La Gran Digestión: el armisticio social que necesitamos
Después de un banquete, no queda energía para disentir. La mesa es un edén pacífico en estado de rendición digestiva total


A escena, una gran familia reunida en torno a una mesa, en la hora flácida de los cafés y los palillos. La conversación va como sigue:
—Un atracón de este calibre es como hacer deporte.
—¿Cómo dices?
—Te deja molido.
—Hombre. Visto así…
—¡Y quemas calorías! Todo esto es trabajo para el cuerpo —se pega un par de palmadas sordas en la tripa—. No lo digo yo. Lo dicen los médicos. Mi sensación es inequívoca: no puedo mover ni un dedo.
—Tal cual. Como después de subir al castillo en bici.
—Ya lo ves. Digo verdad. Apúntalo.
Después de un banquete, no queda energía para disentir. Horas antes, han aterrizado atribulados a la cita anual ineludible, cada uno desde su vorágine particular, con la cabeza en otra parte y la mochila cargada de agravios antiguos y frases ensayadas delante del espejo para capear conversaciones difíciles. Ahora, el griterío y la tensión iniciales han desaparecido. Todo el afán de los cuerpos está puesto en bombear jugos estomacales y empujar la comida de un compartimento a otro. Allende esta tarea, todo es laxitud. El cerebro es un pastel de gelatina. El pie de la opinión valiente no encuentra suelo firme en el vientre desde el que plantarse contra nada ni contra nadie. En este trance linfático grupal, una guerra es impensable. Imposible. La mesa es un edén pacífico en estado de rendición digestiva total.
Vivimos tiempos convulsos y acelerados. A golpe de tuit y de titular, andamos exacerbados, siempre dispuestos y llamados a posicionarnos, cualquiera que sea el tema del momento. Saltamos de litigio fugaz en litigio fugaz, contra enemigos visibles e invisibles. Cada día viene el lobo. Tenemos la antorcha siempre a punto detrás de la puerta y nunca desactivamos del todo el estado de excepción. Dormimos deprisa.
Pero hay circunstancias del cuerpo incompatibles con la beligerancia, y quizás, la temporada de banquetes que se nos viene encima podría ser vista como una gran oportunidad. ¿Podría ser la Gran Digestión el armisticio social que necesitamos?
Se discute más antes que después de comer. No pocas grandes revoluciones históricas han empezado por hambre o por falta de pan, como tantas pataletas memorables de niños chicos esconden un gusanillo insatisfecho enrabietado en la barriga. La ciencia y los restauradores lo saben: las bajadas de glucosa nos hacen impacientes e irritables. Somos poco tolerantes a la frustración cuando tenemos hambre, y a menudo nos puede el mal humor cuando se acerca la hora de comer. El conflicto florece y prospera en este contexto de ayuno involuntario y urgencia. La violencia se alimenta de prisas.
Y la paz empieza en la mesa. De entrada, porque sentarnos a comer juntos implica aceptar un orden compartido y acatar una lista de pequeños consensos: la sopa se toma con cuchara, la copa no se vierte, el postre va al final. Esta serie de rendiciones nimias doblegan rectitudes y ablandan rigideces de forma silenciosa pero implacable. Y acumulativa.
Pero esto solo es el principio. La imaginación colectiva ha tendido a vincular la mesa con la tregua y el entendimiento: compartir pan y vino es símbolo de reconciliación. Y esta observación se queda corta. No es la mesa, sino la sobremesa, el final de lo gastronómico.
La comida para el primer golpe, y cada bocado, contribuye a amansar a la fiera, pero comer juntos es sólo un estadio primigenio de una relajación que aún es impostura: se puede firmar un tratado de paz a regañadientes, bajo presión, por coacción. Como se puede callar contra el corazón y tragar con un acuerdo, pero seguir enfadado por los siglos de los siglos.
La única paz real es la inevitable, y viene como consecuencia de la laxitud y el “dejarse ir” físicos, fisiológicos, forzosos, que desencadena el vaivén intestinal. ¿Quién podría soplar el cuerno de guerra y a la vez mantener a raya el reflujo? ¿Quién sería capaz de levantar el hacha con el estómago lleno a reventar? El trasiego gástrico es el único fenómeno con poder para aflojar las tuercas del organismo más cerril y orgulloso, incluso contra su propia voluntad.
Se firma la paz comiendo. Pero es paciendo en el sofá con los tejanos desabrochados o jugueteando con los restos del segundo café con un palillo cuando se dan las condiciones corporales para que esa paz sea inexorable. El tiempo desleído y los cuerpos mansos de la sobremesa son la fuerza pacificadora de las grandes bacanales que vienen. Donde los razonamientos y los argumentos fracasan, la digestión triunfa. ¡Que aproveche!
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