Arranca la mejor temporada del año: la de las fiestas, verbenas y guateques populares
Cada vez que un ayuntamiento subcontrata la comida de una fiesta popular a una empresa externa, la bestia culinaria que es este país muere un poco


A una cabeza sin cuerpo sólo le queda pudrirse o colgar de un clavo en una pared, disecada, para dar ambiente en un comedor rústico. Es, en cualquier caso, una andrómina, algo muerto. No existe vanguardia, cabeza visible, primera línea de nada, que pueda vivir sin un organismo sano que la sustente, que la provea de los fluidos que la alimentan, y que, en última instancia, la yerga, con orgullo, y grite al mundo: “¡Admiradme! ¡Esta es mi magnificencia!”.
Si alguna vez un rincón del mundo ha deslumbrado al resto —culinariamente, o no— no ha sido sólo por el lanzamiento fortuito de cuatro castillos de fuegos artificiales especialmente brillantes en un momento afortunado, sino por ser en su totalidad una criatura pujante en salud y vigorosa; lustrosa de las pezuñas a las crines.
Debajo de cualquier fenómeno gastronómico de alta gama hay un país entero llevándolo en volandas, zumbando como un enjambre de abejas obreras a pleno sol de verano, rascando parrillas para sacarlas a la calle, vistiendo mesas de domingo con la vajilla de guardar, consultando papelotes arrugados guardados bajo la bandeja de los cubiertos, en el primer cajón de la cocina, para llenar fuentes de rosquillas, o plantando la bombona de butano en el descampado para marcarse un arroz con los vecinos del camping.
No existe otro lugar en el mundo donde este runrún festivo se dé exactamente igual que aquí. En ninguna otra parte el calidoscopio colorido y mutante de nuestra cocina popular es idénticamente variado, rico e intenso.
Es domingo. Estoy de pie en una calle empedrada y estrecha de pueblo minúsculo, abarrotada de gente, y mantengo cuatro conversaciones joviales simultáneas. “¡Ya bajan las cabras!”, grita alguien. La multitud deja paso y las cabras bajan bailando en forma de marionetas de madera a tamaño real, al son de una flauta que no sé de dónde viene. Un brazo me acerca una cuchara de cerámica con una mancha negra de Mercè de Menescal, un vinagre envejecido en botas de roble durante más de ocho años, elaborado por un procedimiento similar al de los mejores balsámicos de Módena en el sótano de la casa familiar de un linaje que lleva haciendo vino desde 1860. “¡Coge un poco de longaniza!”, oigo, y me llega a las manos un pedazo de embutido. “¡Mira qué vino!”, y me encuentro sosteniendo una copa. Con cada manjar llega una historia. Unos pasos más allá, recogidas bajo un pórtico de piedra, dos ancianas mondongueras, con bata de cuadros y delantal de algodón blanco impoluto, enseñan a un corrillo de niños el arte de embutir butifarras. En la plaza mayor, hoy transformada en un zoco lleno de tenderetes apretujados como si tuvieran miedo del frío, quien no amasa buñuelos con las mangas de la blusa arremangadas, sopla vidrio para hacer copas, o teje tapices con lana de oveja. A un lado, un par de cerdos abiertos en canal llevan asándose en una parrilla desde las dos de la madrugada al calor de las brasas, en el suelo. Un grupo de jóvenes han empezado a sacar grandes piezas de carne del fuego, a disponerlas encima de tablas de madera, a filetearlas a cuchillo, y a repartirlas en pequeños platos, para que pueda probarla todo el mundo. Estoy en Caseres, un pueblo de 240 habitantes en un limbo entre Teruel y Tarragona. Sobre el papel, esta feria anual del tocino es algo pequeño. En el espíritu y el paladar estoy viviendo un acontecimiento de alcance mundial.
Esto es lo que pasa en una fiesta popular cuando la autoridad local se pone al servicio de su gente para ayudar y facilitar. Cuando, en vez de contratar caterings y foodtrucks y desplazar la artesanía y la cocina locales, el ayuntamiento pone sus recursos al servicio de ceder espacio y protagonismo, y pone vasos y platos de papel, toldos para proteger de la solana, mesas largas, sillas plegables, hornillos de alquiler, bobinas de papel troquelado y una caja con candado para que los alumnos de la escuela puedan vender los tiques para las degustaciones. Por la zona donde las abuelas pasarán la mañana friendo buñuelos, churros, orejitas, pestiños, flores, engañamaridos, sopaipas o retortas no tendrá que rondar la brigada municipal de limpieza. No hay cocinera más limpia y pulcra que una señora de pueblo el día en que, vestida con sus mejores galas, los pendientes buenos y la permanente recién hecha, tiene la oportunidad de lucirse ante vecinos y veraneantes y manifestar su naturaleza con amplitud y sentido de importancia, transmisión y celebración.
Hay una infinidad de casos de éxito de iniciativas municipales que apuestan por un “cómo puedo ayudar”, por entender cada fiesta como la oportunidad de una comunidad de jugar, orgullosa, a ser lo que ya es: portadora viva de una cultura alimentaria única, situada, encarnada.
Cada vez que un ayuntamiento opta por un “quita, que ya lo hago yo” y subcontrata la comida de una fiesta popular a una empresa externa, la bestia culinaria que es este país muere un poco.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
