Mi comida llegaba en maletas
Nuestra comida guineoecuatoriana no podía adquirirse en el súper. Tampoco llegaba en camiones o en barcos, sino en maletas. La traían los familiares y amistades que regresaban del país y nos la entregaban en el aeropuerto

Soy del extrarradio de Madrid, de los ochenta y en mi casa de Alcorcón hemos sido de cocido madrileño o paella los sábados y de modica con truchas o lubina (depende del estado de la economía) o pollo con salsa de cacahuete los domingos. De servirnos lo que fuera con unas atangas hervidas a las que le poníamos un poquito de sal como guarnición o con plátano o con yuca. Y, por supuesto, de chuparnos los dedos tras el postre que, si estábamos de suerte, podía ser coco, piña o mango. De esos cocos y piñas y mangos que revientan la escala de dulzura Brix, que saben a chuchería, que huelen a kilómetros, que se deshacen en la boca y que dejan las manos pegajosas porque supuran azúcar, sol y Ecuador.
Ya hace tiempo de eso, tanto que todavía no había casi mangos en la huerta malagueña. Ni aguacates. En los ochenta, los que nos llegaban eran de Guinea Ecuatorial y tenían un tamaño enorme, estaban sabrosos y no se tomaban para desayunar o en el brunch ni, desde luego, se utilizaban para hacer bodegones proteicos y subirlos a Instagram. Ni siquiera sabíamos lo que era un brunch y quedaban algunas décadas para llegar a la era de esta red social.
Nuestra comida guineoecuatoriana no podía adquirirse en el súper. Como mucho, alguna cosita, en ese cuyo logo tiene un triángulo verde, pero el precio era tan alto que había que pensárselo entre dos y cien veces. Todavía faltaban años para que el madrileño mercado de Mostenses, entre otros, fuera el resumen del mundo actual donde, ahora sí, se puede adquirir prácticamente de todo y de un montón de sitios. Por aquel entonces, los productos, los nuestros, al menos, no llegaban en camiones o en barcos sino en maletas. Los traían los familiares y amistades que regresaban del país y nos los entregaban en el aeropuerto. Cada fruta, verdura o plato ya hecho era una forma de matar la morriña o de mandarla a descansar por unos días. Por eso, Barajas era una cita ineludible, debido a que la nostalgia migrante si no se alimenta de recuerdos, de reuniones, de llamadas telefónicas y de comida, no solo pesa, sino que duele y hasta enferma.
Así que, como si se tratara de un ritual quincenal o semanal, yo me acostumbré a acompañar a mi padres al aeropuerto y a esperar. Esperábamos porque el vuelo de Malabo tardaba y debido a que llegábamos antes de la cuenta a propósito. La realidad es que no íbamos únicamente a por comida o a recibir las noticias que llegaban de un país hermético del cual no se habla nada en este, también nos desplazábamos hasta ahí con la necesidad imperiosa de vernos y de encontrar espejos. Nos juntábamos para que los mayores se contaran alegrías y penas, con el fin de dejar de echar de menos un rato, para que hablaran español en voz alta y con acento de Guinea o en sus otras lenguas, a que quienes ya habíamos nacido aquí entendiéramos que había más como nosotros, de la periferia madrileña, sí, pero con las raíces repartidas en varias tierras. Jugábamos con chavalas y chavales a quienes ya conocíamos de otros martes. O puede que fueran viernes. Desconocíamos nuestros nombres y, sin embargo, había algo que nos hermanaba. No éramos conscientes de lo que significaba eso, solo sabíamos que, a diferencia de en nuestros portales, en las aulas de nuestros coles o en nuestros grupos de amistades, en ese rincón de la terminal de llegadas no éramos los únicos con orígenes de fuera ni negros, teníamos padres y/o madres que llegaron de Guinea y en nuestros hogares se comía, hablaba y pensaba en, al menos, dos mundos.
Tan pronto como se abría la puerta, el juego cesaba, empezaban los oyenga, que son los gritos agudos de júbilo de las mujeres de mi etnia (Fang), el baile de las nucas entrechocando de los hombres, la sala se llenaba de alegría por los que regresaban y de expectación por todo lo que tenían que narrar de un país cerrado a cal y canto y del cual era casi imposible saber algo salvo… yendo al aeropuerto. Y luego, sí, también, por la comida. Tras seis horas de vuelo, no había tiempo que perder, después de los saludos y los “qué tal” pertinentes, ahí mismo, se abrían las maletas. De repente, el aire se cargaba de esa humedad que pesa y todo se volvía verde y olía al bosque primario que cubre el centro del planeta y a todas los frutos que pare su tierra fértil y roja. Y como antes valía todo y no había un control tan estricto de aduanas, traían fruta fresca, cacahuetes de esos pequeñitos, envueltos de calabaza rellenos de pescado seco o de carne, o hasta puercoespines cocinados con mimo y que, a falta de tuppers, se cubrían con papel de periódico.
Tras recoger lo nuestro, nos volvíamos a casa con el maletero a media carga y con ganas de llenar el estómago. Eso solía suceder o en la cena o, como muy tarde, al día siguiente, porque para qué esperar más. Recuerdo escuchar a mi padre, con el radiocasete puesto y sonando Maelé o Sam Fan Thomas, tostando los cacahuetes y moliéndolos sobre la encimera con una botella vacía a modo de rodillo o rayando la modica, que es una condimento extraído del dátil de palma y al que también llamamos chocolate, ya que una vez se torra y se machaca, adquiere un aspecto similar.
Para mí, todo olía a esa Guinea que yo solo podía imaginar basándome en los recuerdos de mi progenitor, algunas fotos y en lo que nos llegaba en maletas y era como un viaje o… como una fiesta.
En una época en la que, a excepción de los vascos, no era tan habitual como en este siglo que los hombres se acercaran a los fogones, salvo que trabajaran en algún restaurante, los guineanos siempre fueron buenos cocineros. Muchos llegaron de niños a estudiar aquí cuando su hoy país todavía era colonia o provincia española, de modo que, a miles de kilómetros de sus hogares, tuvieron que desempolvar su memoria y poner en práctica lo que veían hacer a sus madres y hermanas con el fin de que su estómago, acostumbrado a otros sabores, no reclamase.
En cuanto mi padre terminaba de hacer el plato de turno, comíamos Guinea y el dolor de corazón que provoca la distancia con los seres queridos paraba un rato y para quienes ni siquiera habíamos podido ir, las distancias se acortaban. Aunque donde más nos pasaba eso era en las BBC (bodas, bautizos y comuniones) en Móstoles, Torrejón o Fuenlabrada que, junto a Leganés y Alcalá de Henares, son los municipios madrileños donde se concentra mayor población guineana en la diáspora. En la actualidad, se alquilan salas de eventos, antes, restaurantes chinos y, no sé muy bien de dónde las sacaban, pero los llenaban de ollas gigantes con guisos típicos preparados a fuego lento por, aquí sí, cómo no, las mujeres. Luego, se retiraban las sillas y las mesas y, con el estómago lleno, se bailaba pero… de verdad, sin vergüenza, dándolo todo, cerrando los ojos, creyendo o, sintiendo, al menos, que estábamos en esa pequeña nación que, incluso quienes hemos nacido aquí, aprendimos a amar sin pisarla, a base de escuchar anécdotas que construíamos en restaurantes chinos situados en Móstoles repletos de ollas gigantes y en las juntanzas (reuniones) de casa. O en el djangué, que es una forma de ahorro común tradicional entre grupos de mujeres por la cual, con una periodicidad establecida, cada una de las que los integran van entregando dinero a quien corresponde por turno y la que lo recibe, ese mes, dispondrá de un plus que le vendrá muy bien para imprevistos, emergencias o celebraciones. En el djangué en el que participaba mi segovianísima madre con otras mujeres guineanas o españolas casadas con guineanos, la que recibía debía preparar una cena. ¡Y qué cenas!
Por eso, tiene sentido que, décadas después de esto que cuento, sea en las localidades que he citado anteriormente, donde se sitúan buena parte de los restaurantes y bares de Guinea Ecuatorial. Bueno, más bien, de Nigeria y de la región de África Central, en donde, como la forma de los países africanos no responden a límites naturales, sino que se diseñaron en el Congreso de Berlín, hay pueblos, lenguas costumbres y platos coincidentes a los ambos lados de varias fronteras que nunca debieron existir.
Uno de mis preferidos era el Bar Planeta (en Móstoles) que, de momento, rest in peace, había una cocinera camerunesa que preparaba el mejor pescado a la brasa especiado que he probado en años. Le ponía como guarnición plátano o arroz y una cebolla cortada pequeñita deliciosa. Ahí también me he puesto las botas con la salsa de tomate con carne, tan rica que ni sé qué le echaban, pero sí que jamás podría emularla en mi casa o con el ndolé, una verdura que recuerda a las espinacas pero más amarga, este plato, eso sí, era para paladares experimentados. El local era sencillo, los manteles de papel y la televisión, en la que salían constantemente videoclips de grupos de varios países africanos, daba más para karaoke que para ambientar porque el volumen bajo no estaba.

Lo maravilloso es que, pese a que El Planeta parece haberse tomado un descanso, hay más: el Eyimba, por ejemplo, o el Sabor de nuestra tradición, así como bares donde quizá no cocinan superelaborado, pero en los que te puedes comer unas alitas de pollo sabrosas. En el Sheraton Bar Kitchen, que está en Villafontana, barrio de Móstoles al que la gente de Guinea apodaba Malabo 2, tienen un buen egusi, normal, teniendo en cuenta que la cocinera es Jenny Ngozi, una mujer nigeriana, y que se trata de uno de los platos típicos de su tierra y de varios países de África occidental. Lleva verdura y algo de carne, no obstante, lo que no pueden faltar son las pipas de una calabaza autóctona. Diría que se te caen las lágrimas de bueno que está, pero con lo que realmente puedes llorar y disfrutar al tiempo es con el ‘pepe soup’. Y no, no es la sopa de Pepe sino un caldo picante, que suele llevar pescado y cuyo nombre, en pidgin, deriva del inglés pepper soup. En donde Jenny, lo ponen en ocasiones especiales, como el Año Nuevo, o los fines de semana para desayunar. Tiene sentido, dado que en Móstoles y alrededores están situadas algunas de las mejores discotecas de música africana de toda la comunidad de Madrid desde hace décadas y, al salir, la mejor manera de espabilarse o de combatir una posible resaca es esa sopa cuyo picante va en serio. Es capaz de elevar la temperatura en invierno, de regularla en verano y hasta de levantar a un muerto.
Pero… volviendo a lo que he vivido en mi hogar, como hija de un hombre Fang de Guinea Ecuatorial y de una mujer de Castilla, he aprendido que ni los besos ni los abrazos son fórmulas universales para expresar cariño. En mi casa, se muestra afecto poniendo algo rico sobre la mesa, ya sean croquetas o macará, que son buñuelos de plátano, y en ambos casos y culturas y sabores, se trata de una manera excelente de decir te quiero.
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