“No soy George Clooney, pero me siento más atractivo ahora”: por qué hombres cada vez más jóvenes abrazan las canas
Clooney se las tiñó y provocó un alud de protestas. Incluso Feijóo las luce. Ahora, anónimos y famosos empiezan a abrazar el pelo blanco desde los 30 por estética, convicción y personalidad


Échenle la culpa al irreversible declive de los melanocitos. Estas células ubicadas en los folículos pilosos son estajanovistas del color, productoras tenaces de melanina capilar, hasta que, a partir de la cuarta década de la vida, empiezan a declararse en huelga de brazos caídos. La enzima que los nutre, la catalasa, empieza a menguar con la edad, el peróxido de hidrógeno al que combaten se acumula en los folículos blanqueándolos desde la raíz y los melanocitos, sencillamente, abandonan sus trincheras y permiten que el gris ceniza se extienda por todo el cabello.
Por supuesto, la genética, el estrés y las alteraciones del sistema nervioso empático influyen en el ritmo y la intensidad del proceso de blanqueamiento, pero las canas, esa sinécdoque pilosa del paso del tiempo, son siempre la consecuencia directa de la perdida de brío de los melanocitos. Algunos estudios apuntan a que pueden responder también a un mecanismo de respuesta biológica contra el cáncer, pero se trata de un magro consuelo.
Desde luego, la coartada saludable no consuela del todo a los varones europeos, que somos, al parecer, el subgrupo de terrícolas más propensos a sufrir decoloración capilar acelerada a partir de los 35 años. Un par de genes, el IRF4, relacionado con la producción y almacenamiento de melanina, y el PRSS53, del que depende si nuestro cabello es liso rizado, tendrían la culpa de tamaño desafuero.

Tradicionalmente, los europeos (las mujeres sobre todo, pero también muchos hombres) nos habíamos resistido a la adversidad recurriendo a los ungüentos de kohl egipcio, la pasta de henna griega o las sales de plomo romanas, primeras incursiones conocidas en la noble artesanía del tinte capilar. Ya en la Edad Moderna, tal vez para compensar siglos de persecución inmisericorde de la cana, el pelo grisáceo o blanquecino se puso brevemente de moda entre las élites. De ahí la súbita popularidad de las pelucas albinas y de ese decolorante poderoso que resultó ser la sosa cáustica, peor enemigo de los esforzados melanocitos. Pero las aguas volvieron pronto a su cauce. El siglo XIX impuso la dictadura de amoníacos y nitratos. Y el XX trajo tratamientos de restauración o alteración química del color tan eficaces como la parafenilendiamina, invento del fundador de L’Oreal, el parisino Eugène Schueller.
Como la historia es cíclica, hoy hemos vuelto masivamente a las tinturas “naturales”, herederas de ese formidable arsenal de recursos (musgo, ruibarbo, nuez de agalla, corteza de abedul) que venimos manejando desde la revolución neolítica para evitar que nuestro cabello sea un permanente recordatorio del paso del tiempo. Yute, lana, argán, cáñamo o seda se han convertido en el último grito en la secular guerra contra la canicie.
Sin embargo, si algo parece ser tendencia ahora mismo, a juzgar por lo que se escribe en redes y medios digitales, es dejar de resistirse a la huelga de los melanocitos y secundarla con entusiasmo. Lo están haciendo las mujeres, empezando por las muy ilustres, de Salma Hayek y Katie Holmes a Sarah Jessica Parker, y era cuestión de tiempo que una parte al menos de ese 20% de hombres de más de 40 años que se tiñe las canas empezase a dejar de hacerlo.

La tendencia es firme. Entre las mujeres, se asocia a un cierto proceso de empoderamiento y autodescubrimiento que permite resistir a la presión social. Entre los hombres, son precisamente los canosos precoces los que están dejando de considerar el pelo blanco un síntoma de obsolescencia prematura y lucen sus canas, si no con orgullo, al menos con mucha más naturalidad que hace unos años.
Hace un año el líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, fue noticia por abandonar el tinte. Y este verano George Clooney, el galán canoso por excelencia, se tiñó por exigencias del guion y él mismo describió el efecto en términos tan catastróficos como los que le dedicó el público: “Parezco un traficante de droga con un teñido cutre”. El peluquero parisino Brice Gollard se despachaba sobre el asunto en Vanity Fair: “A partir de cierta edad, especialmente cuando empiezan a aparecer las canas, los hombres deberían evitar teñirse. Si el objetivo es parecer más joven, suele ocurrir lo contrario. No queda ni elegante ni natural”.
Pan para hoy
En ICON hemos buscado a algunos de los integrantes de esta nueva hornada de desertores del tinte. Es el caso de Marcos Tàrrega, de 41 años, un raro ejemplo de español que ha sufrido canities subita, el llamado síndrome de María Antonieta. Marcos, según nos cuenta, encaneció de la noche al día. No “en horas” (como se dice que ocurrió con la célebre reina austríaca de Francia como consecuencia de ese supremo disgusto que supuso para ella la toma de la Bastilla), pero sí de muy pocos meses: “A los 37 años, sin previo aviso, pasé de tener una melena oscura a una intensa canicie que los médicos consideraron de origen psicosomático, atribuible a una mala racha personal. Tan raro era mi caso que uno de los especialistas que me visitaron no descartaba que mi cabello se oscureciese de nuevo en cuanto bajasen mis niveles de estrés emocional, cosa que no ocurrió”.
Tàrrega asegura que estaba preparado para que se le cayese el pelo (el efluvio telógeno agudo es una consecuencia muy bien documentada de los cuadros de estrés) pero no para un cambio repentino de color. “Se me hizo de noche”, nos cuenta, “me miraba en el espejo y pensaba que el cabello blanco me hacía parecer 15 o 20 años más viejo”. Tras convertirse en adicto a “todos los tintes concebibles” y acabar esclavo de una rutina “descorazonadora”, porque “el blanco vuelve a asomar muy poco después de que te lo tiñas”, acabó aceptando que las canas “son ley de vida, incluso síntoma de salud, porque, según me dijeron, el pelo que encanece, permanece, y no hay por qué luchar contra ellas”.

Hoy se toma la transición al gris ceniza como “parte del ingreso en la madurez”. Ya hace alrededor de un año que dejó de teñirse. Le ayuda lo que percibe como el auge de la estética de los llamados zorros plateados, hombres y mujeres que se resisten a disimular los rasgos más superficiales del proceso de envejecimiento: “No soy George Clooney, pero me siento más atractivo ahora, con mi mata de pelo canosa, que hace cinco o seis años, y el pelo blanco me ha ayudado a encontrar mi propio estilo, a peinarme o vestir de manera más acorde con mi edad”.
Un hombre de una cierta edad
Para Edgar P., de 39 años, las canas prematuras supusieron, sobre todo, un obstáculo profesional: “A los 35, decidí cambiar de trabajo. Muy pronto me di cuenta de que en mi sector, las agencias de comunicación, la imagen que proyectas es fundamental, y mi cabello canoso me hacía parecer mayor y, en consecuencia, menos activo y dinámico de lo que era. Me quedé helado cuando una directora de recursos humanos me dijo, sin el menor tacto, que mi currículum le parecía excelente, pero buscaban a alguien de menor edad que yo porque la suya era una empresa en progresión y necesitaban a profesionales con menos pasado que futuro”.
Por primera vez, la “discreta” canicie que empezó a insinuarse en su cabello “muy pronto, puede que alrededor de los 25 años” se convirtió en un problema para él: “Me encontré padeciendo una nada sutil discriminación por edad a una edad muy temprana”. Y, claro, decidió teñirse. Pero los barros naturales que empezó a aplicarse siguiendo el consejo de su estilista le hacían sentirse “disfrazado”, pese a que probó distintos tonos, del castaño al rubio ceniza, y algunos de ellos le resultaban convincentes: “El problema, tal y como lo veo ahora, es que estaba alterando mi imagen por razones equivocadas, no porque yo no me aceptase, sino porque sentía que no me aceptaban los demás”.
Años después, instalado ya en un nuevo trabajo en el que siempre se valoró más su competencia profesional que su aspecto físico, Edgar decidió seguir la recomendación de su pareja y dejar de teñirse: “A ella le gustan las canas, pero eso es lo de menos. Lo fundamental es que yo soy así, mi pelo blanco forma parte de mi imagen y no tengo por qué recurrir a alternativas que me hagan sentirme incómodo, dicho sea esto con todo el respeto para los que prefieren teñirse”.
Por último, Julio A., peluquero de 46 años, nos expone las razones por las que dejó de teñirse poco después de la pandemia: “Parte de mi rutina diaria consiste en aplicar tintes a personas de una cierta edad, sobre todo mujeres, así que en cuanto me empezaron a salir las primeras canas pensé que lo coherente era dar ejemplo y camuflarlas yo también”. Dejó de hacerlo durante el confinamiento y pronto descubrió que ese otro yo canoso que le devolvía el espejo le resultaba “más atractivo y más autentico”.
Con la vuelta a la rutina, recurrió de nuevo a los tintes, asumiendo que hacerlo eran “gajes del oficio”. Pero se acabó hartando de actuar contra su propio instinto, por mera conveniencia: “Un buen día me dije: ‘Julio, eres un estilista. A ver si no vas a ser capaz de diseñarte un look capilar moderno para un hombre de más de 40 años, con lo bello y lo elegante que es el cabello gris’. Y eso hice”. Eso sí, como buen profesional del medio, Julio no considera que su decisión deba tomarse como pauta de comportamiento universal: “A mí me sientan bien las canas. Es un hecho, lo he comprobado. Me queda mejor el cabello blanco que cualquiera de las alternativas, pero cada cara es un mundo y cada persona es muy dueña de decidir cómo se siente a gusto y qué imagen quiere proyectar. Así qué sigo aplicando y recomendando tintes, aunque yo ya no los utilice”.
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