Cómo ha pasado la mantequilla de ser casi un alimento a evitar a convertirse en objeto de deseo
Hay una belleza extraña en ver cómo de un gran bloque de mantequilla se desprende una lasca fina que se curva y se contonea camino de un pedazo de pan

Hace unas décadas la mantequilla se estigmatizó entre los foodies, que por aquel entonces se llamaban simplemente “cocinillas”. Todos empezaron a usar AOVE, que —por si no lo sabías o has vivido en un refugio en el Ártico— son las siglas de Aceite de Oliva Virgen Extra. Parte de esta transformación vino motivada por la mala fama de las grasas trans, relacionadas con posibles (y bastante seguros) problemas cardiovasculares. Y, por otra parte, porque el aceite de oliva vivía una época de precios moderados.
Pero desde hace unos años, y en buena medida por influencia anglosajona a través de las redes sociales, hemos vuelto a abrazar la mantequilla como si fuéramos aprendices de Robuchon preparando puré de patata. Quizás este nuevo auge empezó con la moda del ButterTok, impulsada por el chef Thomas Straker y sus múltiples formas de preparar mantequillas compuestas, con las que iba sumando seguidores. O quizá este amor por la grasa viene de mucho más atrás.
¿Qué tienen en común la Reforma Protestante, la Conquista Romana, la mantequilla y el Mediterráneo? El Imperio Romano conquistaba culturalmente los territorios y, dentro de esa cultura estaba, por supuesto, la gastronómica. Roma plantaba vid, olivos y trigo por donde pasaba: ya se sabe que es más fácil conquistar por el estómago que a través de actos violentos. Ese trinomio culinario fue asumido por la incipiente Iglesia Católica, que integró estos productos en sus ritos, apoyándose en una estructura cultural ya existente: el vino como sangre de Cristo, el pan como su cuerpo y el aceite como forma de ungir. En esos primeros siglos también se fijaron las bases de la Cuaresma: ayuno y penitencia. Durante ese periodo estaba prohibido comer carne y derivados, lo que hacía que la mantequilla quedase fuera de uso.
En el siglo XVI Europa vivía un momento complejo. El viejo orden económico, dominado por los reinos italianos y su control de las rutas asiáticas, empezó a tambalearse cuando Colón, en 1492, y Vasco de Gama, en 1497, abrieron nuevas vías comerciales que rompieron el monopolio genovés e italiano. Los países mediterráneos dominaban el comercio y el norte necesitaba al sur. Requería vino para la liturgia y aceite para sustituir las grasas animales durante el ayuno. La Reforma Protestante trajo consigo la abolición de la Cuaresma tal como se entendía, permitiendo que los países del norte volvieran a consumir mantequilla. El impacto fue tal que la Iglesia Católica Apostólica permitió que en Bretaña, Normandía y Flandes se pudiera comer mantequilla incluso en periodo de ayuno.
Aunque este repaso histórico añade algo de luz al complejo contexto lipídico, es cierto que también hay un mercado visual de gratificación inmediata muy ligado al producto. Hay una belleza extraña en ver una quenelle perfecta, brillante y cremosa, o en contemplar cómo de un gran bloque de mantequilla se desprende una lasca fina que se curva y se contonea camino de un pedazo de pan. Lo sorprendente es cómo esta grasa ha permeado en una cultura tan defensora del aceite. Es lógico —y totalmente comprensible— que en el norte de España se consuma más mantequilla, donde si no me equivoco, por ahora hay más vacas que olivos. Pero la realidad es que el consumo de aceite en España ronda los 12 litros anuales por persona y, aunque la tendencia es bajista, podemos atribuirlo más a los precios disparados que a un cambio de gusto.
Entonces, ¿por qué a principios de año nos encontramos con modas como comer mantequilla como si fueran barritas energéticas o añadir una nuez de mantequilla a la cafetera? Repasemos algunas.
Hacerse un café con mantequilla tiene nombre: bulletproof coffee. Esta tendencia empezó hace unos años con la premisa de que el café con mantequilla aporta más y mejores nutrientes. Sus defensores proclaman virtudes sin fin, pero no existen estudios que avalen sus beneficios y sí algunos que los desmienten. Lo mismo ocurre con nuestra versión autóctona, adaptación al ecosistema alimentario patrio. El café con aceite de oliva, o AOVE coffee. Otra moda surgida a partir de las dietas keto y los ayunos intermitentes es la de comerse trozos de mantequilla como si fueran barritas energéticas. Bajo la misma premisa de la saciedad, el aporte calórico y la cetosis, jóvenes influencers de todo el mundo han estado promocionando la mantequilla como snack.
Desde Nueva York, esa máquina incesante de tendencias, nos llega otra corriente: el helado de vainilla sumergido en mantequilla. Una receta viral que ya está dando la vuelta al mundo. El helado, al entrar en contacto con la mantequilla caliente, genera por choque térmico una fina costra, como un baño de chocolate. La idea surge en Papa D’Amour, del cocinero Dominique Ansel, en Greenwich Village, y estará disponible hasta final de año. Como toda receta viral, ya tiene imitaciones más allá de Manhattan, y nuestras arterias disfrutarán de la novedad durante un tiempo.
Hace algunos años no había restaurante con estrella Michelin que no abriese su menú con una degustación de aceite. Hoy, en cambio, vemos cada vez más defensores de la mantequilla y fuentes monumentales como la del restaurante madrileño Saddle: montañas pantagruélicas de mantequilla que celebran el exceso alimentario. La mantequilla se ha convertido en ese producto que, por acumulación, se vuelve lujoso y nos hace comer con los ojos más que con el estómago.
Al final, quizá la mantequilla no ha vuelto: simplemente nunca se fue. Solo esperaba pacientemente a que dejáramos de tenerle miedo. Y mientras sigamos deslizando una cuchara por una quenelle brillante como si fuese un acto de fe, este revival tendrá cuerda para rato. Eso sí, no comáis mantequilla a puñados.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.










































