “A mi juicio, el gran pecado de la filosofía moderna es que nadie se atreve a ser escéptico”, advirtió.
Lo explica de otra manera la poeta Francisca Aguirre en el documental Antonio Machado. Los días azules (Laura Hojman, 2020): el sevillano andaba siempre leyendo, hablando y escribiendo para que los demás pensasen que hay territorio para vivir, para ayudar y para disfrutar.
Pescar paradojas vivas y no conceptos
Uno de los filósofos que más le interesó fue Bergson: asistió a sus clases en el Collège de France, en 1910. Para ambos, el problema de la descripción filosófica de la realidad es que tiende a ser prisionera de los conceptos —que no recogen complejidades ni matices— y, al querer reflejarla, lo que hacen es homogeneizarla, limitarla. Un ejercicio básicamente pobre, incapaz de contemplar los aspectos relacionales de dicha realidad.
En esa tesitura, Machado opta por exponer parte de su pensamiento a través del verso, dedicándose “a pescar pescados vivos” que siguen viviendo una vez fuera del agua. Por ejemplo, cuando escribe “confusa la historia y clara la pena”, revela en una frase lo que muchos fenomenólogos intentan explicar en varios libros. “Machado tiene una asombrosa capacidad de explicar a través de la paradoja” —subraya De Haro, autora de una tesis sobre el pensamiento de Bergson—. “Ve muy agudamente el problema y expone su pensamiento a través del instrumento de la poesía”.
La filósofa María Zambrano llamaba a Machado legislador poético, porque quizás lograba lo imposible, como comunicar el tiempo en vivo. Así, el sentido de la percepción de la huida del tiempo en “La tarde cayendo está / La tarde más se oscurece; y el camino que serpea / y débilmente blanquea / se enturbia y desaparece” lo podría entender un hombre de hace 3.000 años caminando por las afueras de Atenas al anochecer, y también una adolescente de hoy paseando por los campos de Almería a esa misma hora.
Para este siglo, hay que tomar nota de que Machado no se fiaba de lo que catalogaba como filosofía de mercaderes, en alusión al pragmatismo, al utilitarismo y, por extensión, al neoliberalismo. Criticaba su moral de sacrificio y rendimiento que lleva al perpetuo aplazamiento de vivir en el presente, como explica Galván, también filósofo, en conversación por correo electrónico.
Entendía que hay momentos en los que es necesario volver a pensar en cómo vivimos, y que hay que atreverse a cambiar. Decía: “¿Por qué nos asustan tanto las palabras?; si el barco necesita nueva tripulación y nuevos capitanes, ¿por qué no reclutarlos del mundo del trabajo, cuando el del capital es —por definición aceptada— el de las viejas ratas que corroen la nave?”.
Creía, como el filósofo Emmanuel Lévinas, que el colectivo humano solo sobrevivirá a través de la compasión mutua, ahondando en la relación y en la responsabilidad con respecto al otro.
Pero antes o ahora, hay cosas que no cambian. Hace casi un siglo, a él le pasaba lo que a casi todos nosotros: cada día trataba de sobrevivir a esa sensación de “no haber salido nunca, ni aun en sueños, de ese laberinto de lo que está bien y de lo que está mal, de lo que estando bien pudiera estar mejor, de lo que estando mal pudiera empeorarse”.
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