El regreso de ‘La guerra de los Rose’, la violenta fábula sobre el matrimonio que triunfó en los ochenta: “Tan implacable que cuesta reír”
Una nueva adaptación de la historia que inspiró el clásico de Michael Douglas y Kathleen Turner llegará a las pantallas este agosto


La Guerra de las Dos Rosas fue el conflicto bélico que a finales del siglo XV enfrentó durante más de 30 años a las casas York y Lancaster. Una guerra intermitente y sangrienta por el trono inglés que inspiró a George R.R. Martin para escribir Juego de tronos y al escritor Warren Adler, La guerra de los Rose, una novela superventas que acabó dando lugar a una de las ficciones más controvertidas del cine comercial estadounidense de los años ochenta. Una de esas películas que parecen inviables hoy en día. O parecían, porque su remake, The Roses, es uno de los platos fuertes de este verano. Jay Roach, director de la saga Austin Powers y Los padres de ella, ha sido el encargado de darle una nueva vida y para ello ha reunido a dos prestigiosas estrellas británicas: Benedict Cumberbatch y Olivia Colman —¿hay alguna posibilidad de que alguien se crea que estas personas podrían enamorarse?— que recuperarán los papeles que en 1989 interpretaron Michael Douglas y Kathleen Turner.
No debería sorprender demasiado. En tiempos de precuelas, secuelas y reboots copando la taquilla, es raro el éxito del pasado que se libra de ser formateado. No llegó a buen puerto una segunda parte basada en la continuación del libro de Adler, Los hijos de los Rose, pero su remake ha sido inevitable.
Que Danny DeVito no temía correr riesgos ya había quedado claro con su primera película, Tira a mamá del tren (1987), una comedia negrísima en la que el propio DeVito, que se dirigía a sí mismo, pedía a Billy Crystal que asesinase a su dominante madre, una espléndida Anne Ramsey, la líder de los Fratelli en Los Goonies. Era el director perfecto para aportar el vitriolo que requería La guerra de los Rose, otro golpe a la imagen idílica de la felicidad familiar, en este caso no materno-filial, sino conyugal. DeVito arriesgaba temáticamente y también estilísticamente, como vimos posteriormente en Matilda (1996) y en la poco valorada Smoochy (2002). Al igual que en su debut, aquí también se incluyó en el reparto, otorgándose el papel de narrador. Interpreta a un abogado que trata de disuadir a su cliente, un silente Dan Castellaneta (la voz original de Homer Simpson), de que se divorcie y, para convencerle, le cuenta la historia de Oliver y Barbara Rose.


Conocemos a los Rose enfrentándose en una subasta, pujando por una pequeña estatua japonesa; son jóvenes y atractivos, también ambiciosos y competitivos. Se atraen inmediatamente y acaban en la cama, entre sábanas de satén porque son los ochenta. “Nunca pidas disculpas por ser multiorgásmica”, dice Oliver. “Si terminamos casándonos, este será el día más romántico de mi vida y si no, soy una completa zorra”, replica Barbara. No es la película más feminista de la historia.
Terminan casándose, por supuesto, pero eso no es el final, es el inicio de la historia y donde el asunto se pone interesante. Oliver prospera; de estudiante de derecho pasa a miembro aventajado de un bufete prestigioso. Le ayuda Barbara, que se encarga de todo lo demás, y todo lo demás son dos niños repelentes, un gato y un perro y una preciosa mansión que colma las ambiciones de un Oliver que aprovecha cualquier excusa para huir de ella. Se ha convertido en un cliché: el hombre que se casa y tiene hijos con el único fin de pasarse la vida huyendo de su mujer y sus hijos. La voz en off de DeVito nos puntualiza que Barbara “trabajó siete días a la semana para crear ese hogar perfecto con el que Oliver había soñado siempre”. Transformó el caserón del que se había enamorado en el escenario perfecto para las aspiraciones de un yuppie: “Barnizó todas las mesas, tardó seis meses en dejar los suelos perfectos y cien domingos en encontrar perfectas porcelanas de Staffordshire que colocó sobre la chimenea”. Y cuando terminó, se dio cuenta de que su vida había perdido el sentido.


Una vez que los hijos abandonan el hogar y todos los cojines están ahuecados, se sintió vacía. Era consciente de que lo que había construido no era un verdadero hogar, sino un escenario, y ya no había nadie mirando más allá de los jefes de Oliver, para cuyo lucimiento llevaba lustros trabajando. Barbara también es un cliché, una de esas mujeres tan o más inteligentes que sus maridos que renuncian a sus carreras profesionales por hacer lo que se espera de ellas. Espoleada por sus conocidos, no por su marido, decide empezar a trabajar y la desidia de Oliver respecto a su ocupación la despierta al fin. “Cuando te veo comer, cuando te veo dormir, cuando te tengo delante, me dan ganas de partirte la cara”, le suelta. Y se la parte. Y después le pide el divorcio. Si la desintegración de la pareja había sido silenciosa, su final será apoteósico. A la altura de los volcánicos caracteres de ambos.
Historia(s) de un matrimonio
Las grescas matrimoniales son una de las temáticas favoritas de la ficción. Han estado en el centro en la sobria y fundacional Secretos de un matrimonio (1973) de Bergman y en la contemporánea Historia de un matrimonio (2021); las hemos visto inspirando todas las emociones, de la tristeza, el cinismo o la autodestrucción. Ahí están la alucinada La posesión (1981), la lacrimógena Kramer contra Kramer (1979) o la ácida Se acabó el pastel (1986). Pero en La guerra de los Rose hay un gusto por la comedia física y la violencia tan poco sutil que casi parece un episodio de Looney Tunes. Y también desprende un aroma clásico, especialmente sus diálogos de saque y volea que podrían haber firmado Howard Hawks o George Cukor. En los momentos de destrucción doméstica es imposible no pensar en los palos de golf de Cary Grant en Historias de Filadelfia (1940)... aunque también resulta difícil imaginar a Grant orinándose en la sopa de Katharine Hepburn. Los ochenta no conocían la sutileza.

Hay mucha moraleja en la historia de Adler, tal vez demasiada. Contra los peligros de la ambición, contra el divorcio: “En esto no hay victoria”, le advierte el abogado DeVito a Douglas. “Solo se trata de grados de derrota”. Y también contra el materialismo. Lo único que les interesa a los Rose es un bien concreto: la casa. Ninguno está dispuesto a renunciar a ella, cueste lo que cueste. No hay terceras personas, solo bienes. Ni siquiera sus hijos parecen importarles demasiado, o al menos no tanto como las decenas de figuritas de Staffordshire que en un momento Oliver esconde en su habitación.
A finales de los años setenta las tasas de divorcio en Estados Unidos se dispararon y ese fue el dato que inspiró la obra original al autor William Adler —que tiene otro hito cultural en su haber: fue el hombre que bautizó el edificio Watergate, que luego pasó a simbolizar el derrumbe de la era Nixon—. “La idea de La guerra de los Rose se me ocurrió en una cena en Washington en 1979. Una amiga nuestra salía con un abogado, quien fue su invitado a la fiesta. En un momento dado, él miró su reloj y anunció que tenía que irse a casa o su esposa lo dejaría fuera”, explicó. “Cuando le pregunté por qué, me contó que estaba en proceso de divorcio y que vivía bajo el mismo techo con su esposa, compartiendo las instalaciones. Parte del acuerdo incluía un estricto reglamento de entrada y salida y la división de las viviendas”.

El escritor supo que ahí había una historia. Y un éxito editorial. Y, probablemente, también una película. “El interés de Hollywood por el libro fue instantáneo, fue adquirido por Richard Zanuck y David Brown, dos maravillosos productores para quienes escribí el primer guion”. No fueron ellos finalmente, sino James L. Brooks, quien la produjo. El responsable de La fuerza del cariño y Al filo de la noticia, dos cintas clave de los ochenta, y productor de Los Simpson, también había vivido un divorcio traumático. Adler quedó encantado con el resultado final, algo que no suele ser habitual. “Transmitió con éxito lo que tenía que decir sobre cómo la avaricia, el materialismo y el egoísmo pueden socavar la integridad individual, destruir el sentido común y fomentar emociones turbulentas que conducen a la violencia”. También ilustró el efecto devastador que un conflicto matrimonial como este puede tener en los niños que se convierten en víctimas inocentes del proceso.
El film acumula tanta violencia física y verbal que cuesta creer que pudiese funcionar con una pareja protagonista que no exudase una química tan desarmante. Una química probadísima. Ambos (y DeVito) habían conquistado las taquillas con Tras el corazón verde (1984) y La joya del Nilo (1985), dos comedias románticas de aventuras con el espíritu del viejo Hollywood. Y ambos se habían convertido en las grandes estrellas de la década.

Michael Douglas se había especializado en películas que generaban artículos de opinión, grandes titulares y encendidos debates. La infidelidad menguó después de que su Dan Gallagher echase una cana al aire con final letal en Atracción fatal (1987) y el capitalismo más desaforado y sus consecuencias se colocaron en el centro tras su “la avaricia es buena” en Wall Street (1987). El divorcio era un paso lógico en su filmografía. Luego llegaron el acoso laboral (femenino, Hollywood es así) en Acoso (1994) y el hombre hastiado, hoy diríamos “sin complejos”, de Un día de furia (1993). Era el actor que ponía rostro a las preocupaciones masculinas de los ochenta y los noventa.
Turner, por su parte, había sido el descubrimiento más impactante de la década; había reinventado la figura de la femme fatale en Fuego en el cuerpo (1981). Se convirtió en una mujer misteriosa, diseñadora de moda de día y prostituta de noche, en La pasión de China Blue (1984) del excesivo Ken Russell, trabajó con John Huston en El honor de los Prizzi (1985) y con Coppola en Peggy Sue se casó (1986) y cerró la década con su papel de Barbara Rose, otra mujer fuerte, marca de la casa. Después llegarían dos progenitoras inolvidables, la hilarante de Los asesinatos de mamá (1994) y la implacable de Las vírgenes suicidas (1999), pero su carrera no fue tan exitosa como la de Douglas. Los problemas de salud y las insinuaciones sobre un carácter conflictivo, algo que en el caso de los actores se suele considerar “personalidad” pero que para las actrices supone un clavo en el ataúd, dinamitaron la carrera de una de las mejores actrices de la historia. En 2018 volvió a mostrar que su química con Douglas seguía intacta en la agridulce El método Kominsky.

Que el público de la época estuviese loco por ellos ayudó a que pudiesen digerir la brutalidad de la película, que no es precisamente amable con los niños ni con los animales de la pareja: gato ella, perro él. Y también que comulgasen con su tremendo final, un cierre que los productores intentaron cambiar ante la negativa del equipo (atención, el siguiente párrafo contiene un spoiler para aquellos que aún no hayan visto la película original).
“Los ejecutivos de Fox llegaron al final del rodaje y dijeron: ‘Kathleen y Michael, no podéis morir”, declaró Turner a Vulture. “Querían que rodásemos un final en el que la lámpara de araña cae, nuestros personajes están en el suelo y luego nos suben a dos ambulancias que se alejan en distintas direcciones, para dejar abierta la posibilidad de que nuestros personajes estuvieran vivos. El estudio se enfrentó a Michael, a Danny y a mí. Les dijimos que no rodaríamos el final que querían”. DeVito ya había hablado de ello. En una entrevista de 1989, reconoció que se habían planteado grabar un final alternativo: “Lo hablamos, pero decidimos que era la única, única, única manera de terminar la película. Si te sientas y piensas en todos los finales de Hollywood que se te podrían ocurrir, estoy seguro de que podríamos haber tenido una puesta de sol con un par de personas viajando en un Volvo, pero eso no estaba en los planes para los Rose”.
El público también lo estuvo. Recaudó más de 160 millones de dólares en todo el mundo, más que las dos anteriores películas de la pareja, mucho más amables y familiares, y fue una de las cintas del año. Los críticos también la apoyaron, pero sin soslayar su brutalidad. “Hay momentos en que su ferocidad amenaza con traspasar los límites de la comedia, volviéndose tan implacable que nos cuesta reír”, escribió Roger Ebert. Y no podemos olvidar que la cinta de DeVito llegó a los cines en plena campaña navideña y parte de su acción se desarrolla en la época más familiar del año. Los Roses, sin embargo, se estrenará en verano. Empiezan asumiendo un riesgo menor. Quien sabe si, en esta ocasión, la lámpara no llegará al suelo. Ni la sangre al río.
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