Desde Rusia con pastillas y con amor
La periodista y escritora Berna González Harbour relata una historia de sol y luz en un invierno espeso


Hubo que viajar muy lejos, a la tierra de la nieve, el hielo y las manos enrojecidas ante los quemadores encendidos a todo gas en las cocinas glaciales de Moscú para encontrar un amor de verano. No iba a ser tan fácil como ir a cualquier playa y conocerlo, no.
Hubo que sufrir. Hubo que congelarse. Hubo que plegarse entre sábanas acartonadas, mantas gélidas y hasta algún abrigo extendido por encima para intentar entrar en calor y ni aun así se conseguía, no.
Pasó tanto frío Irene, nuestra protagonista, pasó tanta hambre de calor físico y humano que la temperatura solo la encontró en su propio cuerpo, febril, espasmódico, agotado y delirante hasta perder el sentido. Irene enfermó. La salud le dio la espalda y ella se la dio a la Perestroika, las guerras y los tiros que debía cubrir para un periodicucho y que, de repente, se apagaron para su conciencia.
Apagada la vida, quien se abrió paso hasta su cama fue una doctora en bata blanca, bigote fino sin depilar y gafas gruesas que se asomó a la almohada en que reposaba su cabeza sucia y sudorosa y le preguntó:
- ¿Qué le pasa?
O, al menos, eso fue lo que Irene oyó. O lo que Irene soñó. Que una psiquiatra soviética formada en los rigores del comunismo, gorda como estaban los que solo podían comer patatas, mantequilla y, con suerte, sopas de nata, le hacía preguntas inquisitivas que ella no sabía responder. ¿Y quién la había traído hasta ahí? Acaso algún amigo preocupado, acaso una compañera. Los trapos húmedos para bajar la fiebre delataban un cuidado. Las cortinas que a veces estaban abiertas y a veces cerradas, también. Una nunca está sola del todo.
Lo que Irene recuerda es que no fue capaz de responder. El frío en los huesos no se distingue gran cosa del frío en el alma y ese día no habría sabido dar en el clavo sobre cuál de ellos era peor. El diálogo fue imposible, como imposible era tomar esos caldos que alguien posaba en la mesilla de noche antes de que la atrapara de nuevo la inconsciencia.
Lo que sí recuerda Irene, o es que también lo soñó, es que la doctora rusa depositó ocho botes de pastillas en una bandeja. Ocho. Por la mañana, a media mañana, en la comida, a media tarde, en la cena, al acostarse, a medianoche y al desayunar eran los momentos precisos, decretó la médica a modo de ucase del zar, sin que Irene pudiera distinguir la noche del día, menos aún el desayuno inexistente de la cena sin tocar.
Fuera como fuera, otra frase dijo la doctora, o nuestra protagonista al menos así lo soñó.
- Piense en una imagen positiva. Una persona, una situación, un lugar. Cuando la encuentre en sus recuerdos, concéntrese en ella y no piense en nada más.
El repaso de las situaciones buenas no estaba cerca, no estaba en Rusia. El de los lugares, tampoco. Y el de las personas, menos.
¿Y si?
¿Y si esa imagen positiva a la que aferrarse estaba al sol?
Sin duda debía estar al sol. La calidez de la idea empezó a tibiar su memoria, los rayos de un astro imaginario comenzaron a templarla. Y con ellos regresaba otro recuerdo. Había olas, un océano luminoso y fiero, una ambición de limpieza cuando esas olas chocaban contra la orilla para componer un rock no musical, sino de las rocas puntiagudas que dañan los pies, pero que son auténticas. Y en la estampa había una persona única, un hombre con cara de niño, un ser claro entre la claridad ambiental, un viejo amigo, un más que amigo.
¿Y si?
La imagen completa se formó en la mente de Irene. Imagen sin sonidos, pero con la garra del sol, del mar bravo y la persona limpia. Acaso estaba soñando, pero el sueño era reparador. Acaso estaba alucinando, porque faltaban pastillas del muestrario soviético, pero la alucinación funcionaba. O acaso estaba despertando y en vigilia seguía pensando en ese sol, en ese mar, en ese chaval.
Poco faltó para agarrar la maleta, para dejar atrás las guerras, la nieve, los quemadores de gas para pasar el invierno, la chapka, las botas y los patinazos en el hielo. Para coger un avión y atravesar aquellos nubarrones que tapaban Moscú como los sarcófagos de Chernóbil. Para elevarse y comprobar que el sol seguía existiendo ahí arriba, que cegaba por la ventanilla y que iba a acompañar a Irene hasta su regreso a casa. Que el Atlántico seguía ahí, como si estuviera vivo. Y que el hombre tampoco era fruto de su imaginación.
Luego nunca supo si soñó o imaginó. Si la doctora soviética existió. Ni si las medicinas funcionaron. Pero negando el invierno espeso descubrió un amor de sol y luz que no fue solo de verano, sino eterno. Irene me lo contó.
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