Una sola planta de zinia trae belleza, sonrisas, alimento y futuro
Una profesora enseña a sus alumnos a plantar esta flor en clase, de allí una de ellas viajará a casa de una niña donde dormirá en la terraza hasta que bajen las temperaturas y muera, aunque habrá dejado más semillas para empezar de nuevo


Siente una especie de respiración lejana. Bueno, en realidad siente muchas. Está todo oscuro, pero percibe un ritmo pausado y lejano de otras compañeras. Quizás ella no lo sabe, pero es una semilla metida junto a otras muchas en un sobre blanco, forrado por dentro con algo parecido al aluminio. No hay movimiento, no hay sonidos. Hasta que, de repente, todo cambia. Se oyen gritos, alguna risotada; varios golpes y todo se calma. El sobre acaba de aterrizar en una mesa, en un aula, en un colegio. Una maestra rasga un sobre de papel que envuelve el otro interior, más pequeño y blanco. En aquel envoltorio de papel hay una fotografía a todo color de lo que parecen margaritas. Ah, no, pone “zinnia elegans” en letras grandes por encima de una imagen con flores blancas, rosadas, fucsia, rojizas, naranjas y amarillentas. Parecen tener todos los colores. Bueno, no las hay moradas, una lástima, pero aun así la gama de tonos es de lo más variado.
Se escuchan más sonidos, hay preguntas con voces agudas y ligeras a las que replica otra voz algo más grave. Es la maestra, que contesta las dudas de sus alumnos, inquietos por la presencia de sustrato y de macetas sobre las mesas. Todo ocurre muy rápido: una mano adulta corta el sobre pequeño blanco interior y lo vuelca sobre una bandeja amarilla, acostumbrada a llevar los cafés al despacho de los profesores. Cien semillas, cien, se desparraman súbitamente. Son casi elípticas, aplanadas, tienen un ligero aire a las pipas de girasol, pero diminutas al lado de aquellas. Son de colores ocres, pajizos o amarronados, dependiendo de la planta madre de la que nacieron. Todas permanecen a la espera.
Unos pequeños dedos atrapan una de las semillas. No es la más oscura, tampoco la más clara. Con supuesta delicadeza —aunque la están espachurrando un poco—, esos mismos deditos la depositan sobre una maceta del diámetro de una pelota de tenis. En el borde se ha colocado una etiqueta con el nombre de la niña jardinera.
Después colocan ese pequeño tiesto junto a otros muchos, todos bien pegados entre sí, para a continuación cubrir las semillas con una grácil capa de sustrato que cae de una criba agitada con esmero y con movimientos circulares. De nuevo, todas las semillas de las zinias vuelven a la oscuridad, arropadas por las partículas de fibra de coco, de turba rubia y de compost, para luego empapar todo de agua con una regadera de metal.

Esa agua cae como una fina lluvia que envuelve las semillas con el sustrato. La cubierta seca y quebradiza que las protege comienza a beber y a hincharse, ávida, y se vuelve permeable para permitir que el líquido hidrate el embrión de la semilla. Este, como en un súbito despertar, comienza una respiración que ya es imparable, no habrá marcha atrás: o progresa si todas las condiciones continúan favorables o morirá si alguna falla. La semilla durmiente se despereza con varios bostezos, entre más sorbos de agua. Las minúsculas células atrapadas se dividen y se alargan, la envoltura se resquebraja ante el empuje desde el interior de una diminuta raíz —más bien radícula— que pugna por hincarse en ese medio sólido húmedo, para no dejar ni un solo milímetro sin explorar.
A medida que la radícula crece y crece, en la dirección contraria brota un tallito valiente —el hipocótilo— que sube hacia la luz. En su extremo sujeta la vaina de la semilla, que aún protege los dos cotiledones, esas hojitas embrionarias tan distintas a las que luego producen las plantas adultas. La maestra y su clase han elegido bien el sitio en el que colocar los semilleros, porque el sol los ilumina todas las mañanas durante varias horas, permitiendo a las plántulas de zinias alzarse y crecer, henchidas de clorofila que pigmenta de verde sus tejidos. Todo va por buen camino.
Unas semanas más, y llega el día del reparto. Cada chaval recibe su maceta y la planta que crece en ella, la que han cuidado durante unas semanas. Ahora las zinias son algo más que unos cotiledones y enarbolan un palmo de altura, con tallos en los que se asientan varias hojitas opuestas, una enfrente de la otra, como corresponde a este género de plantas. La niña de grandes ojos marrones alarga las manos para recibir con delicadeza la zinia que nació de aquella semilla, que no era la más oscura, tampoco la más clara. Tiene unas estupendas hojas verde claro, y se la ve fuerte y robusta: ha sabido aprovechar el tiempo y los recursos con los que contaba a su alrededor. La raíz blanca siente el calor de las manos de la niña, que abrazan el recipiente que acoge a la joven zinia. Hasta que llega a casa, casi una hora después, no suelta ni un instante el tiesto de plástico. Las raíces advirtieron la presión cuando la niña casi tropieza por la calle, al apretar con fuerza las paredes de la maceta en un acto reflejo para que no cayera al suelo.

Hay silencio en la cocina, pero solo dura unos instantes. Con un par de saltitos pizpiretos, la niña presenta la zinia a su familia, que ahora la rodean. La planta recibe la conversación con un aire vibrante que proviene de las bocas de aquellos humanos que se arriman a sus hojas; no parecen tener malas intenciones. Deciden plantarla en la terraza, al lado de una salvia de flores moradas, en un macetón que alberga un hueco para esta planta escolar.
La zinia se siente muy a gusto: tiene buen sustrato, sol, la riegan todas las mañanas sin mojar sus hojas —como les recomendó la maestra para evitar los hongos que la pueden dañar— y han añadido un abono orgánico que le permite producir más y más tallos. Cada uno de ellos se ve pronto coronado por un capullo, como colofón a tanto esfuerzo desde que germinó hace casi dos meses.
Todos en la familia asisten con emoción al preciso instante en el que la zinia les muestra el futuro color de sus inflorescencias. Rosa, será rosa, de un rosa luminoso y alegre. Hará un contraste maravilloso con la salvia de flores moradas. Y llega la mañana en la que enseña varias de sus flores teñidas por completo, unas inflorescencias dobles, con pétalos en diferentes hileras que lo llenan todo. En medio de esas cabezas rosadas surgen unas estrellitas amarillas de cinco brazos —los flósculos—, ínfimas florecitas que ansían fecundarse. Para ayudarla con la labor llegan las mariposas, que despiertan la admiración de cualquiera que las vea. La zinia se siente acariciada en lo más íntimo por estos insectos coloridos, sonríe, confía así en producir nuevas semillas que propaguen su bella genética.

Los días acortan progresivamente, los meses corrieron raudos, el otoño está presente, mientras la zinia no ha dejado de florecer, una tras otra cabecita rosada entre sus hojas. La familia ha calculado que les ha regalado hasta entonces una cincuentena de flores. Pero la planta percibe el frío, las noches la hacen tiritar. Sus fuerzas se agotan, aunque antes de que desaparezcan del todo ha dejado caer infinidad de semillas sobre el sustrato. Un atardecer, un último suspiro de savia desciende hacia sus raíces, para después apagarse por completo. Una sola zinia trajo belleza, sonrisas, alimento y futuro. Una niña acaricia varias de sus semillas en la palma de su mano.
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