Los “bollos del cole” que te harán viajar a tu infancia se venden en una mantequería centenaria de Madrid
Mantequería Bermejo, ubicada junto a la madrileña Plaza Mayor, también vende dulces típicos de toda España

El cuerno, la cuña —o triángulo— y la palmera. Esta tríada ha sido la protagonista de los desayunos y meriendas de varias generaciones que, ya fuera a la hora del recreo o a la salida del colegio, se metían entre pecho y espalda, la mar de felices, uno de estos dulces. Los característicos berretes de chocolate que dejaban alrededor de la boca delataban, sin fallo, a todo el que les hubiera hincado el diente. Ahora, estos clásicos modernos de la bollería han experimentado un curioso resurgir gracias a las redes sociales y a las generaciones más nostálgicas, que los comieron siendo niños en los 80 y los 90, y que hoy vuelven a ellos arrastrados por los recuerdos cual magdalena de Proust.
Quedan pocos sitios donde estos bollos se elaboren de forma artesanal y uno de ellos es el principal causante de su repunte actual: la Mantequería Bermejo (Zaragoza, 2, Madrid), una tienda con historia ubicada en los alrededores de la Plaza Mayor. Allí no elaboran los dulces como tal, pero estos se hacen a mano en un obrador madrileño que se los sirve frescos a diario. Los venden a tres euros.
Jesús Bermejo, al frente de este comercio desde hace años, junto a varias dependientas que atienden al público, afirma que antes, los bollos, solían ser un poco más pequeños, sobre todo los cuernos, “pero al pastelero que tenemos ahora le gusta hacerlos así de grandes”. Su espectacular tamaño es, en parte, el culpable de su éxito y de que, como dice Jesús, ahora los vendan más que nunca. Y aunque los tengamos asociados a los años 80 y 90, lo cierto es que existen desde mucho antes. Jesús, que tiene 61 años, asegura que cuando él tenía cinco, ya se vendían. “Claro, un señor que ahora tenga 60 o 70 años no va a venir aquí en busca de los bollos que comía cuando era pequeño; los que vienen son los que tienen entre 30 y 40”.

La frase que más repiten al cruzar la puerta de la tienda es “¡pensaba que ya no existían!”. Reconoce Jesús que escuchar eso y ver la ilusión con la que la gente se reencuentra con los dulces de su infancia le motiva mucho. Algunos turistas también los compran, y esto tiene mucho que ver con las redes sociales. “Vienen preguntando por ‘los bollos grandes’, porque los han visto en Instagram o TikTok y se los llevan sin saber lo que son”. Rosa, una de las dependientas de la mantequería, apunta que, además, los guías turísticos paran a menudo con grupos frente a la puerta “porque somos de las pocas tiendas tradicionales de toda la vida que quedan en Madrid, sobre todo en esta zona”.
Las generaciones más jóvenes, sin embargo, no parecen conectar tanto con este tipo de dulces. Los estudiantes del vecino Instituto San Isidro siempre han estado entre los grandes consumidores de estos dulces. “En los 80, a las once de la mañana, se ponían aquí 30 o 40 chavales a comer bollos todos los días. Era para verlo”, recuerda Jesús. Sin embargo, cree que ahora se inclinan más por la bollería industrial. “La vida cambia, las generaciones cambian y un chaval de 15 años prefiere comerse un Donuts o unas patatas fritas de bolsa que uno de estos bollos”.
La última superviviente de una saga de mantequerías
Jesús huye de la nostalgia, algo que podría considerarse una virtud cuando se gestiona un negocio con más de un siglo de historia, que ha sufrido innumerables cambios a lo largo del tiempo, pero que debe seguir mirando hacia delante. El edificio donde se ubica data de 1845 y, entonces, el local ya lo ocupaba una tienda de ultramarinos. La familia Bermejo, procedente de Segovia —donde contaban con negocios similares— abrió la mantequería de la calle Zaragoza en 1924 y, durante décadas, tuvieron tiendas por todo Madrid: en Santa Engracia, Castelló, Hermosilla, Mancebos, la Plaza de la Paja... Hoy, solo queda esta junto a la Plaza Mayor. Los hermanos que se hacían cargo de los distintos locales se han ido jubilando y las tiendas han ido cerrando. “Cuando yo me jubile, se acabará, pero todavía soy muy joven, al menos de espíritu, y calculo que llegaré al menos a los 110 años″, bromea Jesús.
No es de los que se aferra a tiempos pasados ni siente pena porque la última de las tiendas familiares vaya a cerrar tarde o temprano: “Todo en la vida tiene su momento y su final. La nostalgia, sobra”, dice chasqueando los dedos. Mientras tanto, disfruta de sus días al frente de la mantequería: “Para mí, estar aquí no es un castigo. Al contrario, es un regalo. El día que no sienta eso, cambiaré el chip y a otra cosa”.
La tienda ha ido evolucionando con el tiempo, pasando de ser un colmado donde se vendía bacalao, conservas y legumbres a granel —estas se mantienen todavía a la venta, bien visibles en el escaparte, y son otro de sus productos estrella— al comercio de dulces que es hoy. Entre los años 60 y 70 empezaron a vender quesos, fiambres y repostería, y ya en los 2000, cuando las tiendas de alimentación y los supermercados proliferaban por todo Madrid, viendo que sus ventas se resentían, decidieron apostarlo todo al dulce. “Ahora mismo, si te das una vuelta por aquí, solo verás tiendas de souvenirs, de turrones y bares. Antes eran fruterías, panaderías, carnicerías, pescaderías, hueverías, mercerías y tiendas de alimentación como la nuestra. Además, hace 15 o 20 años, en Madrid tampoco había tanto turismo. Nos hemos ido adaptando a lo que el público requería”, explica Jesús.

El local, por supuesto, también ha cambiado mucho con el tiempo, aunque el techo es original. Jesús apunta con el dedo hacia arriba, indicando que todavía se pueden apreciar las señales de cuando la tienda se iluminaba con lámparas de aceite. La fachada de madera que vemos en la actualidad es de comienzos de los años 50. Pero sin duda, lo que más llama la atención al entrar en la tienda es la cantidad de dulces que hay por todas partes, como si se tratara de un retablo barroco hecho a base de rosquillas, bartolillos, magdalenas, perrunillas, mantecados, barquillos, miguelitos, pestiños, sobaos y caramelos de violeta. “Aquí los huecos están prohibidos”, dice con gracia Jesús.
Aunque últimamente se hayan hecho conocidos por “los bollos del cole”, el principal reclamo de Mantequería Bermejo es que venden dulces típicos de toda España. “Muchas veces, me cojo el coche y voy por los pueblos y las ciudades españolas eligiendo las cosas más emblemáticas de cada región”, cuenta Jesús. Y Rosa apunta: “Hay clientes que vienen en agosto a por polvorones y mazapanes, dicen que les apetece más comérselos entonces que en Navidad”. A estos dulces regionales se suman vinos, vermuts, sangrías y licores, y también algunos souvenirs, como las muñecas con trajes tradicionales de cada comunidad autónoma y las cajas de metal con motivos madrileños.

La joya de la corona, en lo que a mobiliario se refiere, es la rueda de dulces que mantienen girando en el escaparate. “Es lo más bonito de la tienda”, explica Jesús emocionado. “Las teníamos en todas las mantequerías de la familia desde los años 70, eran nuestro estandarte. En aquella época, eran el último grito y, además, muy caras, no todo el mundo se gastaba el dinero en poner una”. Ya sea por volver a degustar uno de esos “bollos del cole” o por descubrir los dulces de cualquier rincón de España, Mantequería Bermejo sigue despachando en pleno centro de Madrid, agradecidos por el renovado impulso que le han brindado las redes sociales y los medios. “Aquí ha venido hasta el National Geographic”, comenta incrédulo Jesús. Abren, incansablemente, todos los días del año, a excepción de Navidad y Año Nuevo.
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