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El asombroso fenómeno de la calidad menguante

Asientos de avión cada vez más pequeños, prendas irreconocibles al segundo lavado, máquinas que te atienden por teléfono para cualquier trámite. El cuidado por las cosas bien hechas parece haber dejado de ser un valor que cuenta

Calidad
Daniel Soufi

Es como si el olor a plástico tostado de bazar hubiera impregnado el mundo. Las cosas son peores: muebles de conglomerado, camisetas irreconocibles al lavarse por segunda vez, alimentos empaquetados con más conservantes que ingredientes. Asientos de avión convertidos en respaldos. Luces automáticas de aseo que se apagan a capricho. Pero también artículos periodísticos escritos sin pudor con ChatGPT y su prosa algorítmica. Nada está hecho para ser querido. Solo para ser comprado.

En un estudio titulado The Concept and Measurement of Product Quality (El concepto y la medición de la calidad del producto, Lexington Books, 1976, sin traducir al español), el investigador E. Scott Maynes observaba que la calidad es un concepto intrínsecamente subjetivo, pues depende de las preferencias de cada consumidor. Siguiendo su razonamiento no se puede afirmar en términos absolutos que un iPhone 15 sea de “mejor calidad” que un Nokia del año 2003. Para ciertos consumidores —aunque sabemos que no serán muchos—, la durabilidad extrema del Nokia puede ser más valiosa que las innovaciones tecnológicas del iPhone. Las cosas no son peores, nos parecen peores. ¿Por qué?

“Hay un pesimismo instalado en gran parte de la población que hace que todo nos parezca de peor calidad”, explica por teléfono Javier Carbonell, director adjunto de Future Policy Lab, un think tank centrado en el diseño de políticas públicas para combatir las desigualdades económicas. “Este clima afecta a los juicios que hacemos sobre las políticas que se llevan a cabo y también a los productos y bienes que consumimos”. Según el experto, el factor principal que alimenta este ambiente crítico es que la gran promesa del capitalismo —si trabajas podrás tener una vida decente, comprarte una casa e irte de vacaciones— ha dejado de cumplirse, se ha averiado el ascensor social. “A esto hay que sumar el efecto de las redes sociales, que muestran vidas inalcanzables para la mayoría de la gente”, añade.

Según Carbonell, coordinador del ensayo La desigualdad en España (Lengua de Trapo, 2024), la “cultura de los recortes” que surgió tras la Gran Recesión (2008-2014) ha sido reemplazada por la “cultura de la eficiencia”, personificada en Elon Musk, que apuesta por un modelo que reduzca al máximo los costes (primero lo hizo en X (entonces Twitter) —donde despidió a más del 75% de la plantilla—, y después, en el Gobierno estadounidense). No es el único: Zuckerberg bautizó 2023 como el “Año de la Eficiencia” y aplicó recortes de plantilla masivos en Meta. Amazon, como muchas otras empresas, ha ido sustituyendo progresivamente a los trabajadores por robots y sistemas automatizados, hasta el punto de que en algunas de sus fábricas ni siquiera hace falta encender las luces.

El caso de los servicios públicos es distinto. Ni el clima pesimista ni la supuesta cultura de la eficiencia explican por sí solos que, entre 2017 y 2022, el número de personas con seguro privado creciera un 4% al año. Según el informe El sistema sanitario: situación actual y perspectivas para el futuro, publicado en 2024, la razón principal por la que los españoles abandonan la sanidad pública son las listas de espera interminables. Carbonell sostiene que, en términos absolutos, es posible que los servicios sanitarios no sean peores que hace unos años. “El gran problema es que no se han adaptado al ritmo de los cambios sociales. No han evolucionado lo suficiente como para atender a toda la población mayor, cuyo volumen demográfico aumenta cada año”, argumenta.

Paquetes de ropa de la marca de ropa rápida Shein esperan su envío en una fábrica en Guangzhou, China, el pasado 12 de febrero.

Hay una conclusión que se repite durante todo este reportaje: la percepción de que todo es de peor calidad es más acentuada en personas mayores. Las razones son diversas. Una de ellas es que un atributo como la durabilidad, que antaño determinaba en gran medida la percepción de calidad de un producto, ha dejado de ser relevante. El psicólogo Albert Vinyals, autor de El consumidor tarado (2019), recuerda que hace años lo primero que resaltaban los anuncios de coches era su longevidad. “Ahora ni nos lo planteamos”, señala por teléfono. “Mi abuela, cuando iba a comprar ropa, se fijaba en el tipo de tejido con el que estaba hecha. Ahora, nadie sabe de qué están hechos sus pantalones. ¿Para qué? Si en un año dejaremos de usarlos porque ya no estarán de moda”.

La industria textil ilustra perfectamente esta transformación en la forma de consumo. Como señala Marta D. Riezu, autora de La moda justa (Anagrama, 2021): “Consumimos ropa como si fuera un artículo desechable”. En los últimos 20 años, la producción textil se ha duplicado. En España, se estima que cada ciudadano desecha alrededor de 21 kilogramos de ropa al año, según la Agencia Europea del Medioambiente. La CEO de Shein, Molly Meo, una de las máximas exponentes del ultrafast fashion (moda ultrarrápida), presumió de lanzar hasta mil nuevos modelos cada día. Aquella ropa resistente, capaz de sobrevivir de una generación a otra, de circular entre hermanos y primos, ha sido sustituida por prendas que apenas duran unos meses. Entre 2010 y 2015 el número de veces que usamos una prenda bajó un 36% a escala mundial, según datos de la Fundación Ellen MacArthur.

Riezu explica por correo electrónico que la suplantación de lo durable por lo novedoso en las preferencias del consumidor ha abierto una brecha generacional en la percepción de la calidad. “Es un cambio de mentalidad que nuestros abuelos (y algunos de nuestros padres) no conciben ni comprenden: comprar para desechar al poco tiempo”. Según Riezu, la industria fast fashion fomenta el capricho y la recompensa material. Y advierte: “No existe apego, respeto ni trayectoria emocional con una prenda con la que pasas menos de 20 años”.

La disonancia entre quienes somos y quienes fuimos se retroalimenta con el contraste —quizá más importante— entre quienes somos y quienes queremos ser. Aunque es un impulso lógico culpar a las multinacionales que maximizan sus márgenes de beneficio a costa de los consumidores, y a los gobiernos cuyos recortes asfixian unos servicios públicos ya de por sí depauperados, la lógica mercantil es irrefutable: las cosas no son peores; en gran medida, son tal como las queremos o como nos las han hecho querer. Dicho de otro modo: quienes somos de peor calidad somos nosotros.

Numerosos electrodomésticos apilados en el distrito de Rothenburgsort de Hamburgo, 11 de abril de 2023.

En YouTube hay un documental sobre la “obsolescencia programada”, emitido por La 2, que supera el millón de visualizaciones. Explica cómo algunas empresas consiguen que ciertos productos —en especial, electrodomésticos— dejen de funcionar tras un tiempo determinado. No se trata de una teoría conspirativa, sino de un hecho comprobado. Sin embargo, existe otro método, menos conocido pero aún más efectivo: convencer al consumidor de que un producto está anticuado por razones estéticas o simbólicas, aunque siga funcionando. A este fenómeno se le llama “obsolescencia percibida”. Vinyals menciona, por ejemplo, a jóvenes que rechazan alquilar un piso porque tiene muebles antiguos, pese a que el material con el que están hechos es más resistente y duradero que el de los muebles de Ikea en los que finalmente acabarán invirtiendo su dinero.

“La publicidad y los mensajes subliminales han convertido al ser humano en un zombi sin otro proyecto que el consumo”, afirma Juan Villoro en No soy un robot (Anagrama, 2024). Un zombi que, además, no tiene tiempo que perder. Las prisas y las compras por comodidad son, según Vinyals, otra de las “patologías” del consumidor moderno. Explica por qué, en lugar de ir al mercado o a la frutería, preferimos comprar tomates insípidos en el supermercado 24 horas de al lado de casa. Por qué gastamos tres euros en un brick de zumo en lugar de exprimir las naranjas, cuando sabemos que la versión industrial está hecha a partir de concentrado. “Quizá el ejemplo más conocido de compra por comodidad sea pagar unos 75 euros el kilo de café solo porque viene en cápsulas”, señala Vinyals.

¿En qué momento nos volvimos unos cutres? Es la pregunta que trata de responder la historiadora Wendy A. Woloson en Crap: A History of Cheap Stuff in America (Basura: una historia de las cosas baratas en América, University of Chicago Press, 2022, sin traducir al español). Todo empezó a mediados del siglo XIX. Antes de ese momento casi nadie poseía muchas cosas. Además, los objetos solían tener varios usos: una mesa servía de superficie de trabajo durante el día y de lugar para cenar por la noche. Se cuidaban y reparaban los objetos: la bata vieja de una madre se convertía en los pantalones del hijo. Pero, a medida que los mercados se expandieron y la producción en masa creció, aparecieron bienes de consumo más baratos y accesibles. “La gente adoraba la combinación de variedad y bajo precio, como si descubriera un tesoro secreto a coste mínimo”, explica Woloson por correo electrónico.

Con el tiempo, las tendencias de moda se mezclaron con los productos baratos y comprar algo nuevo pasó a ser casi obligatorio. Ya no había excusa para no tener “lo último”, porque estaba al alcance de casi todos. Como explica la historiadora, “hemos abrazado este mundo material degradado, a veces conscientemente, a veces sin darnos cuenta. Las cosas que necesitamos para vivir nuestras vidas—para hacer nuestro trabajo, para expresarnos, para entender quiénes somos y para forjar relaciones con los demás—son fundamentalmente baratas y alienantes”. Paradójicamente, esta sobreabundancia de objetos nos empobrece: “Igual que nuestros objetos, las interacciones y maneras de pensar se han vuelto mediocres: superficiales, efímeras y degradadas”.

Shein, exponente de la moda ultrarrápida, presumió de lanzar mil nuevos modelos de prendas cada día

La tecnología puede mejorar la calidad de los productos, pero también multiplicar la mediocridad y las deficiencias. La inteligencia artificial es un claro ejemplo de esto. En pocos años, las empresas han entregado gran parte de su atención al cliente a algoritmos y robots. Según un informe de la empresa de software Salesforce de 2024, el 62% de estos servicios en España ya están automatizados. Hoy resulta más fácil conversar con una máquina que con una persona real. El problema es que estos sistemas no convencen: según un estudio del Observatorio Cetelem publicado el pasado octubre, cinco de cada diez consumidores rechazan abiertamente los asistentes virtuales. La conclusión es evidente: la sociedad no se está adaptando al ritmo del avance tecnológico.

José Francisco Rodríguez, presidente de la Asociación Española de Expertos en la Relación con Clientes, admite que la falta de habilidades digitales puede frustrar especialmente a las personas mayores, quienes perciben que la calidad del servicio al cliente se ha deteriorado por culpa de la automatización. Sin embargo, Rodríguez defiende que, en términos generales, la automatización sí mejora la atención al cliente. Además, rechaza tajantemente la idea de que las empresas busquen recortar costes con esta tecnología: “La inteligencia artificial no supone un ahorro ni de dinero ni de personal”, afirma. “La inversión inicial en tecnología es altísima, y los beneficios siguen siendo prácticamente los mismos. Tampoco hemos detectado pérdida de empleos en el sector”.

Hay otros daños causados por la inteligencia artificial que admiten poca discusión. Por ejemplo, una herramienta clave ganada con internet —las opiniones reales de otros usuarios— se ha vuelto inútil. Un análisis realizado por Fakespot en 2020 sobre 720 millones de reseñas en Amazon reveló que aproximadamente el 42% eran poco fiables o falsas. Esto implica que casi la mitad de las reseñas que consultamos antes de comprar un producto online pueden haber sido generadas por robots, cuyo objetivo es incentivar o desalentar la adquisición, dependiendo de quién los haya programado.

La propia inteligencia artificial podría deteriorarse si no se toman medidas. En 2024, la actividad de bots representó casi la mitad del tráfico en internet. Esto plantea un grave problema: los modelos de lenguaje se entrenan con datos extraídos precisamente de la web. Cuando estos modelos empiezan a alimentarse con información generada por ellos mismos se produce el llamado “colapso del modelo”. “La inteligencia artificial comienza a aprender de sus propios resultados, que nunca son perfectos, provocando un deterioro progresivo en su comprensión del mundo”, explica por correo electrónico Fredi Vivas, autor de Invisible (Penguin Random House, 2023), que contiene siete relatos que exploran el impacto de la inteligencia artificial en la sociedad. “Es como hacer una copia de una copia de una copia: cada versión pierde un poco del detalle original, y el resultado final es una representación del mundo más borrosa y menos precisa”.

Es complicado demostrar que los productos actuales sean peores que los de hace 20 años. Muchos ni siquiera admiten comparación debido a la enorme diferencia de precio. Según Flyersrights, en las últimas décadas, el espacio entre asientos de avión ha disminuido hasta 15 centímetros. Pero, al mismo tiempo, volar en Estados Unidos cuesta ahora más de 200 dólares menos que hace tres décadas. El problema real no es comprar unos pantalones que duran poco o viajar incómodo en avión. El auténtico inconveniente está en que, con cada compra, impulsamos dos de las industrias más contaminantes del planeta. La producción y compra de productos de baja calidad no es sostenible. Marta D. Riezu ofrece una clave para reconocer un producto realmente bueno: “Aporta algo útil a la sociedad. Está ligado a la ética, al esfuerzo y al compromiso”.

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Sobre la firma

Daniel Soufi
Colabora con distintas secciones de EL PAÍS desde septiembre de 2022. Además, ha publicado en medios como eldiario.es y la revista 'Yorokobu'. Graduado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Carlos III de Madrid. Cursó el máster de Periodismo UAM-EL PAÍS en la promoción 2021-2023.
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