Regalos sin envoltorio: tres experiencias que dar (y vivir) en Madrid este invierno
CASA BÔ, Maison Brûlée y El Jardín de Diana proponen parar, compartir y mirar la ciudad con otros ojos cuando llega la Navidad


Cuando llega el frío y la ciudad baja el ritmo, Madrid se llena de planes que no se compran con papel de regalo. Son experiencias que se viven cerca de quienes queremos y que, con el tiempo, se convierten en recuerdo. Este Madrid te enreda mira a esa otra Navidad hecha de pausas y encuentros: una sesión tranquila de ejercicio en CASA BÔ, una caja de postres que son obras de arte de Maison Brûlée que se lleva a una comida familiar o una tarde en El Jardín de Diana, viendo la Gran Vía desde lo alto acompañado de una fondue. Tres propuestas distintas para regalar tiempo, compartirlo y entender que, a veces, lo mejor no se envuelve: se vive.
Un lugar donde parar y recargar
El invierno en Madrid tiene algo de recogimiento. Las tardes se acortan, el cuerpo pide abrigo y, a veces, también silencio. En Chamberí, en el número 72 de Fernández de los Ríos, hay un espacio que se parece más a una pausa que a un gimnasio. CASA BÔ nació, precisamente, de esa necesidad. “El deseo era crear un refugio en medio del ritmo acelerado de una ciudad como Madrid”, cuenta su fundadora, Vanessa Buelna. “Un lugar donde desconectar del exterior y reconectar contigo misma”.
Aquí el movimiento no se mide en prisas. Las clases —barre, pilates, yoga o fuerza— se imparten en grupos muy pequeños, de hasta seis personas. Esa cercanía cambia la experiencia. “Se genera algo muy bonito: la gente se siente en casa, se apoya, comparte”, explica Vanessa. El trabajo físico es consciente, adaptado a cada cuerpo, y siempre termina con unos minutos de meditación. No como cierre simbólico, sino como forma de volver al mundo con otro pulso.
CASA BÔ no promete resultados inmediatos ni discursos grandilocuentes. Lo que ofrece es tiempo y atención, dos bienes escasos en estas fechas. El ticket medio por sesión es de unos 20 euros y conviene reservar con antelación.
En un rincón del estudio hay también pequeños objetos —calcetines, velas— que funcionan como extensión natural de la experiencia. Detalles sencillos, pensados para acompañar el invierno y que, quizá, acaben siendo ese regalo de última hora que no se olvida. Porque hay cosas que no se envuelven, pero permanecen.
Maison Brûlée, arte que se lleva bajo el brazo
En pleno corazón de Malasaña, en la calle del Molino de Viento, 2, hay un lugar donde el postre no es solo postre. Es historia, paisaje y gesto. Maison Brûlée nació de la confluencia de tres caminos que se encontraron lejos de casa y decidieron crear algo que hablara de ellos mismos y también de quienes llegan a Madrid buscando imaginación, belleza y un cierto sentido de pertenencia.
Al frente está Edwin Garpa, chef pastelero venezolano formado entre Venezuela, Panamá y Europa, que ideó el proyecto como una galería de arte comestible. Junto a él, Andrea Mendoza y Camila Ochoa, dos ingenieras colombianas procedentes del mundo del marketing y la hostelería artesanal, terminaron de darle forma a una propuesta donde técnica, estética y emoción conviven en cada bocado.
“Lo que parecía un final se transformó en un nuevo comienzo”, recuerdan. Y esa idea atraviesa todo el espacio. Aquí cada postre cuenta una historia y busca conectar con quien lo prueba. La oferta cambia con frecuencia y se compone de piezas únicas —reinterpretaciones de clásicos como el tiramisú, cheesecakes o creaciones frutales— siempre elaboradas a mano y en el día.
La experiencia es sencilla y directa: se entra, se elige y se sale con una caja bajo el brazo. No hay mesas ni sobremesas largas, pero sí la presencia constante de sus tres creadores, cuidando cada detalle. Los postres cuestan entre seis y ocho euros y el ticket medio suele rondar los 20 euros, dependiendo de la elección.
En estas fechas, llevar Maison Brûlée a una comida o cena navideña es uno de esos regalos que funcionan sin explicaciones. Algo para compartir, partir y recordar. Porque hay casas a las que se llega mejor con un postre que con un lazo.
Cuando el invierno se disfruta con las mejores vistas
El frío cambia la forma de habitar Madrid. Las tardes se acortan, la ciudad se vuelve más densa y apetece buscar lugares donde quedarse un poco más. En la décima planta del Hyatt Centric Gran Vía, El Jardín de Diana vuelve a transformarse durante los meses de invierno en uno de esos refugios que funcionan casi como un paréntesis. La Cabaña de Invierno regresa sin estridencias, fiel a una idea que ya es reconocible: crear un espacio cálido desde el que observar la Gran Vía con distancia y calma.
La ambientación recuerda a los chalets de montaña que pueblan el imaginario invernal. Maderas, luces suaves, textiles que invitan a sentarse y mirar. No hay voluntad de evasión total, sino de cambio de ritmo. Madrid sigue ahí, pero amortiguado.
La experiencia se articula alrededor de la mesa. La fondue vuelve a ocupar un lugar central como gesto compartido. La versión tradicional, elaborada con quesos suizos, vino blanco y licor de cereza, se acompaña de pan, patatas baby, encurtidos y fuet. Para quienes buscan algo distinto, la fondue trufada añade un matiz más profundo sin perder la esencia. Alrededor, platos pensados para repartir: tacos de asado de tira, langostinos crujientes o una pinsa de berenjena asada con sobrasada y queso Mahón.
Los postres cierran la experiencia con una cierta idea de consuelo: chocolate, café, texturas suaves. También la coctelería acompaña, con referencias invernales que no distraen del conjunto.
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