Un huevo frito perfecto es tan excelente como un buen caviar
Lo que algunos llaman democratizar la alta cocina a menudo no es más que imitación improvisada y siempre decepciona


La idea de democratizar la excelencia gastronómica suena noble de por sí. Nos reconcilia con la idea de que el mundo puede ser un lugar justo en el que lo mejor no esté sólo al alcance de unos cuantos. El de democratizar la excelencia gastronómica es un objetivo seductor, que como relato se vende sólo, y que muchos chefs han perseguido con muy variadas estrategias. Al fin y al cabo, ¿qué cliente potencial podría estar en contra de la posibilidad de vivir experiencias de la élite sin pertenecer a ella? Pero en ese afán, a menudo se ha confundido el perseguir ofrecer excelencia a buen precio con vender bisutería a precio de oro.
La excelencia, por definición, no es un bien universal, sino lo que se eleva por encima de la media. Ahora bien, esta media existe en todas las gamas de precio: tan excelente es un buen caviar como un huevo frito perfecto entre un millón de huevos fritos mediocres. Pero en gran cantidad de restaurantes con aspiraciones de grandeza, esta excelencia se traduce en emular lo que se sirve en las grandes mesas de la élite —a 300, 400 o 500 euros el cubierto— en forma de menús degustación a 70, 80 y 90 euros, y subiendo. Y es rara la vez que la experiencia entusiasma.
Salvo honrosas excepciones, tras muchas visitas a muchas nuevas promesas gastronómicas de este tipo, me encuentro pensando que al chef le falta centrarse en sí mismo y olvidarse de lo que hacen los demás, y que a la carta le sobran veinte platos, al menú cinco, y a cada plato diez ingredientes. El relente que me queda después del viaje a través de brotes, espumas, crujientes, laqueados y tuétanos me transporta a aquellas tardes de infancia tirada en el suelo mezclando acuarelas en busca de un color bonito, para acabar ante cincuenta tonos distintos de marrón: cincuenta sombras de hastío, y ninguna personalidad distintiva.
Los grandes restaurantes pioneros de la ola de cocina creativa de los últimos treinta años, los que marcan el paso de la élite y sirven de referente, o bien cierran unos meses al año para repensar y diseñar la oferta gastronómica, o bien cuentan con un equipo de profesionales, aparte de los que cocinan cada día al pie del cañón, que estudian y hacen pruebas en un laboratorio, y que antes de llegar a la versión definitiva de un plato, descartan cuarenta.
Los restaurantes de gama media-alta del país se inspiran en lo que ocurre en esas grandes mesas e intentan emularlo: desde la forma, no desde el fondo. El equipo de cocina, siempre saturado, siempre a toda máquina, se convierte en el jugador de cartas que, en cada partida, se ve obligado a tirar a cada ronda justo la carta que acaba de robar de la baraja; alguien que no tiene espacio ni tiempo para el pensamiento estratégico ni la visión de conjunto. Cada idea del chef se materializa ante el comensal, sin proceso previo de ensayo y error. Y sucede muy pocas veces que el resultado sea mejor que una buena croqueta artesana, un simple buñuelo de bacalao bien ejecutado o una cazuelita de pulpitos encebollados impecables.
La cocina tradicional cuenta con el I+D que han hecho todas las generaciones precedentes de cocineros. La alta cocina creativa cuenta con el I+D de equipos especializados. La gama media con aspiraciones de altura nada en un día a día difícil, entre el pánico a no sorprender y el miedo a no ser diferente o lo bastante deslumbrante, sin red de seguridad. Y es el cliente quien paga los platos rotos. Lo que algunos llaman democratizar la alta cocina a menudo no es más que imitación improvisada, copia del gesto estético cazado al vuelo en algún libro o algún perfil de Instagram. Eso no es democratización, sino vulgarización, y siempre decepciona.
El recetario tradicional (que crece con el tiempo y hoy ya incluye lo que hace veinte años fueron innovaciones) no deja de ser un gran laboratorio colectivo de I+D acumulativo. A través de la historia, las técnicas y las combinaciones de alimentos se han ido mejorando y refinando hasta dar con lo que hoy es, sin duda, excelencia democrática de facto: conocimiento optimizado al alcance de todos. Se puede (se debe) democratizar el acceso al conocimiento, al oficio, a la técnica: sólo esto nos asegurará una provisión regular de cocineros excelentes en el futuro. Lo que no se puede democratizar es el resultado excepcional que surge de la conjunción de una personalidad concreta, una visión clara, un talento especial, una dedicación singular y recursos extraordinarios.
Antes de apostar por un menú degustación con tres ideas válidas y siete de relleno, o por una carta interminable de platos con nombres rocambolescos a más de 20 euros la ración, hay que tener la valentía de mirar hacia dentro, desbrozar, quemar la paja hasta encontrar una verdad genuina, simple y desnuda. A partir de ella, que es tierra firme, construir sin prisa.
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