Un queso puede contar la historia de una sociedad
El catalán ‘mató’ es mencionado en el recetario europeo más antiguo escrito en una lengua distinta del latín, el ‘Llibre de Sent Soví’, de 1324. En él, se propone degustarlo con agua de rosas, azúcar o miel


No existe tema ni producto menor. Si se hurga con fiereza y se está dispuesto a cavar hasta tocar hueso, cualquier receta, producto o ingrediente contiene la historia de la Humanidad. Como en el mundo de lo vivo cada célula guarda la totalidad de la información genética de un ser, no hay minucia que no sea una ventana a los misterios del universo.
Hace quince días hice de jurado en el concurso anual de quesos catalanes artesanos de la feria Lactium, en Vic, donde se enfrentaron más de 150 quesos en 15 categorías. Me tocó arbitrar en la liga de quesos tipo mató, una categoría que suele tenerse por menor, menos interesante que las demás, de la que se espera una experiencia de todo menos trepidante. Contra todo pronóstico, en las deliberaciones finales hubo gritos, ofensas y aspavientos. A punto estuvimos de llegar a las manos. ¡Fue maravilloso!
El mató es un producto lácteo que se ha elaborado históricamente en Cataluña, allí donde ha habido rebaños de ovejas, con gran presencia en las zonas donde confluían las grandes rutas de trashumancia que unían el sur con los Pirineos. Hoy en día, puede describirse el mató como un queso fresco sin sal elaborado con leche de vaca, de cabra o una mezcla de ambas. Eso es lo que se encuentra hoy mayormente en el mercado, se le llame mató o se le llame brull, brossat o recuit. Pero esto no siempre ha sido así. De hecho, es imposible. Para entenderlo, hay que empezar por el principio.
El mató es mencionado en el recetario europeo más antiguo escrito en una lengua distinta del latín, el Llibre de Sent Soví, de 1324. En él, se propone una forma de degustación, con agua de rosas, azúcar o miel, y se indica que, al gusto, se puede cambiar el mató por queso fresco. Este detalle, aparentemente sin importancia, asienta la distinción entre mató y queso fresco: si fuesen lo mismo, no sería necesario el apunte.
Hasta los años veinte, el consumo de leche era algo extrañísimo, de connotaciones casi místicas, sujeto a prescripción médica. La leche, antes del advenimiento de la pasteurización, era temida por ser uno de los principales vectores de transmisión de tuberculosis, brucelosis y tifus.
Los rebaños mayoritarios eran de ovejas y cabras —aquí no tenemos grandes extensiones de prados para engordar vacas como en América o Suiza— y estaban destinados a la producción de carne. La elaboración de queso y derivados lácteos eran estrategias laterales para optimizar el rendimiento del ganado.
El queso permitía conservar leche sin refrigerar y transportar litros de nutrientes concentrados en unos pocos kilos de materia sólida. Casi parece razonable equiparar un queso seco a un cubito de concentrado de carne. El mató nace como forma de aprovechar el suero sobrante de hacer queso de oveja. Es un re-queso. Literalmente: una segunda vida láctea para un residuo.
En ese contexto, usar leche entera para hacer mató no tenía sentido: cinco litros de leche de oveja dan un kilo de queso que puede guardarse meses. Esos mismos cinco litros dan un kilo de mató con una caducidad de dos días. En los libros de contabilidad de las masías, hasta 1910, no consta una sola anotación de mató sin anotación de queso.
Pero las cosas cambian a partir de 1920 - 1930. El auge de las ciudades dispara la demanda de leche a niveles que cabras y ovejas no pueden sostener. La vaca estabulada se impone: produce mucha más leche por animal con menos mano de obra. La refrigeración, pasteurización y creación de redes de transporte moderno permitieron conservar mejor la leche y transportarla desde zonas rurales hasta centros urbanos. Las corrientes higienistas cambiaron la percepción de la leche, y ésta se alzó como arma definitiva contra la desnutrición infantil. Los efectos de la guerra Civil, el Plan Marshall y el Desarrollismo franquista terminaron de transformar por completo el sistema alimentario, el paisaje, el modelo económico y, claro, el mató.
En entrevistas realizadas entre 1970 y 1972 a un grupo de abuelas de más de 60 años, con motivo de un estudio en profundidad sobre el mató en Cataluña, todas describieron cómo hacían mató en su juventud (1925-1940), y coincidieron: el suyo no era el mismo que el de sus madres.
A finales de los cuarenta, el mató dejó de ser una consecuencia de hacer queso para convertirse en un fin en sí mismo, hecho con leche entera de vaca. Quién dice mató, dice brull, brossat y recuit. Por muy tradicionales que sean, ninguna de estas elaboraciones, si está hecha a partir de leche de vaca, tiene más de cien años de historia.
Decir esto es prenderle fuego a un avispero donde los pequeños productores luchan por diferenciar su recuit del brossat del vecino, del mató del pueblo de al lado o del brull de cincuenta kilómetros más al sur. El mató cuestiona el significado de la palabra “tradición”, la necesidad de que palabras distintas designen productos distintos y la de estirar los límites de las definiciones para hacer que contengan lo que nos gustaría. Finalmente, nos empuja a preguntarnos desde cuándo empezamos a contar cuando decimos que hacemos las cosas “como se han hecho siempre”.
Hoy está en marcha el proceso de crear una IGP para el mató. Es imprescindible que quienes lo elaboran a partir de suero, siguiendo el método ancestral, reciban el reconocimiento que merecen, y que la historia del mató, que es la historia de Cataluña, sea contada y celebrada.
Sorprendentemente, fue en la liga de los quesos sosainas donde se jugó la Champions League de la cultura quesera.
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