Así se prepara la infusión favorita de Maria Nicolau con pieles de mandarina
No son frutas, sino golosinas, con las que se puede preparar un brebaje otoñal muy reconfortante


Comer mandarinas es la manera perfecta de sentir en el pecho el estallido de alegría de vivir que da ir por el mundo en camisa hawaiana, sin tener que pasar por la vergüenza de ponerse una. Sobre todo, ahora que refresca.
Como cajitas de comprimidos de sol de verano en conserva o linternas para atravesar la oscuridad invernal, las mandarinas huelen a boda al aire libre, a madera encerada de barca, a farolillos de colores en ramas de cerezos y a tirarse en el sofá en pijama a escuchar Belle and Sebastian. Por su carácter infantil, son demasiado dulces para ser tomadas en serio. Nunca se ha visto un alto ejecutivo comer mandarinas en una reunión de balance de resultados de final de trimestre. Si eso pasase, al instante, la presentación de diapositivas mostraría, proyectada en la pared de la sala, la imagen de ese hombre en cuclillas en el patio de un colegio, con las mangas de la bata arremangadas, observando muy detenidamente un hilillo de hormigas.
Las mandarinas no son frutas. Son golosinas. Y suelen ir con juguete de regalo: esas pequeñas pegatinas que llevan en la piel, enganchadas en las puntas de los dedos, hacen unas magníficas uñas de diseño.
Además, son las mejores amigas del progenitor atareado. Cuando ellas entran por la puerta, la responsabilidad de preparar bocadillos para la progenie desaparece: de noviembre a marzo, dos mandarinas duermen en todas las mochilas escolares del mundo.
Acostumbrados como estamos a dar por sentado que la hierba es verde y que las flores se convierten en frutos, nada de eso nos impresiona. Como si la transformación de los rayos de sol en mandarinas, mediante las raíces y los troncos y las hojas y las abejas y las enzimas y el tiempo no fuese tan alucinante y asombroso de contemplar como la migración de las ballenas, las auroras boreales, la explosión de una estrella o el gesto cuidadoso y esforzado de los dedos de una criatura de preescolar en el proceso de ensartar macarrones en un cordel fino para hacer un collar.
En mi casa, las compramos por cajas de cinco kilos. Y no es exagerado decir que nos comemos la pulpa casi como trámite. Su piel es perfecta para asustar al gato, a quien parecen pillar por sorpresa, cada vez, los estallidos de aceites esenciales que salen volando de los poros de esas pequeñas pelotas naranjas al pelarlas. La misma piel, debidamente secada por vía de reposar encima de los radiadores del pasillo, es ideal como combustible para encender el fuego. Mil veces mejor que esas pastillas de olor nauseabundo a petróleo.
Tanto fresca como seca, la piel de este cítrico es la base de mi infusión favorita, el remedio perfecto para cuando se te han metido el frío y una pena en el cuerpo y estás pocha y blandita, y más que encontrarte mejor, quieres hacerte un ovillo en una manta mullida de autocompasión, gimotear y suspirar sonoramente, y que te hagan carantoñas y compañía.
Para prepararla solo son necesarias las pieles bien enjuagadas de tres mandarinas, dos o tres rodajas peladas de jengibre y cuatro cucharadas de azúcar de caña o miel. Pon a hervir todos los ingredientes en un cazo con la cantidad exacta de casi un litro de agua, el tiempo necesario para que una parte del agua se evapore y en el cazo quede más de medio litro de caldo, pero menos de tres cuartos. Aunque pongas en marcha el extractor, en un abrir y cerrar de ojos los vapores llenarán la casa de olor a caramelos en una caja de hojalata. Sentirás el impulso de bajar todas las persianas, apagar todas las luces y dejar prendida solamente la lamparita de la mesita. Sucumbe.
Vierte el líquido, muy caliente, a través de un colador fino, a tu taza de cerámica favorita. Llévatela al sofá cogiéndola con las dos manos y la reverencia de quien sostiene un cuenco ceremonial. Tómatela a pequeños sorbos ardientes, bien envuelta en mantas espesas, y ríndete a sudar y sudar y sudar hasta quedarte dormida. Te despertarás al cabo de dos horas sintiéndote mucho mejor.
Habrá quien criticará esta receta, avisando de que, con tanto hervor, la vitamina C que pudiese tener esa piel de mandarina habrá sido destruida, y todo su poder curativo, desactivado. No les haremos caso.
No es la vitamina C lo curativo y poderoso de esta infusión. Son el aroma, el sabor, la temperatura, la decisión de dedicarse ese tiempo y ese espacio a ese ritmo, y lo que tiene de ritual místico la acción de prepararte una poción mágica y tomártela en una habitación que, de repente, a la luz tenue de una sola bombilla cubierta con un pañuelo, es el interior de una cueva. No te puede afectar ningún virus. Porque ahora eres un oso.

Especial Gastro de ‘El País Semanal’
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