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“¿Arquitectura racionalista? ¡Lo que vivimos es totalmente irracional”: así es La Albufereta, el barrio que pasó de utopía arquitectónica a infierno vecinal

Hijo del desarrollo social y el desarrollismo voraz de los sesenta, el complejo urbanístico situado entre la ciudad de Alicante y la playa de San Juan navega entre la reivindicación y el olvido

El Complejo Albufereta Serra Grossa visto desde la playa de La Albufereta.

Todo empezó con una caravana aparcada al borde del mar. En 1959, el promotor suizo Carlos Pradel llegó a la ciudad de Alicante con su familia. El terreno donde acampó era entonces una estrecha franja de costa sin urbanizar a los pies de la Serra Grossa sobre la que, años después, construiría uno de los conjuntos residenciales más ambiciosos del Levante español: La Albufereta.

Sobre Pradel se conoce poco. Sabemos que vivió en varios países antes de llegar a España, que supo moverse bien en los despachos de la España franquista y fue admirado por aquellos cercanos a él por su generosidad y contribuciones a la comunidad local. Pero también que tenía una visión muy clara: construir un barrio moderno, funcional y abierto al Mediterráneo. Para ejecutarla, contrató al joven arquitecto Juan Guardiola Gaya, discípulo de Francesc Mitjans, figura clave del racionalismo catalán. Guardiola proyectó un barrio diferente. Apostó por principios de sostenibilidad y diseño bioclimático que hoy se considerarían adelantados: una orientación precisa, ventilación cruzada, terrazas profundas que protegieran del sol, y un urbanismo de alta densidad pensado para el peatón y compuesto por pasarelas voladas que resolvían la escarpada orografía.

Torre Alacant, de Juan Guardiola Gaya.
Edificios Mariola y Gafner.

Los primeros bloques construidos fueron sencillos, de pocas alturas, pero pronto llegaron edificios más ambiciosos como la torre Vistamar —homenaje a la Torre Pirelli de Gio Ponti en Milán— o el edificio Gafner, originalmente concebido para alcanzar los dos kilómetros de longitud. Para ello se arrancó irreversiblemente gran parte de la ladera. “La Albufereta es el resultado directo del desarrollismo residencial de los sesenta, y debe comprenderse dentro de ese contexto”, explican Andrés Martínez Medina y Justo Oliva, doctores arquitectos e investigadores de la obra de Guardiola. La excesiva cercanía a la costa y enorme edificabilidad son criterios de una época en la que el impacto medioambiental no estaba en consideración. No obstante, el acierto del complejo proviene de su uniformidad estética y planteamiento urbanístico, fruto de haber sido proyectado en su mayoría por el mismo arquitecto. “A diferencia de lo que muchos creen, el verdadero destrozo de la costa se produjo desde la década de los ochenta hasta la crisis del 2008. Pocas veces la arquitectura fue tan ordenada y pragmática como en los sesenta, con una clara intención de que fuese estéticamente ligera. Su belleza radica en lo funcional que es; fue diseñada para ser vivida”, opina Oliva.

Las nuevas generaciones de arquitectos están redescubriendo el barrio con admiración. Iván Capdevila es uno de ellos. “La Albufereta es un laboratorio urbano fruto de las condiciones políticas, económicas y geográficas que lo hicieron posible, pero sobre todo de la falta de control. La gente que vive allí es muy particular, sin duda se puede asociar la personalidad de los edificios a la de sus vecinos”. Bien lo sabe él. Reside en la vecina urbanización La Chicharra, de Guardiola Gaya. “La relación con el mar es muy directa. Su cercanía es radical”. Y tiene razón: asomarse a la terraza de cualquier edificio de La Albufereta recuerda a estar en un barco crucero surcando las aguas del Mediterráneo. Solo se ve el azul del mar y el cielo. Nada más.

Rosalía y Paolo, vecinos de Torre Helios.

Hoy el paisaje imaginado por Guardiola se ha alterado. El acristalamiento de las terrazas y la privatización de los accesos al mar han modificado la imagen progresista que el arquitecto concibió. “El deterioro de los edificios deviene también de una tecnología que no es la de hoy en día”, afirma Martínez Medina. “Los edificios fueron diseñados para ser habitados dos meses al año, sin calefacción y con carpinterías de una sola hoja”.

Más allá del diseño, lo que definió el carácter de La Albufereta fue su población. En la década de los sesenta, Alicante recibió una ola migratoria inesperada: la de los pieds-noirs, colonos europeos expulsados de Argelia tras la independencia. Miles de ellos se instalaron en La Albufereta, atraídos por su clima benigno y una cierta familiaridad cultural. “Durante los sesenta y setenta, este fue el lugar con mayor concentración de pieds-noirs fuera de Francia”, explica Martín Sanz, autor del libro La gran olvidada. Postales desde la Albufereta y vecino estacional del edificio Gafner. “Había boulangeries y bistrós, donde se servía cuscús con filet mignon”. Esa mezcla improbable de culturas generó una comunidad tan variada como vibrante. Se respiraba una libertad inusitada para la época. “Aquí vivían franceses, argelinos, suizos, españoles, americanos. Todos mezclados en un urbanismo que lo permitía”, recuerda Christina Knutsson, de origen sueco y residente del barrio desde hace más de 50 años.

Farmacia instalada en la antigua oficina de venta de viviendas.
Una de las emblemáticas pasarelas voladas del complejo.

Durante dos décadas, La Albufereta vivió una edad dorada. Había restaurantes, bingo, tiendas de productos importados, y no era extraño toparse con Brigitte Bardot, Massiel o Camilo José Cela, cuenta Sanz en su libro. “Fue un refugio del mundo de la cultura”, resume. El aislamiento geográfico del complejo, a medio camino entre la ciudad histórica y los nuevos desarrollos de la playa de San Juan, ayudó a que germinase una sociedad paralela ajena a convencionalismos. Los primeros clubes de swingers del país surgieron entre sus soportales y se practicaba el nudismo en sus calas.

Con la llegada de la democracia y la caída de la industria del calzado, La Albufereta languideció. Demasiado nuevo para ser considerada patrimonio y demasiado viejo para competir con las nuevas promociones residenciales, el complejo racionalista dejó de interesar. “Fue muy extraño, porque estaba todo muy nuevo: los locales, los equipamientos, las playas...”, lamenta Knutsson. “Tras décadas sin mantenimiento la degradación es enorme. No tenemos servicios ni alcantarillado público, lo pagamos todo nosotros”. Knutsson preside la plataforma SOS Albufereta, creada hace cuatro años por un grupo de vecinos hastiados del olvido institucional. Algunas de sus reclamaciones han sido escuchadas. La reciente conversión del antiguo paso del trenet en una vía verde ciclista apunta a que los vecinos podrían empezar a ver la luz.

Vista de La Albufereta.

Knutsson reside, al igual que Rafael Pinilla, en el edificio Rocafel, un larguísimo bloque lineal con vistas al mar. Pinilla, vecino del barrio desde hace una década, llegó atraído por “un sitio tranquilo, muy original y cosmopolita”. Y lo encontró, si no fuera por la inestabilidad jurídica en la que se encuentra el barrio. El Rocafel se edificó en 1970 sobre terrenos ganados al mar por Carlos Pradel. Sin embargo, con la entrada en vigor de la Ley de Costas en 1988, se aplicó retroactivamente la delimitación del litoral. Como resultado, el Rocafel quedó dentro del dominio público marítimo-terrestre, al igual que otros tres edificios del complejo. Tras décadas de amenazas de demolición, hoy los los vecinos de La Albufereta viven en un limbo legal que les está llevando a la anarquía. “¿Arquitectura racionalista? ¡Lo que estamos viviendo es totalmente irracional!”, se queja Pinilla. La Dirección General de la Costa y el Mar se niega a mantener el trozo de litoral que pasa delante de sus casas, por lo que estas cada vez se ven más afectadas por temporales. Pasear por allí recuerda a un paisaje bélico: escaleras rotas e inaccesibles, espigones de hormigón desmoronados, paseos sin barandillas. Lo que antaño fue una especie de socialdemocracia costera ubicada en un lugar inverosímil ahora se resquebraja precisamente por eso. “Para Costas no deberíamos existir”, se queja Knutsson. “Es una vergüenza, nos está castigando”. Aun así, insiste en poner foco en lo que para ella tiene valor: “Es interesante que un espacio tan pequeño sea tan denso. Hay gente que lo ve como algo negativo, pero oye, ¿y qué pasa con Hong Kong o Nueva York?”. Quizá por eso, las pancartas SOS Albufereta que cuelgan en las terrazas del barrio no solo piden auxilio. Piden reconocimiento. Porque, para ellos, también está en juego el recuerdo de una forma de vida que un día quiso ser moderna, abierta y libre. Los bloques que forman La Albufereta, en su decadente dignidad, cuentan una historia de utopía y especulación. Un pequeño resumen de nuestro último medio siglo de historia.

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